– Ah, sí -dijo Yumn-, pero eso debió de ser el jueves, porque Anas tuvo una pesadilla el viernes por la noche.
– Fue el viernes -insistió Wardah-. Fui de compras, como todos los viernes. Ya lo sabes, porque me ayudaste a guardar las verduras, y tú contestaste al teléfono cuando Muni llamó.
– No, no, no. -Yumn movió la cabeza frenéticamente. Miró a Wardah, después a Akram, y por fin a Barbara-. No estuvo en Colchester. Estuvo conmigo. Aquí, en esta casa. Estábamos arriba, así que te habrás confundido. Estábamos en nuestra habitación, Muni y yo. Abhy, tú nos viste. Hablaste con los dos.
Akram no dijo nada. Su expresión era seria.
– Sahlah. Bahin, tú sabes que estábamos aquí. Te llamé. Pedí a Muni que fuera a buscarte. Fue a tu habitación y te ordenó…
– No, Yumn. No fue así. -Sahlah hablaba con tanto cuidado como si cada palabra estuviera envuelta en una capa de hielo y no quisiera romperla. Dio la impresión de que comprendía lo que cada palabra significaba-. Muni no estaba aquí. No estaba en la casa. Y… -Vaciló. Su rostro estaba apenado, como si comprendiera la importancia de lo que iba a decir, y el efecto devastador que causaría en dos chiquillos inocentes-. Y tú tampoco, Yumn. Tú tampoco estabas aquí.
– ¡Sí! -gritó Yumn-. ¿Cómo te atreves a decir que no estaba? ¿En qué estás pensando, estúpida?
– Anas sufrió una de sus pesadillas -continuó Sahlah-. Fui a verle. Estaba gritando, y Bishr también había empezado a llorar. ¿Dónde está Yumn?, pensé. ¿Cómo puede dormir, con estos berridos en la habitación de al lado? En aquel momento, pensé que sentías demasiada pereza para levantarte. Pero tú nunca eres perezosa en lo tocante a los niños. Nunca.
– ¡Insolente! -Yumn se puso en pie de un salto-. Insisto en que digas que estaba en casa. ¡Soy la esposa de tu hermano! Te exijo obediencia. Te ordeno que se lo digas.
Y ése era el móvil, comprendió por fin Barbara. Sepultado en las profundidades de una cultura tan desconocida para ella, que casi lo había pasado por alto. Ahora lo vio. Vio cómo había insuflado su energía desesperada en la mente de una mujer, que no tenía más que ofrecer a sus parientes políticos que una dote importante y su facilidad de reproducción.
– Pero Sahlah ya no tendría que haberla obedecido nunca más si se casaba con Querashi, ¿verdad? -dijo-. Se iba a quedar sola, Yumn. Obedeciendo a su marido, obedeciendo a su suegra, obedeciendo a todo el mundo, incluso obedeciendo a sus hijos, a la larga.
Yumn no se rindió.
– Sus -dijo a Wardah-. Abhy -dijo a Akram-. Soy la madre de vuestros nietos -dijo a ambos.
La cara de Akram se cerró por completo. Barbara sintió un escalofrío cuando comprendió que, en aquel preciso instante, Yumn había dejado de existir en la mente de su suegro.
Wardah recogió su labor. Sahlah se inclinó hacia adelante. Abrió el álbum de fotografías. Recortó la imagen de Yumn de la primera fotografía. Nadie habló cuando la imagen, separada del grupo familiar, cayó sobre la alfombra a los pies de Sahlah.
– Soy… -Yumn intentó encontrar las palabras-. La madre… -Vaciló. Miró a cada uno de sus familiares. Pero nadie la miró-. Los hijos de Muhannad -dijo, desesperada-. Tenéis que escucharme. Haréis lo que yo os diga.
Emily se movió. Cruzó la habitación y cogió a Yumn del brazo.
– Será mejor que nos acompañe -dijo a la mujer.
Yumn miró hacia atrás mientras Emily la arrastraba hacia la puerta.
– Puta -dijo a Sahlah-. En tu habitación. En tu cama. Te oí, Sahlah. Sé lo que eres.
Barbara espió con cautela la reacción de sus padres, pero leyó en su cara que habían desechado las acusaciones de Yumn. Al fin y al cabo, era una mujer que les había engañado una vez, y no dudaría en engañarles de nuevo.
