Pese a las palabras, había una sonrisa en su cara.
Barbara lanzó una risita.
– Y lo hará en tu presencia, sin duda.
– Sin duda -dijo Azhar. Cerró la puerta y dio vuelta a la llave-. Ven -dijo.
La condujo hasta el salón a oscuras, donde encendió una lámpara junto a la chimenea y se situó detrás de la barra. Sirvió dos dedos de Black Bush en un vaso y lo empujó hacia Barbara. Él se sirvió una limonada. Después, se acomodó con ella en una mesa y dejó los cigarrillos a su disposición.
Barbara se lo contó todo, de principio a fin. No calló nada. Todo sobre Cliff Hegarty, Trevor Ruddock, Rachel Winfield, Sahlah Malik. Le contó el papel que Theo Shaw había jugado y cómo encajaba Ian Armstrong. Contó cuáles habían sido sus sospechas iniciales, adonde les habían conducido y cómo habían terminado en la sala de estar de los Malik, cuando detuvieron a alguien de quien nunca habían sospechado su culpabilidad.
– ¿Yumn? -dijo Azhar, algo confuso-. ¿Cómo es posible, Barbara?
Barbara se lo dijo. Yumn había ido a ver al hombre asesinado, y lo había hecho sin que la familia Malik lo supiera. Había ido en chador, tal vez obedeciendo a la tradición, o por la necesidad de disfrazarse, y regresado sin que nadie hubiera reparado en su ausencia. Un buen vistazo a la estructura de la casa, especialmente a la posición del camino particular y el garaje en relación a la sala de estar y los dormitorios de arriba, demostraba que debió serle fácil coger uno de los coches sin que el resto de la familia se enterara. Y si lo había hecho cuando los niños estaban acostados, cuando Sahlah estaba ocupada con sus joyas, cuando Akram y Wardah estaban rezando o en la sala de estar, nadie se habría dado cuenta. AI fin y al cabo, ¿cómo habría podido fracasar Yumn en algo que la policía consideraba la sencillez personificada, vigilar a Haytham Querashi el tiempo suficiente para averiguar que iba con regularidad al Nez, coger una Zodiac y dirigirse al promontorio la noche en cuestión y colocar un hilo de alambre en la escalera, para enviarle a la muerte?
– Sabíamos desde el principio, y dijimos desde el principio, que una mujer podía haberlo hecho -dijo Barbara-. No nos dimos cuenta de que Yumn tenía un móvil y la oportunidad de poner en práctica el plan.
– ¿Qué necesidad tenía de matar a Haytham Querashi? -preguntó Azhar.
Barbara explicó eso también. Pero cuando se explayó sobre la necesidad de Yumn de deshacerse de Querashi, con el fin de mantener atada de pies y manos a Sahlah, Azhar no pareció muy convencido. Encendió un cigarrillo, inhaló y examinó la punta antes de hablar.
– ¿Vuestro caso contra Yumn se apoya en esto? -preguntó con cautela.
– Y en el testimonio de la familia. No estaba en casa, Azhar. Afirmó que estaba en su habitación con Muhannad, cuando Muhannad se hallaba a kilómetros de distancia, en Colchester, un dato que ya ha sido confirmado, por cierto.
– Pero para un buen abogado defensor, el testimonio de la familia será pan comido. Lo atribuirán a confusión sobre las fechas en cuestión, a animosidad hacía una nuera difícil, al deseo de la familia de proteger a quien la defensa presentará como el verdadero asesino: un hombre que ha huido a Europa. Aunque Muhannad sea detenido y devuelto a Inglaterra para ser juzgado por el tráfico de inmigrantes ilegales, la condena será menor que por asesinato premeditado. Eso dirá la defensa, para demostrar que los Malik tienen motivos para cargar el muerto a otra persona.
– Pero ellos ya le han repudiado.
– Sí -admitió Azhar-, pero ¿qué jurado occidental comprenderá el impacto que ser expulsado de la familia tiene para un asiático?
