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– ¿La familia aceptará que alguien me sustituya?

– ¿Qué clase de sustituto será?

– Alguien que haga de enlace entre ustedes, la familia y la comunidad, y los oficiales que llevan la investigación. ¿Lo aceptarán?

Y váyanse al infierno, añadió en silencio. Y mantengan a sus compadres a raya, en casa, presentes en sus puestos de trabajo, y fuera de la puta calle.

Azhar intercambió una mirada con su primo. Muhannad se encogió de hombros.

– Aceptamos -dijo Azhar poniéndose en pie-. Con la condición de que esa persona sea sustituida por usted si consideramos necesario rechazarla por parcial, ignorante o falaz.

Emily accedió a las condiciones, tras lo cual los dos hombres se marcharon. Se secó la cara con un pañuelo de papel, hasta hacerlo trizas contra la nuca. Después de eliminar los fragmentos de su piel húmeda, devolvió las llamadas. Habló con el superintendente.

Ahora, después de haber leído el informe de inteligencia sobre Muhannad Malik, apuntó el nombre de Taymullah Azhar y solicitó un informe similar sobre él.

Después, se colgó al hombro su bolsa y apagó las luces de la oficina. Haber llegado a un trato con los musulmanes le había costado tiempo. Y el tiempo era fundamental en una investigación de asesinato.

Barbara Havers encontró la comisaría de policía de Balford en Martello Road, una calle bordeada de edificios de ladrillo rojo que constituía otra ruta hacia el mar. La comisaría estaba alojada en un edificio Victoriano Con gabletes y numerosas chimeneas, que sin duda habría albergado en otro tiempo a una de las familias más importantes de la ciudad. Una antigua farola azul, cuya pantalla de cristal estaba embellecida con la palabra «Policía» en letras blancas, identificaba el uso actual del edificio.

Cuando Barbara frenó delante, los focos nocturnos se encendieron e iluminaron la fachada de la comisaría. Una figura femenina estaba saliendo por la puerta principal, y se detuvo para ajustar la correa de un voluminoso bolso. Hacía dieciocho meses que Barbara no veía a Emily Barlow, pero la reconoció al instante. La IJD, alta, vestida con una blusa de tirantes blanca y pantalones oscuros, tenía los hombros anchos y los bíceps bien definidos de la consumada triatleta que era. Aunque estuviera cerca de los cuarenta, su cuerpo se había parado en los veinte. En su presencia, pese a la distancia y la creciente oscuridad, Barbara se sintió como cuando habían seguido los cursos juntas: una candidata a la liposucción, un cambio de indumentaria y seis meses de trabajo intenso con un entrenador personal.

– ¿Em? -llamó Barbara en voz baja-. Hola. Algo me dijo que aún te encontraría en plena faena.

Cuando oyó la voz de Barbara, Emily alzó la cabeza con brusquedad, pero después de oír todo el saludo, se acercó a la acera.

– Santo Dios -dijo. ¿Eres Barb Havers? ¿Qué demonios estás haciendo en Balford?

¿Cómo se lo vendo?, pensó Barbara. Estoy siguiendo a un exótico paquistaní y a su hijita con la esperanza de mantenerles alejados del trullo. Oh, sí, seguro que la IJD Emily Barlow se tragaba aquel cuento chino.

– Estoy de vacaciones -dijo Barbara-. Acabo de llegar. Me enteré del caso por el periodicucho local. Vi tu nombre y pensé en venir a verte para que me explicaras la situación.

– Eso parecen las vacaciones de un conductor de autobús.

– No puedo abstraerme del trabajo. Ya sabes cómo soy.

Barbara buscó los cigarrillos en el bolso, pero recordó en el último momento que no sólo Emily no fumaba, sino que siempre se prestaba con entusiasmo a librar un par de asaltos con cualquiera que lo hiciera. Barbara renunció a los Players y sacó los chicles.

– Felicidades por el ascenso -añadió-. Joder, Em. Estás subiendo muy deprisa.

Dobló el chicle y lo introdujo en la boca.

– Puede que las felicitaciones sean prematuras. Si mi súper se sale con la suya, volveré a las calles. -Emily frunció el ceño-. ¿Qué te ha pasado en la cara, Barb? Tienes un aspecto espantoso.

