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– Su estómago -había anunciado Connie con amargura nada más llegar a casa, con un pequeño pero reluciente trofeo de tercer puesto, en el que dos bailarines se contorsionaban de una manera imposible en falda abultada y pantalones ajustados-. Se pasó la noche en el váter dedicado a sus cosas y maldiciendo a sus tripas. Habría conseguido el primer premio de no haber tenido que bailar con Seamus O'Callahan. Se cree que es Rodolfo Valentino…

Nureyev, corrigió en silencio Rachel.

– … y he de vigilar todo el rato que no me aplaste los pies cuando da saltitos. El swing no se baila a saltitos, no paro de decirle, ¿verdad, Rache? ¿Qué más le da eso a Seamus O'C? ¿Qué más le puede dar a un tío que suda como un pavo carbonizado en el horno? ¡Ja! Nada.

Connie colocó su trofeo sobre una de las estanterías de metal, diseñadas para parecer de madera, de la librería fija a la pared del salón. Lo dispuso entre las dos docenas de premios ya en exhibición. El más pequeño era una copa de peltre, con el grabado de un hombre y una mujer bailando un swing entrelazados. El más grande era una copa plateada, con la inscripción PRIMER PREMIO CONCURSO DE SWING SOUTHEND, cuyo chapado se estaba desprendiendo de tanto limpiarlo.

Connie Winfield retrocedió unos pasos y admiró el último ejemplar de su colección. Parecía un poco derrotada después de las horas pasadas en la sala de baile. Y el principio de la perdición que el ejercicio había obrado en su peinado de Sea and Sand Unisex, el calor lo había rematado.

Rachel miró a su madre desde la puerta de la sala. Observó el mordisco del cuello y se preguntó quién habría hecho los honores: Seamus O'Callahan o la pareja de baile habitual de Connie, un tío llamado Jake Bottom, al que Rachel había conocido en la cocina la mañana siguiente a la noche en que su madre le había conocido. «No pudo poner en marcha el coche», había susurrado en tono confidencial Connie a Rachel, cuando su hija se quedó paralizada al ver el pecho carente de vello y, hasta el momento, desconocido de Jake ante la mesa. «Durmió en el sofá, Rache», y el comentario provocó que Jake alzara la cabeza y le guiñara un ojo de forma lasciva.

Claro que Rachel no necesitaba aquel guiño para sumar dos y dos. Jake Bottom no era el primer hombre que había tenido problemas con el motor del coche ante la puerta de su casa.

– Cuántos hay, ¿eh? -dijo Connie en relación a su colección de trofeos-. Nunca pensaste que tu mamá podría bailar con tanta habilidad…

Agilidad, la corrigió en silencio Rachel.

– … ¿verdad? -Connie la miró-. ¿Por qué estás tan seria, Rachel Lynn? No te olvidarías de cerrar la tienda con llave, ¿verdad? Rache, si te has ido sin tomar las debidas precauciones, te daré una buena tunda.

– Cerré con llave -dijo Rachel-. Lo comprobé dos veces.

– Entonces» ¿qué pasa? Parece que te hayas tragado una botella de vinagre. ¿Por qué no utilizas los productos de maquillaje que te compré? Bien sabe Dios que puedes aprovechar muy bien lo que tienes, sólo si te aplicas a ello, Rache.

Connie se acercó a ella y le arregló el pelo como siempre lo hacía: echándolo hacia adelante para que unas alas negras cayera como un velo sobre una buena parte de la cara. Así queda muy a la moda, afirmó Connie.

Rachel sabía que era inútil informar a Connie de que arreglar su cabello apenas conseguiría mejorar su apariencia general. Su madre llevaba veinte años fingiendo que la cara de Rachel no estaba nada mal. A estas alturas, no iba a cambiar de estribillo.

– Mamá…

– Connie -la corrigió su madre.

Cuando Rachel cumplió veinte años, decidió que no podía resignarse a ser la madre de una adulta. «Además, parecemos hermanas», dijo cuando informó a Rachel de que, a partir de aquel momento, iban a ser Connie y Rachel.

– Connie -dijo Rachel.

Connie sonrió y le palmeó la mejilla.

