Atravesó la ciudad y giró a la izquierda, paralelo a la costa. Se intuía otro día caluroso, y bajó el cristal de la ventanilla para aspirar el balsámico aire salado. Se abandonó al solaz de la mañana y pugnó por olvidar las dificultades que afrontaba. Por un momento se permitió el lujo de fingir que todo iba bien.
Con este estado de ánimo, Ian tomó la curva que se adentraba en la carretera de Nez Park. La caseta del guardia, situada a la entrada del promontorio, estaba desierta a aquella hora de la mañana, sin portero que reclamara sesenta peniques por el privilegio de pasear por la cumbre del acantilado. El coche traqueteó sobre el terreno sembrado de baches, en dirección al aparcamiento del parque, colgado sobre el mar.
Fue entonces cuando vio el Nissan, un vehículo solitario bajo el sol de la mañana, a escasos metros de los postes que marcaban los límites del aparcamiento. Ian avanzó hacia él, mientras evitaba como podía los baches. Con la mente concentrada en el paseo, la presencia del Nissan no le sugirió nada, hasta que vio una puerta abierta, y su capó y techo perlados de rocío, que el calor incipiente del día aún no había evaporado.
Ian frunció el ceño. Tamborileó con los dedos sobre el volante del Morris y pensó en la inquietante relación existente entre la cumbre de un acantilado y un coche abandonado con una puerta abierta. Cuando advirtió la dirección que empezaban a tomar sus pensamientos, estuvo a punto de volver a casa, pero la curiosidad se impuso. Avanzó hasta colocarse al lado del Nissan.
– Buenos días -dijo jovialmente por la ventanilla abierta-. ¿Necesitan ayuda?
Formuló la pregunta por si alguien estaba dormitando en el asiento trasero. Observó que la guantera colgaba abierta, y que su contenido estaba esparcido por el suelo.
Extrajo una rápida conclusión: alguien había buscado algo. Bajó del Morris y metió la cabeza dentro del Nissan para ver mejor.
El registro había sido meticuloso. Los asientos delanteros estaban acuchillados, y el asiento trasero no sólo estaba destripado, sino echado hacia adelante, como si hubiesen buscado algo escondido detrás. Daba la impresión de que habían arrancado los paneles laterales de las puertas, para luego volver a encajarlos de cualquier manera. La consola entre los asientos estaba abierta, y el forro del techo colgaba destrozado.
Ian alteró su anterior deducción con celeridad. Drogas, pensó. Los puertos de Parkeston y Harwich no se encontraban muy lejos. Cada día llegaban docenas de camiones, coches y enormes contenedores a bordo de los transbordadores. Procedían de Suecia, Holanda y Alemania, y el astuto contrabandista que lograra burlar a los aduaneros tendría la sensatez de dirigirse a un lugar aislado, como el Nez, antes de recuperar su cargamento. El coche estaba abandonado, concluyó Ian, después de haber servido a su propósito. Daría su paseo, y después telefonearía a la policía.
Su perspicacia le procuró una satisfacción infantil. Divertido por su primera reacción al ver el coche, sacó las botas del maletero del Morris y se las embutió. Lanzó una risita al pensar en el alma desesperada que intentara poner fin a sus cuitas en aquel lugar concreto. Todo el mundo sabía que el borde del acantilado del Nez era muy frágil. Un suicida en potencia que deseara sumirse en la nada tenía muchos números para acabar resbalando por la tierra quebradiza, la grava y el lodo hasta caer a la playa, mientras la ladera del acantilado se desmoronaba bajo su peso como un montón de polvo. Podría romperse una pierna, sin duda, pero ¿terminar con su vida? Difícil. Nadie iba a morir en el Nez.
Ian bajó la tapa del maletero del Morris. Cerró con llave la puerta y palmeó el techo del vehículo.
– Buen trasto -dijo.
El hecho de que el motor aún se encendiera por la mañana era un milagro que la naturaleza supersticiosa de Ian le impulsaba a alentar.
Recogió cinco papeles caídos en el suelo al lado del Nissan y los depositó en el interior de la guantera, de donde sin duda habían salido. Cerró la puerta y pensó: No hay que ser desaliñado. Se acercó a los empinados escalones de hormigón que descendían hasta la playa.
