Theo la miró desde el umbral. Una vez más, el aspecto de Lewis: las facciones que se resolvían en una máscara apacible, bajo la cual no se leía absolutamente nada. ¿Cuándo había aprendido a disimular así?, se preguntó. ¿Por qué lo había aprendido?
– Voy a buscar a Mary Ellis -dijo. Y se fue sin contestar a sus preguntas.
Permitieron que Sahlah estuviera presente en la discusión porque, a fin de cuentas, el muerto era su prometido. De lo contrario no habría sido invitada, y ella lo sabía. No era costumbre de los hombres musulmanes que conocía conceder mérito a lo que una mujer podía decir, y aunque su padre era un hombre bondadoso, cuya ternura se manifestaba a menudo sólo con una leve presión de sus nudillos contra la mejilla de Sahlah cuando pasaba a su lado, en lo tocante a convenciones era musulmán hasta la médula. Rezaba con devoción cinco veces al día. Había iniciado su tercera lectura del Corán. Tomaba medidas para que una parte de los beneficios de su negocio fuera a parar a los pobres. Y ya había seguido dos veces los pasos de millones de musulmanes que habían recorrido el perímetro de La Meca.
Esta noche, si bien Sahlah había recibido permiso para escuchar la discusión de los hombres, su madre se limitaba a llevar comida y bebida desde la cocina a la sala delantera, en tanto la cuñada de Sahlah había desaparecido. Lo había hecho por dos motivos, naturalmente. Uno era un tributo a la haya: Muhannad insistía en la interpretación tradicional del recato femenino, por lo cual no permitía que ningún hombre, salvo su padre, mirara a su esposa. El otro era su naturaleza: si se hubiera quedado abajo, su suegra le habría ordenado que la ayudara a cocinar, y Yumn era la foca más perezosa de la Tierra. En consecuencia, había recibido a Muhannad a su manera habitual, cubriéndole de halagos como si su mayor deseo fuera limpiarle las botas con el fondillo de sus pantalones, y luego había desaparecido en el piso de arriba. Su excusa era que debía vigilar a Anas, por si tenía otra de sus horribles pesadillas. La verdad era que se estaba entreteniendo con unas cuantas revistas de modas occidentales, que Muhannad nunca le permitiría llevar.
Sahlah estaba sentada bien alejada de los hombres, y en deferencia a su sexo no comía ni bebía. Tampoco tenía hambre, si bien se moría de ganas de tomar el lassi que su madre servía a los demás. Con el calor, la bebida de yogur serviría para refrescarla.
Como era su costumbre, Akram Malik dio las gracias a su mujer cuando dejó platos y vasos delante de su invitado y su hijo. Ella tocó su hombro un instante, dijo «Salud, Akram» y salió de la sala. Sahlah se preguntaba a menudo cómo era posible que su madre se sometiera a su padre en todas las cosas, como si careciera de voluntad propia. Cuando lo preguntaba, Wardah se limitaba a explicar: «Yo no me someto, Sahlah. No es necesario. Tu padre es mi vida, como yo soy la suya.»
Existía un vínculo entre sus padres que Sahlah siempre había admirado, aunque nunca lo había entendido por completo. Parecía surgir de una mutua tristeza inexpresable de la que ninguno hablaba, y se manifestaba en la sensibilidad con que se trataban y hablaban. Akram Malik nunca alzaba la voz, pero tampoco lo necesitaba. Su palabra era la ley para su esposa, y se suponía que también lo era para sus hijos.
Pero Muhannad, cuando era adolescente, había llamado a Akram «viejo pedorro» a sus espaldas. Y en la peraleda que había detrás de la casa, arrojaba piedras contra las paredes y pateaba los troncos de los árboles para liberar la furia que sentía siempre que su padre frustraba sus deseos. No obstante, procuraba que Akram nunca fuera testigo de su rabia. Para éste, Muhannad era silencioso y obediente. El hermano de Sahlah había pasado la adolescencia esperando el momento oportuno, obedeciendo los dictados de su padre, consciente de que, mientras concediera prioridad absoluta a los intereses familiares, el negocio y la fortuna de la familia serían suyos al final. Entonces, su palabra sería la ley. Sahlah sabía que Muhannad aguardaba con ansia ese día.