– Así está mejor -dijo-. Ponte un poco de color, Rache. Tienes unos pómulos perfectos. Hay mujeres que matarían por tener unos pómulos así. ¿Por qué no los utilizas, por el amor de Dios?

Rachel siguió a Connie hasta la cocina. Estaba acuclillada ante una nevera diminuta. Sacó una coca-cola y una banda elástica gigante que guardaba en una bolsa de plástico. Tiró la banda elástica (doce centímetros de ancho por sesenta de largo) sobre la mesa de la cocina. Sirvió el refresco en un vaso, añadió dos terrones de azúcar, como siempre, y contempló las burbujas que formaban. Llevó la bebida a la mesa y se sacudió los zapatos. Bajó la cremallera del vestido, se lo quitó, así como las enaguas, y se sentó en el suelo en ropa interior. Tenía el cuerpo de una mujer con la mitad de su edad (cuarenta y dos años), y le gustaba exhibirlo en cuanto intuía que iban a colmarla de cumplidos (sinceros o no, porque Connie no era exigente).

Rachel cumplió su deber.

– La mayoría de las mujeres matarían por tener un estómago tan liso.

Connie cogió la banda elástica y la pasó alrededor de sus pies. Se puso a hacer abdominales, llevando la banda, a la que el tiempo pasado en la nevera había dotado de mayor resistencia, más atrás de su cabeza.

– Bien, es una cuestión de ejercicio, ¿verdad, Rache? Y de comer bien. Y de pensar joven. ¿Cómo están mis muslos? No formarán hoyuelos, ¿verdad?

Hizo una pausa para levantar una pierna en el aire, con los dedos apuntados al cielo. Llevó las manos desde los tobillos hasta las ligas.

– Están estupendos -dijo Rachel-. De hecho, son perfectos.

Connie pareció complacida. Rachel se sentó a la mesa, mientras su madre continuaba con los ejercicios.

Connie resopló.

– Hace un calor horroroso, ¿no? Supongo que aún estás levantada por eso. ¿No podías dormir? No me sorprende. Me extraña que puedas dormir, vestida de pies a cabeza como una abuela victoriana. Duerme desnuda, muchacha. Libérate.

– No es por el calor.

– ¿No? Entonces, ¿por qué? ¿Algún chico te está comiendo el tarro? -Empezó los ejercicios de abertura de piernas y gruñó un poco. Sus dedos de uñas largas llevaban la cuenta de las repeticiones, tamborileando sobre el suelo de linóleo-. No lo harás sin protección, ¿verdad, Rache? Te dije que insistieras en que el tío se pusiera una goma. Si no se pone una goma cuando se lo digas, le das el pasaporte. Cuando tenía tu edad…

– Mamá -interrumpió Rachel.

Era ridículo hablar sobre condones. ¿Quién se creía su madre que era ella, además? ¿La reencarnación de la propia Connie? Si había que confiar en sus palabras, Connie tuvo que ahuyentar a los hombres con un bate de béisbol desde los catorce años, y ninguna idea le agradaba más que tener una hija enfrentada al mismo «inconveniente».

– Connie -la corrigió Connie.

– Sí. Quería decir Connie.

– Estoy segura, cariño.

Connie guiñó un ojo, cambió de postura, se tendió de lado e inició una serie de levantamientos laterales con los brazos sobre la cabeza. Algo que Rachel admiraba de Connie era su dedicación obsesiva a un objetivo. Daba igual cuál fuera el objetivo del momento. Connie se entregaba a él como una joven a punto de convertirse en esposa de Cristo: era la viva imagen de la devoción absoluta. Era una excelente cualidad para los bailes competitivos, el ejercicio, e incluso los negocios. En aquel momento, sin embargo, era una cualidad que a Rachel le sobraba. Necesitaba toda la atención de su madre. Reunió valor para solicitarla.

– Connie, ¿puedo pedirte algo? Algo personal, algo íntimo.

– ¿Algo íntimo? -Connie enarcó una ceja. Una gotita de sudor resbaló desde ella, brillando como una joya líquida a la luz de la cocina-. ¿Quieres saber las verdades de la vida? -Resopló y rió entre dientes, mientras la pierna subía y bajaba. La hendidura de sus senos se estaba inundando de sudor-. Un poco tarde, ¿no crees? ¿No te he visto corretear con un tío entre las cabañas de la playa más de una noche?