Capítulo 28
Fue después de medianoche cuando Barbara regresó por fin al hotel Burnt House. Estaba agotada, pero no tanto como para que le pasara desapercibida una leve brisa procedente del mar. Acarició sus mejillas cuando bajó del Mini, y se encogió de dolor cuando su caja torácica le informó de lo mucho que la había maltratado durante el día. Por un momento, se quedó inmóvil en el aparcamiento y respiró el aire cargado de sal, con la esperanza de que sus supuestas propiedades medicinales la curaran del todo.
A la luz plateada de una farola vio los primeros hilillos de niebla, tanto tiempo esperados, que por fin se acercaban a la orilla. Aleluya, pensó al ver las frágiles plumas de vapor. Nunca le había alegrado tanto el regreso de los temidos veranos húmedos de Inglaterra.
Recogió el bolso y se arrastró hasta la puerta del hotel. Se sentía abrumada por el caso, pese a que, o tal vez por ello, había sido la causante de su conclusión. No tenía que buscar muy lejos para encontrar el motivo de sentirse tan acabada. Había visto el motivo muy de cerca, y también lo había oído.
Lo había visto en los rostros de los Malik, cuando intentaban asimilar la enormidad de los crímenes que su amado hijo había cometido contra su propio pueblo.
Para sus padres, había representado el futuro, su futuro y el futuro de la familia, que se extendía hacia el infinito, y cada generación lograba más éxitos que la anterior. Había sido la promesa de su seguridad en la vejez. Había sido la base sobre la que habían erigido la mayor parte de sus vidas. Todo eso había quedado destruido con su huida, mejor dicho, con el motivo de su huida. Lo que habían esperado de y para su único hijo había desaparecido para siempre. En lugar de sus esperanzas quedaba la ignominia, un desastre familiar transformado en una pesadilla permanente y una desgracia muy real, debido a la culpabilidad de su nuera en el asesinato de Haytham Querashi.
Lo había oído en la serena respuesta de Sahlah a la pregunta que le había formulado a espaldas de sus padres. ¿Qué harás ahora?, quiso saber. ¿Qué harás… acerca de todo lo ocurrido? De todo, Sahlah. No era asunto suyo, por supuesto, pero al pensar en tantas vidas arruinadas por la codicia de un hombre y la necesidad de una mujer de cimentar su posición de superioridad, Barbara ansiaba alguna indicación de que alguien iba a salir bien librado del desastre. Me quedaré con mi familia, contestó Sahlah, con una voz tan segura y decidida que no cabían dudas acerca de su resolución. Mis padres no tienen a nadie más, y los niños van a necesitarme, dijo. ¿Y qué necesitas tú, Sahlah?, pensó Barbara. Pero no formuló la pregunta en voz alta, tan extraña para una mujer de aquella cultura.
Suspiró. Se dio cuenta de que, cada vez que creía empezar a entender a los seres humanos, pasaba algo que le demostraba su error. Como en los últimos días. Había empezado fascinada por una diva del DIC; había terminado descubriendo que su ídolo tenía los pies de barro. Y al final del día, Emily Barlow no era tan diferente de la mujer a la que acababan de detener por asesinato, pues las dos no buscaban otra cosa que los medios, por estériles y destructivos que fueran, de organizar su mundo.
La puerta del hotel se abrió antes de que Barbara pudiera apoyar la mano en el pomo. Se sobresaltó. Todas las luces de la planta baja estaban apagadas. No se había dado cuenta de que alguien estaba esperando su llegada oculto en las sombras, sentado en la vieja silla del portero que había dentro de la entrada.
Oh, Dios. Treves no, pensó con desesperación. La idea de otra ronda de cuchicheos y secretitos con el hotelero se le antojaba insoportable. Entonces, vio el brillo de una camisa blanca impecablemente lavada, y un momento después oyó su voz.
– El señor Treves se negó en redondo a dejar la puerta abierta para que pudieras entrar -dijo Azhar-. Le dije que te esperaría y cerraría la puerta con llave. No le gustó la idea, pero no se le ocurrió otra forma de rechazarla que acudir al insulto directo, en lugar de sus acostumbradas maniobras oblicuas. Estoy convencido de que piensa contar el dinero de la caja por la mañana.