La miró con franqueza. La invitación contenida en sus palabras era inconfundible. Había llegado el momento de hablar sobre su historia, cómo había empezado y cómo había, terminado. Barbara conocería la historia de la mujer de Hunslow, de los dos hijos que había abandonado. Descubriría cómo había conocido a la madre de Hadiyyah, las fuerzas que habían obrado en su interior, hasta impulsarle a aceptar la expulsión de la familia con tal de amar a una mujer prohibida para él.
Recordó que en una ocasión había leído la excusa de ocho palabras que un director de cine había utilizado para explicar la traición a su amor de mucho tiempo en favor de una chica treinta años más joven que éclass="underline" «El corazón desea lo que el corazón desea.» Pero, desde hacía mucho tiempo, Barbara se había preguntado si lo que el corazón deseaba tenía algo que ver con el corazón.
Pero si Azhar no hubiera seguido los dictados de su corazón, suponiendo que ése fuera el órgano del cuerpo implicado, Khalida Hadiyyah no habría existido. Y eso habría duplicado la tragedia de enamorarse y alejarse de la posibilidad del amor. Tal vez Azhar había actuado bien al elegir la pasión sobre el deber. ¿Quién podía decirlo?
– No va a volver de Canadá, ¿verdad? -preguntó Barbara-. Si es que ha ido a Canadá.
– No volverá -admitió Azhar.
– ¿Por qué no se lo has dicho a Hadiyyah? ¿Por qué dejas que se aferré a la esperanza?
– Porque yo también me he aferrado a la esperanza. Porque cuando uno se enamora, todo parece posible entre dos personas, pese a sus diferencias de temperamento o de cultura. Porque, sobre todo, la esperanza es lo último que se pierde.
– La echas de menos.
Barbara destacó el hecho que asomaba bajo la serenidad de Azhar.
– En cada momento del día. Pero a la larga pasará. Como todo.
Azhar apagó el cigarrillo en un cenicero. Barbara bebió el resto de whisky irlandés. Podría haberse tomado otro, pero consideró aquel deseo una advertencia. Coger una curda no aclararía nada, y la necesidad de coger una curda era una buena señal de que algo en su interior necesitaba aclararse. Pero más tarde, pensó. Mañana. La semana que viene. El mes que viene. Dentro de un año. Esta noche, estaba demasiado agotada para explorar su psique con el fin de comprender por qué sentía lo que sentía.
Se levantó. Se estiró. Se encogió de dolor.
– Sí. Bueno -dijo a modo de conclusión-. Supongo que, si esperamos lo bastante, los problemas se solucionan por sí solos, ¿no?
– O mueren sin que los comprendamos -dijo Azhar. Suavizó sus palabras con su irresistible sonrisa. Era irónica, pero muy cálida, una ofrenda de amistad.
Barbara se preguntó por un momento si deseaba aceptar la ofrenda. Se preguntó si, en realidad, deseaba enfrentarse a lo desconocido y correr el peligro de romperse el corazón, aquel maldito órgano del que no había que fiarse. Después, comprendió que, aunque fuera un arbitro insidioso del comportamiento, su corazón ya estaba comprometido, desde el momento en que había conocido a la hija de Azhar. Al fin y al cabo, ¿qué había de terrorífico en añadir una persona más a la tripulación del barco en el que surcaba la vida?
Salieron juntos del salón y empezaron a subir la escalera en la oscuridad. No volvieron a hablar hasta que llegaron a la habitación de Barbara. Fue Azhar quien rompió el silencio.
– ¿Desayunarás con nosotros por la mañana, Barbara? Hadiyyah tiene muchas ganas. -Como ella no respondió al instante, mientras pensaba complacida en lo que significaría otro desayuno compartido con los asiáticos para la peculiar filosofía hospitalaria de Basil Treves, agregó-: Para mí también sería un placer.
Barbara sonrió.
– Con mucho gusto -dijo.
Y lo dijo en serio, pese a las complicaciones que aportaban a su presente, pese a la incertidumbre que aportaban a su futuro.
AGRADECIMIENTOS
Intentar escribir sobre la experiencia de los paquistaníes en Gran Bretaña, desde la perspectiva de una norteamericana, fue una tarea muy difícil que no habría podido iniciar, y mucho menos concluir, sin la colaboración de las siguientes personas.