La entrada era un hueco que distaba menos de un metro de la arena, la altura perfecta para que una foca pequeña se colara en busca de refugio. Y una foca era lo que Ian esperaba descubrir cuando se metió en el corto túnel y emergió a la oscuridad del interior.
Se irguió con cautela. Su cabeza rozó el techo húmedo. Un penetrante olor a algas y crustáceos muertos parecía elevarse del suelo y desprenderse de las paredes, embellecidas con multitud de pintadas, que a primera vista parecían todas de tema sexual.
Se filtraba luz por las aspilleras, lo cual le permitió observar que la construcción (jamás la había explorado hasta aquel momento, pese a sus numerosos desplazamientos hasta el Nez) consistía en dos estructuras concéntricas. Era como un donut, y una abertura en su pared interna permitía el acceso a su centro. Esto era lo que había atraído las gaviotas, y al no encontrar nada de enjundia en el suelo sembrado de basura, Ian avanzó hacia la abertura, mientras gritaba «¡Hola! ¿Hay alguien ahí?», sin caer en la cuenta de que un animal, herido o sano, no iba a contestarle.
El aire era sofocante. Fuera, los chillidos de los pájaros continuaban resonando. Cuando llegó a la abertura, oyó batir las alas y el sonido apresurado de patas palmeadas, seguramente de gaviotas intrépidas que volvían a descender. Esto no os va a servir de nada, pensó, inflexible. Al fin y al cabo era un ser humano, amo del planeta y rey de todo cuanto inspeccionaba. Era impensable que una bandada de aves alborotadoras esperaran dominarle.
– ¡Eh! ¡Fuera de ahí! ¡Largaos! ¡Largaos! -gritó, e irrumpió en el espacio abierto del centro de la casamata. Las aves se precipitaron hacia el cielo. Ian siguió su vuelo con la mirada-. Eso está mejor -dijo, y se subió las mangas de la chaqueta para investigar el objeto de deseo de las gaviotas.
No era una foca y tampoco era deseable. Lo comprendió en el mismo momento que su estómago se revolvía y sus esfínteres flaqueaban: un joven de cabello ralo estaba sentado con la espalda apoyada contra el antiguo emplazamiento de la ametralladora. Las dos gaviotas que continuaban picoteando sus ojos demostraban que estaba muerto.
Ian Armstrong avanzó un paso hacia el cuerpo, con la sensación de que el suyo se había convertido en hielo. Cuando pudo respirar de nuevo y dar crédito a sus ojos, sólo pronunció cuatro palabras:
– Bien, loado sea Dios.
Capítulo 1
Quien dijo que abril es el mes más cruel nunca estuvo en Londres durante una ola de calor veraniega. Junio era el mes más cruel, con su cielo teñido de un marrón de diseño a causa de la contaminación, los edificios (además de las cavidades nasales) pintados de un negro tóxico gracias a los camiones diesel, y las hojas de los árboles ataviadas a la última moda en lo concerniente a polvo y mugre. De hecho, era un verdadero infierno. Ésta era la nada sentimental evaluación que Barbara Havers estaba llevando a cabo sobre la capital de su país mientras la atravesaba un domingo por la tarde, camino de casa en su traqueteante Mini.
Estaba algo colocada, pero le resultaba agradable. No lo suficiente para constituir un peligro para ella o los demás, pero sí lo suficiente para pasar revista a los acontecimientos del día en el plácido resplandor crepuscular producido por champán francés del caro.
Volvía a casa después de una boda. No había sido el acontecimiento social de la década, como ella suponía que sería la boda de un conde con su amada de toda la vida. Antes al contrario, se había reducido a una sencilla ceremonia en una pequeña iglesia cercana a la casa de Beigravia del conde. Y en lugar de aristócratas vestidos de punta en blanco, los invitados habían sido los amigos más íntimos del conde, junto con unos pocos compañeros de Scotland Yard. Barbara Havers se incluía en este grupo. A veces prefería pensar que constaba en la nómina de los primeros.