Se detuvo antes de bajar. Incluso a esa hora, el cielo era una cúpula de un azul rutilante, libre de nubes, y la calma del verano reinaba sobre la superficie del mar del Norte. Un banco de niebla se extendía como un rollo de algodón en rama hacia el horizonte, y servía de telón de fondo para un barco pesquero (a unos dos kilómetros de la costa), el cual resoplaba en dirección a Clacton. Estaba rodeado por una bandada de gaviotas, al igual que los mosquitos rodean la fruta. Ian vio que otras gaviotas volaban a lo largo de la orilla y a la altura de los acantilados. Venían en su dirección desde el norte, desde Harwich, cuyas grúas podía vislumbrar incluso desde aquella distancia, al otro lado de la bahía de Pennyhole.
Pensó en las aves como en un comité de bienvenida, hasta tal punto parecía él su objetivo. De hecho, se acercaban con tal determinación que se descubrió dando algo más que una pasajera consideración al relato de Du Maurier, a la película de Hitchcock y al tormento avícola de Tippi Hedren. Ya estaba pensando en iniciar una veloz retirada (o al menos hacer algo para proteger su cabeza), cuando las aves, como un todo homogéneo, describieron un arco y se lanzaron hacia una estructura que se alzaba en la playa. Se trataba de un nido de ametralladoras, una casamata de hormigón construida durante la Segunda Guerra Mundial y desde la cual tropas inglesas habían esperado defender el país de la invasión nazi. Originalmente la estructura se hallaba en lo alto del Nez, pero como el tiempo y el mar habían ido desmenuzando la ladera del acantilado, ahora descansaba sobre la arena.
Ian vio que otras gaviotas ya estaban bailando con sus patas palmeadas sobre el tejado de la casamata. Más aves entraban y salían por una abertura hexagonal practicada en el mismo tejado, donde tantos años antes se había instalado una ametralladora. Graznaban y cotorreaban como si estuvieran hablando, y su mensaje parecía pasar de manera telepática a las aves que había mar adentro, pues abandonaron al barco de pesca y se dirigieron hacia tierra.
Aquello recordó a Ian una escena que había presenciado de niño en una playa cerca de Dover. Un perro grande y ladrador había sido atraído hacia el mar por una bandada de aves similares. El animal jugaba a perseguirlas, pero ellas se lo habían tomado muy en serio, y se internaron en el mar sin parar de describir círculos, hasta que el pobre perro se encontró a medio kilómetro de la orilla. Ni gritos ni imprecaciones habían conseguido que regresara, y nadie había logrado controlar a las aves. Si no hubiera visto a las gaviotas jugueteando con las menguantes fuerzas del perro (volando en círculos sobre su cabeza, justo fuera de su alcance, graznando, acercándose para luego alejarse en un abrir y cerrar de ojos), Ian nunca hubiera considerado razonable suponer que las aves eran criaturas provistas de intenciones asesinas. Pero aquel día lo vio, y lo creía desde entonces. Siempre procuraba mantenerse a una prudente distancia de ellas.
Pensó en aquel desdichado perro. Era evidente que las gaviotas estaban jugando con algo, y fuera lo que fuera estaba dentro de la casamata. Era preciso hacer algo.
Ian bajó los peldaños. «¡Fuera de ahí!», gritó, al tiempo que agitaba los brazos, pero no logró ahuyentar a las gaviotas que daban saltitos sobre el techo de hormigón manchado de guano y agitaban las alas de forma ominosa. Él no iba a rendirse tan fácilmente. Aquellas lejanas gaviotas de Dover habían acabado con su perseguidor canino, pero las gaviotas de Balford no iban a acabar con Ian Armstrong.
Corrió en su dirección. La fortificación se encontraba a unos veinticinco metros del pie de la escalinata, y adquirió una buena velocidad en aquella distancia. Se abalanzó sobre las aves entre chillidos y sin dejar de mover los brazos, y tuvo la satisfacción de ver que sus esfuerzos daban fruto. Las gaviotas remontaron el vuelo y lo dejaron solo con la casamata y lo que estuvieran investigando en su interior.