Captó las palabras «Por favor. Por favor. Escúchame», antes de que él se volviera hacia la puerta y, al verla, colgara el receptor como si no hubiera nadie al otro extremo de la línea.
Agatha le estudió. La noche era casi tan sofocante como había sido el día, y dado que la sala estaba situada en el lado oeste de la casa, había padecido el calor del sol durante mucho más rato. Por lo tanto, existía al menos una explicación para el hecho de que Theo tuviera la cara congestionada y su piel blanca presentara un aspecto húmedo y grasiento. Pero la otra explicación, supuso, estaba sentada en algún sitio con un teléfono silencioso en su palma húmeda, preguntándose sin duda por qué el «Escúchame» había concluido la conversación, en lugar de alargarla.
Las ventanas estaban abiertas, pero la sala era inhabitable. Hasta las paredes parecían tener ganas de sudar a través de su papel William Morris antiguo. La confusión de revistas, periódicos, libros y, sobre todo, la confusión de piedras («No, abuela, sólo parecen piedras. En realidad, son dientes y huesos, y fíjate en esto, es un fragmento de colmillo de mamut», diría Theo) conseguía que la sala fuera aún más insoportable, como si elevaran su temperatura otros diez grados. Y, pese al esmero con que su nieto las limpiaba, impregnaban el aire de un fecundo olor a tierra muy inquietante.
Theo se alejó del teléfono en dirección a la gran mesa de roble. Estaba cubierta por una fina capa de polvo, porque no permitía que Mary Ellis aplicara un paño a su superficie y desordenara los fósiles que había agrupado en bandejas de madera individuales. Había una vieja butaca con respaldo en forma de globo delante de la mesa. La giró hacia ella.
Comprendió que le estaba facilitando un asiento, bien a su alcance, para que no tuviera que andar demasiado. Le entraron ganas de pellizcarle los lóbulos de las orejas hasta que aullara de dolor. No estaba dispuesta a ir a la tumba, pese a que ya estuviera cavada, y podía pasar perfectamente sin gestos cariñosos reveladores de que los demás anticipaban su fallecimiento inminente. Decidió permanecer de pie.
– ¿Y el resultado final? -preguntó, como si su conversación no se hubiera interrumpido.
Theo enarcó las cejas. Utilizó su dedo índice engarfiado para secar el sudor de su frente. Desvió la vista hacia el teléfono, y luego la miró.
– No me interesa en absoluto tu vida amorosa, Theodore. No tardarás en averiguar que es un oxímoron. Rezo cada noche para que desarrolles la presencia de ánimo suficiente para no dejarte arrastrar por la nariz o por el pene. Por lo demás, lo que hagas en tus ratos libres es una cuestión entre tú y quienquiera que comparta el goce momentáneo de experimentar la fusión de vuestros fluidos corporales. Aunque con este calor, el que alguien pueda pensar en el coito…
– Abuela…
El rostro de Theo estaba colorado.
Dios mío, pensó Agatha. Tiene veintiséis años y la madurez sexual de un adolescente. Imaginó con un estremecimiento cómo sería recibir sus febriles achuchones. Al menos, su abuelo (pese a todos sus defectos, uno de los cuales fue caer fulminado a la edad de cuarenta y dos años) sabía cómo tomar a una mujer y rematar la faena. Un cuarto de hora era todo cuanto necesitaba Lewis, y en noches muy afortunadas para ella, ejecutaba el acto en menos de diez minutos. Agatha consideraba el coito un requisito medicinal del matrimonio: para conservar la salud, era necesario que todos los jugos corporales fluyeran.
– ¿Qué nos prometieron, Theo? -preguntó-. Insististe en que se convocara otro pleno especial, por supuesto.
– De hecho, yo…
Siguió de pie, al igual que ella, pero cogió uno de sus preciosos fósiles y le dio vueltas en la mano.
– Tuviste la presencia de ánimo de exigir otra reunión, ¿verdad, Theo? No permitiste que estos aceitunos se os subieran a las barbas sin hacer nada, ¿verdad?
Su expresión de incomodidad fue la respuesta.