Tras arduas reflexiones, Barbara pensó que tendría que haber esperado del inspector Thomas Lynley el tipo de boda discreta que lady Helen Clyde y él habían preferido. Él había intentado dejar de lado su faceta de lord Asherton desde que Barbara le conocía, y lo último que habría deseado a modo de esponsales hubiese sido una ceremonia ostentosa y abarrotada de aristócratas ricachos. En cambio, dieciséis invitados profundamente antiaristócratas se habían congregado para presenciar los esponsales de Lynley y Helen, tras lo cual todos habían recalado en La Tante Claire de Chelsea, donde se habían zampado una variedad de canapés, champán, una comida tardía y más champán.
Una vez celebrados los brindis, y la pareja partida en dirección a una luna de miel cuyo destino se negaron a revelar entre carcajadas, los invitados se dispersaron. Barbara se quedó un rato en la acera calcinada por el sol de Royal Hospital Road e intercambió unas palabras con los demás invitados, entre los cuales se encontraba el padrino de Lynley, un especialista forense llamado Simón St. James. En el mejor estilo inglés, primero hablaron del tiempo. Según el grado de tolerancia del interlocutor hacia el calor, la humedad, el smog, los gases de escape, el polvo y el fulgor deslumbrante, la atmósfera fue definida como maravillosa, horrible, bendita, espantosa, deliciosa, agradable, insufrible, celestial o infernal. Se declaró hermosa a la novia. El novio era apuesto. La comida era exquisita. Después se produjo un silencio general, que el grupo aprovechó para decidir entre dos alternativas: seguir hablando de banalidades o despedirse.
El grupo se dividió. Barbara se quedó con St. James y su mujer Deborah. Los dos se estaban licuando bajo el implacable sol. Él se secó la frente con un pañuelo y ella se abanicó afanosamente con un antiguo programa de teatro que había desenterrado de su enorme bolso de paja.
– ¿Quieres venir con nosotros a casa, Barbara? -preguntó-. Vamos a sentarnos en el jardín durante el resto del día, y pienso pedir a papá que nos duche con la manguera.
– Eso sería fantástico -dijo Barbara. Se secó la piel en el punto donde el sudor había humedecido el cuello de su blusa.
– Estupendo.
– Pero no puedo. La verdad, estoy hecha polvo.
– Muy comprensible -dijo St. James-. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
– Qué estúpida soy -se apresuró a añadir Deborah-. Lo siento, Barbara. Me había olvidado por completo.
Barbara lo puso en duda. Los vendajes que cubrían su nariz y los morados de su cara, por no mencionar el diente delantero roto, imposibilitaban que alguien pasara por alto el hecho de que había estado unos días en el hospital. Deborah era demasiado educada para reparar en ello.
– Dos semanas -contestó Barbara.
– ¿Cómo va el pulmón?
– Funciona.
– ¿Y las costillas?
– Sólo duelen cuando me río.
St. James sonrió.
– ¿Vas a tomarte un permiso?
– Órdenes son órdenes. No puedo volver hasta que el médico me dé el alta.
– Lo siento mucho -dijo él-. Fue un caso de mala suerte.
– Sí, ya.
Barbara se encogió de hombros. Había resultado herida en el cumplimiento del deber, la primera vez que asumía la responsabilidad de una parte de la investigación. No quería hablar de ello. Su orgullo había recibido un golpe tan grave como su cuerpo.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó St. James.
– Huir del calor -le aconsejó Deborah-. Vete a las Highlands. Vete a los lagos. Vete a la playa. Ojalá pudiera hacerlo yo.
Barbara caviló las sugerencias de Deborah mientras subía por Sloane Street. La orden final del inspector Lynley al concluir la investigación había sido que se tomara unas vacaciones, y había repetido dicha orden en la breve conversación que habían mantenido después de la ceremonia.
– Lo he dicho en serio, sargento Havers -le recordó-. Se merece un descanso, y quiero que se lo tome. ¿Me he expresado con suficiente claridad?