Pero en aquel momento se enfrentaba a la indignación muda de su padre. Además del alboroto que había causado en la ciudad aquel día, había traído a Taymullah Azhar no sólo a Balford, sino a su propia casa, lo cual constituía el acto de desafío más grave contra su familia. Pues aunque era el hijo mayor del hermano de Akram, Sahlah sabía que Taymullah Azhar había sido expulsado de su familia, y ser expulsado significaba que estaba muerto para todo el mundo. Incluida la familia de su tío.
Akram no estaba en casa cuando Muhannad había llegado con Taymullah Azhar, y desechó el imperioso «No lo hagas, hijo mío» de Wardah, musitado con una mano cariñosa apoyada en su brazo.
– Le necesitamos -dijo Muhannad-. Necesitamos a alguien de su experiencia. Si no empezamos a propagar el mensaje de que no permitiremos que el asesinato de Haytham sea barrido bajo la alfombra, la ciudad continuará su vida como si nada hubiera pasado.
Wardah había parecido preocupada, pero no dijo nada más. Después del primer momento, cuando le reconoció sobresaltada, no volvió a mirar a Taymullah Azhar. Se limitó a asentir (la deferencia hacia su marido traducida de manera automática en deferencia hacia su único hijo) y se retiró a la cocina con Sahlah, a la espera del momento en que Akram volviera a casa para solucionar la sustitución de Haytham en la fábrica de mostaza.
– Ammi -había preguntado en voz baja Sahlah, mientras su madre empezaba a preparar la comida-, ¿quién es ese hombre?
– No es nadie -replicó con firmeza Wardah-. No existe.
No obstante, estaba claro que Taymullah Azhar existía, y Sahlah se enteró de su nombre (y supo al instante quién era, debido a los últimos diez años de cuchicheos entre los primos más jóvenes) cuando su padre entró en la cocina al regresar a casa y Wardah salió a su encuentro, para hablarle del visitante que había llegado con su hijo. Intercambiaron unas palabras susurradas. Los ojos de Akram traicionaron su única reacción cuando supo la identidad del visitante. Se entornaron al instante detrás de sus gafas.
– ¿Por qué? -preguntó.
– Por Haytham -contestó su mujer.
Miró a Sahlah con compasión en sus ojos, como convencida de que su hija había llegado a querer al hombre con que le habían ordenado casarse. ¿Por qué no?, comprendió Sahlah. En idénticas circunstancias, Wardah había aprendido a querer a Akram Malik.
– Muhannad dice que el hijo de tu hermano tiene experiencia en estos asuntos, Akram.
Akram resopló.
– Todo depende de cuáles sean «estos asuntos». No habrías debido permitir que entrara en casa.
– Vino con Muhannad. ¿Qué podía hacer?
Todavía estaba con Muhannad, sentado en un extremo del sofá, mientras el hermano de Sahlah ocupaba el otro. Akram estaba en un sillón, con la espalda apoyada contra uno de los almohadones bordados de Wardah. El enorme televisor estaba emitiendo otra película asiática de Yumn. Había apagado el sonido en lugar de cortar la película, antes de escurrirse hacia arriba. Ahora, por encima del hombro de su padre, Sahlah veía a dos jóvenes amantes desesperados que se encontraban en secreto como Romeo y Julieta, pero no en un balcón, sino que se fundían en un abrazo y caían a tierra para dedicarse a sus asuntos en un campo donde el maíz crecía hasta sus hombros y les ocultaba a la vista. Sahlah apartó los ojos y sintió que el corazón latía en su garganta como las alas de un ave atrapada.
– Sé que no te gusta todo lo que ha pasado esta tarde -estaba diciendo Muhannad-, pero logramos que la policía accediera a reunirse con nosotros cada día. Nos mantendrán informados de lo que vaya sucediendo. -Por el tono cortante de su hermano, Sahlah adivinó que le irritaban la desaprobación y el disgusto no verbalizados de su padre-. No habríamos llegado tan lejos si Azhar no hubiera estado presente, padre. Manipuló a la inspectora jefe hasta que ésta no tuvo otro remedio que acceder. Y lo hizo con tanta elegancia que la mujer no se dio cuenta hasta el último momento, cuando ya era tarde.