– Dios mío -dijo la mujer. Era igual que la descerebrada de su madre.
Bien a su pesar, Agatha necesitaba sentarse. Se acomodó en la butaca de respaldo en forma de globo y se sentó como le habían enseñado de niña, con la espalda bien tiesa.
– ¿Qué demonios te pasa, Theodore Michael? -preguntó-. Y siéntate, por favor. No quiero salir con tortícolis de esta conversación.
Theo dio vuelta a una vieja butaca para estar de cara a ella. Estaba tapizada en un tono color vino desteñido, y sobre su asiento exhibía una mancha en forma de rana, sobre cuyo origen Agatha no quiso especular.
– No era el momento -dijo su nieto.
– No era… ¿qué?
Le había oído muy bien, pero mucho tiempo atrás había descubierto que la clave para doblegar a los demás a su voluntad consistía en obligarlos a examinar la suya, con tal diligencia que acababan rechazando su idea primitiva en favor de la de ella.
– No era el momento, abuela.
Theo se sentó. Se inclinó hacia ella, con los brazos desnudos apoyados en sus piernas, cubiertas de hilo color cervato. Conseguía que las arrugas parecieran haute couture. Agatha pensaba que tal sentido de la moda era impropio de un hombre.
– El consejo estaba muy ocupado intentando controlar a Muhannad Malik. Cosa que no consiguió, por cierto.
– La reunión no la había convocado él.
– Y como el problema se refería a la muerte de un hombre y a la preocupación de los asiáticos por la forma en que la policía llevaba el caso…
– Su preocupación. Su preocupación -se mofó Agatha.
– No era el momento, abuela. No podía hacer exigencias en mitad del caos. Sobre todo exigencias sobre reurbanización.
Agatha golpeó la alfombra con el bastón.
– ¿Por qué no?
– Porque me pareció que llegar al fondo del asesinato del Nez era un tema más importante que buscar fondos para la renovación del hotel Pier End. -Alzó la mano-. No, espera un momento, abuela. No me interrumpas. Sé que este proyecto es importante para ti. Para mí también lo es. Y es importante para la comunidad. Sin embargo, has de comprender que es absurdo invertir dinero en Balford si no va a quedar comunidad.
– No estarás insinuando que los asiáticos poseen la fuerza suficiente, o incluso la temeridad, para destruir la ciudad. Sería como degollarse con su propio cuchillo.
– Estoy insinuando que, a menos que la comunidad sea un lugar donde los futuros visitantes no deban temer que alguien les acose debido al color de su piel, el dinero que invirtamos en nuestra reurbanización es dinero tirado.
La estaba sorprendiendo. Por un momento, Agatha adivinó la sombra de su abuelo en él. Lewis habría pensado exactamente lo mismo.
– Hummm… -rezongó.
– Sabes que tengo razón. -No era una pregunta, observó Agatha, sino una afirmación, muy al estilo de Lewis-. Dejaré pasar unos días, hasta que la tensión se apacigüe, y convocaré otra reunión. Así es mejor. Ya lo verás. -Echó un vistazo al reloj en forma de carricoche que descansaba sobre la repisa de la chimenea y se levantó-. Y ya es hora de que te vayas a la cama. Voy a buscar a Mary Ellis.
– Llamaré a Mary Ellis cuando esté preparada, Theodore. Deja de tratarme como…
– Basta de discusiones.
Se encaminó a la puerta.
Agatha habló antes de que pudiera abrirla.
– ¿Vas a salir?
– He dicho que voy a buscar…
– Pregunto si vas a salir de casa, no de la habitación. ¿Vas a volver a salir esta noche, Theo? -Su expresión la informó de que había ido demasiado lejos. Incluso Theo, por maleable que fuera, tenía sus límites. Indagar demasiado en su vida privada era uno de ellos-. Te lo pregunto porque albergo mis dudas sobre la prudencia de tus correrías nocturnas. Si la situación en la ciudad es como tú insinúas, tensa, yo diría que nadie debería salir de casa, y menos después de anochecer. No volverás a coger el barco, ¿verdad? Ya sabes lo que opino sobre navegar de noche.