– Y su mujer lo corroboró, ¿verdad?
– Él es quien aporta casi todo el dinero y ella sabe a qué bando ha de aferrarse. -Emily pasó los dedos sobre un melocotón-. Armstrong dijo que había ido al Nez para dar un paseo matutino. Dijo que, desde hacía un tiempo, se dedicaba a dar. paseos matutinos los sábados y los domingos, para huir de su mujer y disfrutar de unas horas de paz. No sabe si alguien le vio en estos paseos, pero aunque lo hubieran hecho, podría haber utilizado esa actividad de los fines de semana como una especie de coartada.
Barbara sabía lo que estaba pensando: no era tan extraño que un asesino fingiera haber tropezado con un cadáver después del hecho, con el fin de desviar las sospechas hacia otra persona. No obstante, algo que había comentado Emily antes impulsó la curiosidad de Barbara en otro sentido.
– Olvida el coche por un momento. Dijiste que Querashi llevaba encima tres condones y diez libras. ¿Es posible que fuera al Nez por cuestiones de sexo? ¿Para encontrarse con una prostituta, por ejemplo? Si estaba a punto de casarse, tal vez no quería correr el riesgo de que alguien le viera y fuera con el cuento a su futuro suegro.
– ¿Qué clase de prostituta se prestaría a un polvo por diez libras, Barb?
– Una joven. Una desesperada. Tal vez una principiante. -Emily meneó la cabeza-. O tal vez iba a encontrarse con una mujer a la que no tendría acceso de otro modo, una mujer casada. El marido se enteró y se lo cargó. ¿Hay algún indicio de que Querashi conociera a la mujer de Armstrong?
– Estamos buscando conexiones con las mujeres de todo el mundo -dijo Emily.
– Este tal Muhannad, ¿está casado, Em?
– Oh, sí. Ya lo creo. Tuvo su matrimonio de conveniencia hace tres años.
– ¿Un matrimonio feliz?
– Juzga tú misma. Tus padres te comunican que te han emparejado con una persona de por vida. Conoces a esta persona y, en un abrir y cerrar de ojos, estás unida en matrimonio. ¿Te parece una receta de la felicidad?
– No, pero es una costumbre ancestral, así que no puede ser tan horrible. ¿Verdad?
Emily le dirigió una mirada tan elocuente que no necesitaba palabras. Siguieron sentadas en silencio, escuchando la canción del ruiseñor. Barbara reordenaba en su mente los hechos que Emily había ido desgranando. El cadáver, el coche, las llaves entre los arbustos, el nido de ametralladoras en la playa, un cuello roto.
– Si alguien de Balford quisiera provocar problemas raciales -dijo por fin-, daría igual a quién detuvieras, ¿no?
– ¿Por qué lo dices?
– Porque si quieren utilizar una detención para causar problemas, utilizarán una detención para causar problemas. Si metes a un inglés en el trullo, se amotinarán porque el asesinato es un ejemplo de violencia racial. Si detienes a un paquistaní, la detención es un ejemplo diáfano de los prejuicios de la policía. El prisma sólo ha girado un poco. Lo que examinan por el prisma sigue siendo lo mismo.
Emily dejó de acariciar el melocotón. Examinó a Barbara. Cuando habló, dio la impresión de haber llegado a una repentina y sabia decisión.
– Por supuesto -dijo-. ¿Qué tal te desenvuelves en los comités, Barb?
– ¿Qué?
– Antes dijiste que estabas dispuesta a colaborar. Bien, necesito un agente con talento para trabajos de comité, y creo que tú eres ese agente. ¿Cómo te llevas con los asiáticos? Una ayudita no me iría nada mal, aunque sólo fuera para quitarme a mi jefe de encima.
Antes de que Barbara repasara la historia de su vida y encontrara una respuesta, Emily continuó. Había accedido a celebrar reuniones periódicas con miembros de la comunidad paquistaní durante el curso de la investigación. Necesitaba un agente que se integrara en ese grupo. Barbara podía serlo, si quería.
– Tendrás que tratar con Muhannad Malik -dijo Emily-, que hará lo imposible por sacarte de quicio, de manera que conservar la serenidad es crucial. Pero hay otro asiático, un tío de Londres llamado no sé qué Azhar, y parece capaz de ponerle un bozal a Muhannad, así que te echará una mano, tanto si se da cuenta como si no.
