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Emily bebió un poco de cerveza y miró a Barbara con cautela.

– ¿Hasta qué punto estás de vacaciones, Barb?

– Sé morderme la lengua, si me estás pidiendo eso.

– ¿Y si te pido más?

– ¿Necesitas mi ayuda?

Emily había recogido más yogur con la cuchara, pero lo dejó caer en el cuenco y meditó antes de contestar poco a poco.

– Es posible.

Esto era más de lo que esperaba, pensó Barbara. Se precipitó sobre la oportunidad que la inspectora le estaba ofreciendo sin saberlo.

– Pues ya la tienes. ¿Por qué no soltáis prenda? Si no fueron drogas, ¿estuvo la muerte relacionada con el sexo? ¿Suicidio? ¿Accidente? ¿Qué está pasando?

– Asesinato -dijo Emily.

– Ah. Y cuando corra la voz, los asiáticos invadirán las calles de nuevo.

– La voz ya ha corrido. Se lo dije a los paquistaníes esta tarde.

– Y respirarán, mearán y dormirán por nosotros a partir de ahora.

– ¿Es un asesinato racial, pues?

– Aún no lo sabemos.

– Pero ¿sabéis cómo murió?

– Lo supimos en cuanto le echamos un vistazo, pero quiero ocultarlo a los asiáticos el máximo tiempo posible.

– ¿Por qué? Si ya saben que fue un asesinato…

– Porque esta clase de asesinato sugiere lo que están afirmando.

– ¿Un incidente racial? -Emily asintió-. ¿Cómo? Quiero decir, ¿cómo supiste que era un asesinato racial con sólo ver el cadáver? ¿Habían dejado marcas en él, cruces gamadas o algo por el estilo?

– No.

– ¿Dejaron la tarjeta de visita del Frente Nacional en el lugar de los hechos?

– Tampoco.

– Entonces, ¿por qué llegaste a la conclusión…?

– Presentaba contusiones muy graves. Y tenía el cuello roto, Barb.

– Uf. Puta mierda.

Las palabras de Barbara eran reverentes. Recordaba lo que había leído. Habían encontrado el cadáver de Querashi dentro de un nido de ametralladoras situado en la playa. Esto sugería una emboscada. Si se le sumaba la paliza, cabía interpretar que la muerte era debida a motivos raciales. Porque los asesinatos premeditados, a menos que fueran precedidos por las torturas típicas de los asesinatos múltiples, solían ser rápidos, pues el objetivo era la muerte. Por otra parte, un cuello roto sugería que el asesino había sido un hombre. Ninguna mujer normal tendría la fuerza suficiente para romper el cuello de un hombre.

Mientras Barbara pensaba en estos puntos, Emily se acercó a la encimera para coger su bolsa de lona. Apartó el plato y extrajo tres carpetas de papel manila. Abrió la primera, la dejó a un lado y abrió la segunda. Contenía una serie de fotografías reveladas en brillo. Escogió unas cuantas y las pasó a Barbara.

Las fotografías plasmaban el cadáver tal como estaba la mañana en que fue descubierto. La primera foto se concentraba en su cara, y Barbara vio que estaba casi tan machacada como la suya. La mejilla derecha presentaba una fuerte contusión, y una ceja estaba partida. Otras dos fotografías mostraban sus manos. Las dos tenían cortes y rasguños, como si las hubiera alzado para protegerse.

Barbara pensó en lo que implicaban las fotografías. El estado de la mejilla derecha sugería un atacante zurdo, pero la herida de la frente estaba en la parte izquierda, lo cual sugería que el asesino era ambidextro, o bien tenía un cómplice.

Emily le tendió otra fotografía.

– ¿Conoces el Nez? -preguntó.

– Hace años que no he estado -contestó Barbara-, pero me acuerdo de los acantilados. Un cafetucho. Una torre de vigilancia antigua.

La otra foto era una toma aérea. Incluía el nido de ametralladoras, el acantilado que se alzaba sobre él, la torre de vigilancia, el café en forma de L. Un aparcamiento al sudeste del café albergaba vehículos policiales que rodeaban un monovolumen. Pero Barbara tomó nota de lo que faltaba en la foto, lo que habría estado alzado sobre el aparcamiento, iluminándolo después del anochecer.

