Malditos aceitunos, pensó Agatha. De no ser por ellos y sus arrogantes exigencias de que todo Balford les lama el trasero porque uno de su raza ha recibido su merecido… De no ser por ellos, Balford-le-Nez estaría un paso más cerca de convertirse en la playa de moda que había sido en otro tiempo, y que volvería a ser. ¿De qué protestaban los paquis? ¿De qué se habían lamentado ante el pleno municipal, destruyendo sus planes?
– Para ellos, es una cuestión de libertades civiles -había dicho Theo durante la cena, como si el maldito idiota les estuviera dando la razón.
– Tal vez tendrías la bondad de explicarme eso -había pedido Agatha a su nieto.
Lo dijo con voz glacial. Notó al instante la expresión de incomodidad que apareció en la cara de Theo. Era demasiado sentimental para el gusto de Agatha. Su creencia en el juego limpio, la igualdad de los hombres y el derecho de cualquiera a la justicia no eran atributos que hubiera heredado de ella, desde luego. Sabía lo que había querido decir con la frase «una cuestión de libertades civiles», pero quería obligarle a explicarla. Lo quería porque tenía ganas de pelearse. Ansiaba un buen combate cuerpo a cuerpo, y si no podía lograrlo en su estado actual, atrapada en el interior de un cuerpo que amenazaba con fallarle en cualquier momento, se conformaría con una disputa verbal. Una buena discusión era mejor que nada.
Theo no aceptó su desafío, y tras reflexionar, Agatha tuvo que admitir que su negativa quizá podía interpretarse como un signo positivo. Necesitaba endurecerse si iba a encargarse del timón de Empresas Shaw después de su muerte. Tal vez su piel se estaba endureciendo ya.
– Los asiáticos no confían en la policía -dijo Theo-. Creen que no reciben el mismo trato que los blancos. Quieren que la ciudad no piense en otra cosa que en la investigación, para presionar al DIC.
– Me parece que si desean ser tratados con equidad, lo cual debe significar que desean ser tratados como sus conciudadanos ingleses, deberían pensar en actuar por una vez como sus conciudadanos ingleses.
– Los blancos han convocado montones de manifestaciones durante muchos años -dijo Theo-. Los disturbios contra los impuestos, las protestas contra los deportes sangrientos, el movimiento contra…
– No estoy hablando de manifestaciones -interrumpió Agatha-. Estoy hablando de ser tratados como ingleses cuando decidan comportarse como ingleses. Y vestirse como ingleses. Y venerar lo inglés. Y educar a sus hijos como ingleses. Si un individuo decide emigrar a otro país, no debería esperar que el país se pliegue a sus caprichos, Theodore. Te aseguro que les habría dicho esto, si hubiera estado en el pleno municipal en tu lugar.
Su nieto dobló la servilleta con gran precisión y la dejó perpendicular al borde de la mesa, como Agatha le había enseñado.
– No me cabe duda, abuela -dijo con ironía-. Y luego te hubieras lanzado de cabeza en pleno tumulto y golpeado algunas cabezas con tu bastón.
Empujó la silla hacia atrás y se acercó a la suya. Apoyó una mano sobre su hombro y la besó en la frente.
Agatha le apartó, irritada.
– Déjate de tonterías. Además, Mary Ellis aún ha de traer el queso.
– No quiero esta noche. -Theo se encaminó hacia la puerta-. Iré a buscar los bocetos al coche.
Cosa que había hecho, y ahora estaba de pie ante él. El Balford-le-Nez del presente estaba plasmado en toda su decrepitud en el caballete centraclass="underline" los edificios abandonados de la fachada marítima, con ventanas tapiadas y arquitrabes de madera cuya pintura se descascarillaba como piel quemada por el sol; la moribunda High Street, donde cada año cerraba sus puertas por última vez una tienda; la mugrienta piscina cubierta, cuyo hedor a moho y madera podrida no podía ser captado por la lente de una cámara. Y al igual que en el boceto del Balford del pasado, entre las fotos del Balford presente había una del parque de atracciones, que Agatha había adquirido, que Agatha había renovado, que Agatha Shaw había restaurado y rejuvenecido, como un dios que insuflara vida en su Adán personal, para convertir el puerto recreativo en una promesa muda a la ciudad costera donde Agatha había pasado su vida.