Barbara no imaginaba cómo reaccionaría Taymullah Azhar al ver su cara contusionada en el primer encuentro entre asiáticos y polis locales.
– No sé -dijo-. Los comités no son mi fuerte.
– Tonterías. -Emily desechó sus objeciones con un ademán-. Estarás brillante. Casi todo el mundo se muestra razonable si se le presentan los hechos en el orden correcto. Trabajaré contigo para decidir cuál es el orden perfecto.
– ¿Y será mi cuello el que caiga cuando estalle la crisis? -preguntó con ironía Barbara.
– No estallará ninguna crisis -replicó Emily-. Sé que tú podrás controlarlo todo. Y aunque no fuera así, ¿quién mejor que Scotland Yard para garantizar que los asiáticos reciban un trato principesco? ¿Lo harás?
Ésa era la cuestión, pero sería de utilidad, comprendió Barbara. No sólo para Emily, sino también para Azhar. ¿Quién podía navegar mejor entre las aguas de la hostilidad asiática, que alguien relacionado con un asiático?
– De acuerdo -dijo.
– Estupendo. -Emily alzó su muñeca hacia la luz de la farola-. Joder, qué tarde. ¿Dónde te hospedas, Barb?
– En ningún sitio, todavía -dijo Barbara, y añadió a toda prisa, para que Emily no lo considerara una velada sugerencia de compartir las dudosas comodidades de su proyecto de renovación-: He pensado alquilar una habitación en la playa. Si va a soplar un poco de brisa fresca en las veinticuatro horas siguientes, querría ser la primera en enterarme.
– Mejor aún -dijo Emily-. Inspirado, de hecho.
Antes de que Barbara pudiera preguntar qué tenía de inspirado anhelar una brisa que refrescara la atmósfera irrespirable, Emily continuó. El hotel Burnt House le iría de perlas, dijo. Carecía de acceso directo a la playa, pero estaba situado en el extremo norte de la ciudad, por encima del mar, y nada obstaculizaba el efecto de la brisa, si es que alguna decidía soplar en su dirección. Como no tenía acceso directo al agua y la arena, siempre era el último hotel que se llenaba cuando empezaba la temporada turística en Balford-le-Nez, como ya era el caso. Y aunque no fuera así, había otro detalle que convertía el Burnt House en el domicilio ideal de la sargento detective Barbara Havers, de Scotland Yard, durante su estancia en Balford.
– ¿Cuál es? -preguntó Barbara.
El hombre asesinado se había alojado allí, explicó Emily.
– Así que, si husmeas un poco, tampoco me vendrá nada mal.
Rachel Winfield se preguntaba a menudo dónde iban a buscar consejo las chicas normales cuando las grandes cuestiones morales de la vida se cernían sobre ellas, exigiendo respuestas. Su fantasía consistía en que las chicas normales acudían a sus madres normales. Sucedía así: las chicas normales y sus madres normales se sentaban en la cocina a tomar té. Con el té venía la conversación, y las chicas normales y sus madres normales charlaban amigablemente sobre cualquier tema caro a sus corazones. Ésa era la clave: corazones, en plural. La comunicación entre ellas era una calle de dos direcciones. La madre escuchaba las preocupaciones de la hija y aconsejaba a la hija según los dictados de su experiencia.
En el caso de Rachel, aunque su madre se aviniera a aconsejarla según los dictados de su experiencia, tal experiencia no serviría de gran cosa en la actual situación. ¿De qué servía escuchar las historias de una bailarina de competición madura, por buena que fuera, si el baile competitivo no era el problema en cuestión? Si la cuestión era el asesinato, escuchar un animado relato de una competición eliminatoria, bailada al son maníaco de «The Boogie Woogie Bugle Boy of Company B», no sería de gran ayuda.
Aquella misma noche, la madre de Rachel había sido abandonada por su compañero de baile habitual (abandonada ante un altar metafórico, lo cual constituía un inquietante recordatorio de que había sido abandonada no una, sino dos veces, ante el altar real, por hombres demasiado repugnantes para ser nombrados), y esta deserción había tenido lugar menos de veinte minutos antes de la competición.