Era el habitáculo más extraño que Barbara hubiera podido imaginar para la Emily Barlow que había conocido en Maidstone. De haber tenido tiempo para imaginar la morada de una IJD, habría sido algo sencillo y moderno, con énfasis en el cristal, el metal y la piedra. Dio la impresión de que Emily leía sus pensamientos, porque dejó caer su bolsa sobre la encimera y se apoyó contra ella con las manos en los bolsillos.
– Distrae mi mente del trabajo -dijo-. Eso, y echar un polvo periódicamente con algún tipo entusiasta, es lo que me mantiene cuerda. -Ladeó la cabeza-. Aún no te lo he preguntado. ¿Cómo está tu madre, Barb?
– ¿Hablando de cordura…, o de todo lo contrario?
– Lo siento. No me fijé en la relación.
– No te disculpes. No me ha molestado.
– ¿Aún vive contigo?
– No lo pude aguantar.
Barbara resumió los detalles a su amiga, con las sensaciones habituales de cuando revelaba de mala gana que había confinado a su madre en una residencia particular: culpabilidad, ingratitud, egoísmo, crueldad. Daba igual que su madre estuviera en mejores manos que cuando vivía con Barbara. Aún era su madre. La deuda del nacimiento siempre pendería entre ellas, pese a que ningún hijo piensa jamás en satisfacerla.
– Debió ser duro -dijo Emily cuando Barbara terminó-. No te habrá resultado fácil tomar la decisión.
– No, pero aún siento la sensación de que debo pagar.
– ¿Por qué?
– No sé. Por la vida, supongo.
Emily asintió lentamente. Daba la impresión de estar examinando a Barbara, y bajo ese escrutinio, Barbara notó que la piel le picaba debajo de los vendajes. Hacía un calor asfixiante en la habitación, y aunque la única ventana estaba abierta (y pintada de negro por algún motivo), ni siquiera la promesa de una débil brisa entraba por la ventana.
Emily se reanimó de repente.
– A cenar -dijo. Fue a la nevera, se acuclilló delante de ella y sacó un recipiente lleno de yogur. Cogió un cuenco grande de una alacena y dejó caer en su interior tres enormes cucharadas de yogur. Alcanzó un paquete de muesli-. Qué calor -dijo, mientras se pasaba los dedos por el pelo-. Dios Todopoderoso. Qué mierda de calor.
Abrió el paquete con los dientes.
– El peor tiempo para una investigación policial -dijo Barbara-. Nadie tiene paciencia para nada. Los ánimos se excitan.
– Cuéntamelo a mí -admitió Emily-. No he hecho gran cosa en los dos últimos días, aparte de intentar impedir que los asiáticos quemen la ciudad y mi jefe me sustituya por su compañero de golf.
Barbara se alegró de que su compañera le diera la excusa.
– La manifestación de hoy ha salido en la ITV. ¿Lo sabías?
– Oh, sí. -Emily vertió medio paquete de muesli sobre el yogur y lo revolvió todo con la cuchara, antes de coger un plátano que había en un frutero, sobre la encimera-. Una horda de asiáticos interrumpió un pleno municipal, aullando como hombres lobo sobre sus libertades civiles. Uno de ellos avisó a los medios, y cuando una cámara apareció, empezaron a arrancar pedazos de hormigón. Han importado forasteros para colaborar en la causa. Y a Ferguson, mi jefe, le ha dado por llamarme cada dos por tres para explicarme cómo hacer mi trabajo.
– ¿Cuál es la preocupación principal de los asiáticos?
– Depende de con quién hables. Tienen la intención de sacar a la luz pública todo lo que puedan: una coartada, falta de entusiasmo por parte de la policía local, una conspiración del DIC o el inicio de una limpieza étnica. Tú eliges.
Barbara se sentó en una de las dos sillas metálicas.
– ¿Cuál se acerca más a la verdad?
Emily la traspasó con la mirada.
– Brillante, Barb. Ya hablas como ellos.