– Em -dijo-, ¿no hay luces en el Nez, en lo alto del acantilado? ¿No hay? -Levantó la vista y descubrió que Emily la estaba mirando, con una ceja arqueada para confirmar sus suposiciones-. Joder, no hay, ¿verdad? Y si no hay luces… -Barbara volvió a examinar la foto, a la que formuló la siguiente pregunta-. Entonces, ¿qué cojones estaba haciendo Haytham Querashi en el Nez y a oscuras?

Levantó la cabeza una vez más y vio que Emily la saludaba con su Heineken.

– Ésa es la pregunta, sargento Havers -dijo, y se llevó la cerveza a la boca.

Capítulo 4

– ¿Quiere que la ayude a acostarse, señora Shaw? Son más de las diez, y el doctor me encargó que velara por su descanso.

La voz de Mary Ellis se aflautaba cuando utilizaba aquel tono recatado que le daban ganas a Agatha Shaw de arrancarle los ojos. No obstante, logró reprimirse, y se volvió poco a poco. Había estado examinando los tres caballetes que Theo le había preparado en la biblioteca. Sobre ellos descansaban representaciones de Balford-le-Nez en el pasado, el presente y el futuro. Los había estudiado durante la última media hora, como medio de controlar la rabia que sentía desde que su nieto le había informado de que su pleno municipal, planificado con tanto cuidado y convocado especialmente, se había ido al garete. Hasta el momento había sido una noche de rabia estupenda, y su ira había ido en aumento durante la cena, a medida que Theo describía paso a paso la reunión y su interrupción.

– Mary -dijo-, ¿tengo aspecto de qué necesite ser tratada como una chica de anuncio por senilidad terminal?

Mary reflexionó sobre la pregunta con una concentración que arrugó su cara cubierta de lunares.

– ¿Perdón? -dijo, y se secó las manos en los costados de su falda. La falda era de algodón, de un color azul pálido y anémico. Sus palmas dejaron manchas de humedad sobre la tela.

– Soy consciente de la hora -aclaró Agatha-. Y cuando esté dispuesta a retirarme, te llamaré.

– Pero es que son casi las diez y media, señora Shaw…

La voz de Mary enmudeció, y sus dientes mordieron el labio inferior, como transmitiendo el resto del comentario.

Agatha lo sabía. Detestaba que la manipularan. Se dio cuenta de que la muchacha quería marcharse, sin duda con la intención de permitir que algún gamberro con la cara también llena de granos accediera a sus dudosos encantos, pero el hecho de que no dijera lo que pensaba le dio ganas de atormentarla un poco más. Era culpa de la chica. Tenía diecinueve años, edad suficiente para expresarse sin ambages. A su edad, Agatha ya llevaba un año enrolada en el servicio femenino de la marina y había perdido al único hombre que amó en su vida en un bombardeo sobre Berlín. En aquellos tiempos, si una mujer era incapaz de decir lo que pensaba, existían muchas posibilidades de que no pudiera volver a intentarlo. Porque existían muchísimas posibilidades de que no hubiera una próxima vez.

– ¿Sí? -la alentó Agatha con tono plácido-. Y como son casi las diez y media, Mary…

– Pensé… si querría… Es que sólo he de quedarme hasta las nueve. Lo acordamos, usted y yo, ¿verdad?

Agatha esperó más. Mary se retorció, como si un ciempiés le estuviera subiendo por el muslo.

– Es que… Como se está haciendo tarde…

Agatha enarcó una ceja.

Mary cayó derrotada.

– Llámeme cuando esté preparada, señora.

Agatha sonrió.

– Gracias, Mary. Lo haré.

Volvió a su contemplación de los caballetes, mientras Mary Ellis desaparecía en las entrañas de la casa. En el primero, Balford-le-Nez en el pasado estaba representado por siete fotografías tomadas a lo largo del período de cincuenta años que marcó su apogeo como centro de vacaciones popular, entre 1880 y 1930. En el centro de las fotos había una ampliación del primer amor de Agatha, el parque de atracciones, y como pétalos de aquel carpelo surgían otras fotos de otros lugares que habían atraído a los visitantes en el pasado. Casetas de baño portátiles alineadas a lo largo de Princes Beach; mujeres provistas de parasoles que paseaban por una concurrida High Street; curiosos agrupados ante el extremo exterior de una red que un barco langostero estaba depositando sobre la playa. Aquí estaba el famoso hotel Pier End, y allí la distinguida terraza eduardiana que dominaba el Paseo Marítimo de Balford.