El Balford del futuro debía dar un significado a esa vida y a su inminente finaclass="underline" hoteles reamueblados, negocios atraídos hacia la costa por la garantía de alquileres de terrenos bajos y caseros comprometidos con la reurbanización y la restauración, edificios ennoblecidos, parques replantados (y parques grandes, no pedazos de hierba del tamaño de un sobre, que algunas personas dedicaban a madres asiáticas de nombres impronunciables) y atracciones añadidas a la fachada marítima. Había planes para un centro recreativo, para una piscina cubierta remozada, para pistas de tenis y squash, para un nuevo campo de criquet. Era el Balford-le-Nez posible, y por este objetivo luchaba Agatha Shaw, en busca de una pizca de inmortalidad.
Había perdido a sus padres durante los bombardeos alemanes. Había perdido a su marido a los treinta y ocho años. Había perdido a tres de sus hijos por carreras que les habían alejado a distintas partes del globo, y a un cuarto en un accidente de coche a manos de una esposa escandinava de carácter débil. Muy pronto había aprendido que la mujer prudente albergaba expectativas humildes y se guarda sus sueños para ella, pero en los años finales de su vida se había descubierto tan cansada de la sumisión a la voluntad del Todopoderoso como ansiosa por rebelarse contra esa voluntad. Había abrazado su última causa como un guerrero, y estaba decidida a librar la batalla hasta el final.
Nada iba a detener el proyecto, y mucho menos la muerte de un extranjero al que no conocía, pero necesitaba que Theo fuera su mano derecha. Necesitaba que Theo fuera perspicaz y fuerte. Le quería insondable e invencible, y lo último que necesitaban sus planes para Balford era el apoyo tácito de su nieto al descarrilamiento de dichos planes.
Aferró su bastón de tres puntas con tal fuerza que su brazo tembló. Se concentró tal como le había enseñado su terapeuta. Era de una crueldad indecible tener que decir con anterioridad a cada pierna lo que debía hacer. Ella, que había montado a caballo, jugado al tenis, al golf, pescado y navegado, no tenía otro remedio que decir: «Primero la izquierda, después la derecha. Ahora la izquierda, luego la derecha», sólo para llegar a la puerta de la biblioteca. Apretaba los dientes cada vez que pronunciaba las palabras. De haber tenido paciencia para cuidar perros, de haber poseído un fiel y afectuoso perrito galés, y de haber podido llevar a cabo el esfuerzo requerido, habría pateado al animal de pura frustración.
Encontró a Theo en la sala de estar que antes se utilizaba por las mañanas. Hacía tiempo que la había convertido en su guarida, y para ello la equipó con un televisor, una cadena estéreo, libros, muebles viejos y cómodos y un ordenador personal, mediante el cual se comunicaba con los desarraigados sociales del mundo que compartían su pasión particular: la paleontología. Agatha lo consideraba una excusa de adulto para revolcarse en el barro. Pero para Theo era una vocación a la que se entregaba con la dedicación que la mayoría de los hombres reservaban para perseguir órganos genitales femeninos. De día o de noche, tanto le daba a Theo. Cuando tenía una hora libre, partía en dirección al Nez, donde los acantilados erosionados habían vomitado dudosos tesoros desde que el mar roía la tierra.
Aquella noche no estaba sentado ante el ordenador. Tampoco estaba utilizando su lupa para estudiar un fragmento de piedra deforme («Es un diente de rinoceronte, abuela», decía con paciencia) rapiñado en los acantilados. Estaba hablando por teléfono en voz baja y apresurada, vertiendo frases a toda prisa en el oído de alguien que, al parecer, no quería escucharle.