Barbara tomó nota de quitarse las vendas en cuanto tuviera un espejo a mano.

– Olvidé agacharme. En mi último caso.

– Espero que él tenga peor aspecto. ¿Era un tío?

Barbara asintió.

– Está en el trullo por asesinato.

Emily sonrió.

– Vaya, es una excelente noticia.

– ¿Adónde vas?

La IJD trasladó el peso de su cuerpo y el de su bolsa y se pasó la mano por el pelo, con el ademán habitual que Barbara recordaba. Era negro como el azabache, teñido y cortado a la moda punk, y en otra mujer de su edad habría parecido absurdo. Pero no en Emily Barlow. Emily Barlow no hacía nada absurdo, ni con su apariencia ni con nada.

– Bien -dijo con franqueza-, tenía una cita con un caballero para unas cuantas horas discretas de luz de luna, romance y lo que suele seguir a la luz de la luna y el romance, pero si quieres que te diga la verdad, sus encantos ya no dan más de sí, y la cancelé. En un momento dado supe que empezaría a lloriquear por su mujer y sus hijos, y no estaba dispuesta a cogerle la manita durante otro ataque de culpa galopante.

La respuesta era típica de Emily. Hacía mucho tiempo que había relegado el sexo a una actividad aeróbica más.

– ¿Tienes tiempo para charlar? -preguntó Barbara-. Sobre lo que está pasando.

La inspectora vaciló. Barbara sabía que estaba meditando si la petición era correcta. Esperó, consciente de que Emily no accedería a nada que perjudicara al caso o a su cargo recién estrenado. Por fin, miró hacia el edificio del que acababa de salir y tomó una decisión.

– ¿Has cenado, Barb? -preguntó.

– En el Breakwater.

– Muy valiente por tu parte. Imagino tus arterias endureciéndose a cada segundo que pasa. Bien, no he probado bocado desde el desayuno y me voy a casa. Acompáñame. Hablaremos mientras ceno.

No iban a necesitar el coche, añadió cuando Barbara buscó las llaves en su bolso deformado. Emily vivía en lo alto de la calle, donde Martello Road se transformaba en Crescent.

Tardaron menos de cinco minutos en llegar andando, al paso rápido que Emily impuso. Su casa se alzaba casi al final de Crescent. Era la última de una hilera de nueve viviendas que parecían estar en diversas fases de renovación o decadencia. La de Emily pertenecía al último grupo. Tres pisos de andamios la cubrían.

– Tendrás que perdonar el desorden. -Emily subió los ocho peldaños frontales agrietados, hasta llegar a un porche poco profundo, cuyas paredes eran de losas eduardianas astilladas-. Quedará de maravilla cuando esté terminado, pero ahora el principal problema es encontrar tiempo para trabajar en él. -Abrió con el hombro una puerta principal cuya pintura estaba descascarillada-. Por aquí -indicó, y se internó por un asfixiante pasillo que olía a serrín y trementina-. Es la única parte que he conseguido mantener en condiciones mínimamente habitables.

Si Barbara había abrigado alguna esperanza de pasar la noche en casa de Emily, la enterró cuando vio qué era «por aquí». Daba la impresión de que Emily vivía en una cocina sin ventilación. Una habitación del tamaño de un aparador, que contenía una nevera, un camping gas, el fregadero y encimeras de rigor. Además de estos aditamentos, típicos de una cocina, embutidas en la estancia había una cama plegable, una mesa, dos sillas plegables de metal y una bañera antigua, de las que se utilizaban en los tiempos anteriores a los sistemas de cañerías actuales. Barbara no quiso preguntar dónde estaba el retrete.

Una sola bombilla desnuda que colgaba del techo proporcionaba iluminación, si bien una linterna y un ejemplar de Breve historia del tiempo, al lado de la cama, indicaban que Emily se distraía leyendo (si es que la astrofísica podía calificarse de lectura distraída) en la cama. La cama consistía en un saco de dormir y una almohada rolliza, cuya funda estaba decorada con Snoopy y Woodstock volando en la Primera Guerra Mundial sobre los campos de Francia.