– Lo siento. No quería sugerir…
– Olvídalo. Todo el puto mundo se me ha subido a las barbas. ¿Por qué no tú también? -Emily sacó un cuchillo pequeño de un cajón, que utilizó para cortar el plátano y añadir los trozos a la mezcla de yogur y muesli-. Ésta es la situación. Intento limitar las filtraciones al mínimo. La situación es muy delicada, y si no voy con cuidado sobre quién sabe qué y cuándo, hay un cañón suelto en la ciudad que empezará a disparar de un momento a otro.
– ¿Quién es?
– Un musulmán. Muhannad Malik.
Emily explicó la relación de éste con el fallecido, así como la importancia de la familia Malik, y por tanto del propio Muhannad, en Balford-le-Nez. Su padre, Akram, había llegado a la ciudad con su familia once años antes, con el sueño de fundar su propio negocio. Al contrario que muchos inmigrantes asiáticos, que se conformaban con restaurantes, mercados, lavanderías o gasolineras, cuando Akram Malik soñaba, soñaba a lo grande. Dedujo que en una parte deprimida del país, no sólo sería bienvenido como garantía de futuros empleos, sino que tal vez podría dejar su impronta. Sus inicios fueron humildes, fabricando mostaza en la trastienda de una diminuta panadería de Oíd Pier Street. Terminó con toda una fábrica en la parte norte de la ciudad. Allí se fabricaba de todo, desde mermeladas sabrosas a vinagretas.
– Malik's Mustards and Assorted Accompaniments -concluyó Emily-. Otros asiáticos le siguieron hasta aquí. Algunos son parientes, otros no. Ahora forman una comunidad en constante crecimiento. Con todos los dolores de cabeza interraciales inherentes.
– ¿Muhannad es uno de ellos?
– Un plasta. Estoy hasta el cuello de mierda política por culpa de ese capullo.
Cogió un melocotón y empezó a cortarlo, dejando caer los pedazos a lo largo del borde del cuenco. Barbara la miraba, mientras pensaba en su cena antidietética, y consiguió reprimir su sentimiento de culpa.
Emily le informó que Muhannad era el activista político de Balford-le-Nez que dedicaba gran fervor a la causa de la igualdad de derechos y el trato justo para todo su pueblo. Había fundado una organización cuyo propósito teórico era el apoyo, la hermandad y la solidaridad entre los jóvenes asiáticos, pero se ponía como una moto en lo tocante a cualquier cosa que pudiera sugerir remotamente un incidente racial. Cualquiera que molestara a un asiático se encontraba al poco tiempo cara a cara con una o más némesis, cuya identidad las víctimas nunca conseguían recordar.
– Nadie es capaz de movilizar a la comunidad asiática como Malik -dijo Emily-. Me está pisando los talones desde que encontraron el cadáver de Querashi, y me los seguirá pisando hasta que detenga a alguien. Además de ocuparme de él y de ocuparme de Ferguson, he de sacar tiempo para dirigir la investigación.
– Eso es difícil -dijo Barbara.
– Es una mierda.
Emily arrojó el cuchillo al fregadero y llevó su cena a la mesa.
– Hablé con una chica del pueblo en el Breakwater -dijo Barbara, mientras Emily iba a la nevera y sacaba dos latas de Heineken. Pasó una a Barbara y abrió la suya. Se sentó con movimientos atléticos inconscientes y naturales, pasando una pierna por encima del asiento de la silla en lugar de acomodarse con estudiada gracia femenina-. Corren rumores de que Querashi tuvo un percance con drogas. Ya sabes a qué me refiero: ingirió heroína antes de salir de Pakistán.
Emily tomó una cucharada de su pócima. Se pasó la lata de cerveza por la frente, perlada de sudor.
– Toxicología aún no ha dicho la última palabra sobre Querashi. Puede que haya alguna relación con drogas. Con tantos puertos cercanos, conviene tenerlo presente. Pero las drogas no le mataron, si estabas pensando en eso.
– ¿Sabes cuál fue la causa?
– Oh, sí. Lo sé.
– Entonces, ¿por qué te comportas con tanto sigilo? Leí que aún se ignora la causa de la muerte, de modo que ni siquiera está claro que se trate de un asesinato. ¿Es así?