– Tienes razón, Connie -dijo, y sintió que una desesperación silenciosa se posaba sobre ella, como una red compuesta de penas-. Pero no lo hice con ese tío del Nez.
– Pero sabes algo acerca de su muerte.
– No exactamente sobre su muerte, sino algo relacionado con ella. Quería saber si debía decir algo en el caso de que alguien me preguntara.
– ¿Qué clase de alguien?
– Tal vez un policía.
– ¿Policía?
Connie consiguió pronunciar la palabra sin apenas mover los labios. Bajo el colorete fucsia que llevaba, su piel había palidecido tanto que la capa de maquillaje aplicada sobre las mejillas destacaba como pétalos de rosa empapados. No miró a Rachel cuando volvió a hablar.
– Somos mujeres de negocios, Rachel Lynn Winfield. Somos mujeres de negocios antes que cualquier otra cosa. Lo que recibimos, por poco que sea, depende de la buena voluntad de esta ciudad, y no sólo de la buena voluntad de los turistas que vienen en verano, sino de la buena voluntad de todos los demás. ¿Entendido?
– Claro. Ya lo sé.
– Bien, pues si te ganas fama de ser una bocazas y de contar todo lo que sabes al primero que se te cruza por la calle, las únicas personas que perderemos seremos nosotras: Connie y Rache. La gente nos evitará. Dejará de entrar en la tienda. Irá a comprar a Clacton, y no le supondrá ningún inconveniente, porque preferirá ir a un sitio donde se sienta cómoda, donde pueda decir «Necesito algo bonito para una dama muy especial», y pueda guiñar el ojo cuando lo diga y saber que su mujer no se va a enterar de ese guiño. ¿Me he expresado con claridad, Rache? Tenemos un negocio. Y el negocio es lo primero. Siempre.
Dicho esto, cogió la coca-cola de nuevo, y esta vez la vació de un trago. Sacó un ejemplar de Woman's Own de la pila de facturas, catálogos y periódicos amontonados sobre la mesa. Lo abrió y empezó a examinar el sumario. Su conversación había concluido.
Rachel la observó mientras recorría con su larga uña roja la lista de artículos que contenía la revista. Vio que Connie pasaba las páginas hasta uno titulado «Siete maneras de saber si él te está engañando». El título provocó un escalofrío en Rachel a pesar del calor, pues había dado en el clavo con absoluta precisión. Ella necesitaba un artículo titulado «Qué hacer cuando sabes», pero ya sabía la respuesta. No hagas nada y espera. Que era lo que todo el mundo debería decir en cuestión de traiciones, triviales o no. Actuar nada más enterarse de ellas sólo conducía al desastre. Los últimos días en Balford-le-Nez se lo habían demostrado a Rachel Winfield sin la menor duda.
– ¿Por tiempo indefinido?
El propietario del hotel Burnt House casi babeó mientras pronunciaba las palabras. De hecho, se frotó las manos como si ya estuviera sobando el dinero que Barbara le entregaría al finalizar su estancia. Se había presentado como Basil Treves, y había añadido la información de que era teniente jubilado del ejército (de «las Fuerzas Armadas de su Majestad», fue la expresión), en cuanto leyó en la tarjeta de inscripción que Barbara trabajaba en New Scotland Yard. Por lo visto, era como si fueran compatriotas.
Barbara supuso que era por lo de tener que llevar un uniforme, tanto en el ejército como en el Met. Hacía años que no utilizaba uniforme, pero no le reveló aquel detalle personal sin importancia. Necesitaba tener a Basil Treves de su parte, y valía la pena hacer cualquier cosa por conseguirlo. Además, agradecía el hecho de que no hubiera comentado el estado de su cara, en una demostración de tacto. Se había quitado los restantes vendajes en el coche, después de dejar a Emily, pero la piel, desde los ojos a los labios, era todavía un panorama de tonos amarillos, púrpuras y azules.
Treves la guió por un tramo de escalera hasta el primer piso, y después por un pasillo mal iluminado. Nada indicaba a Barbara que el Burnt House fuera un dechado de placeres puestos a su servicio. Una reliquia de pasados veranos eduardianos: ostentaba alfombras desteñidas sobre tablas de piso crujientes, además de techos manchados de humedad. Poseía una atmósfera general de decorosa decadencia.
Sin embargo, Treves parecía ajeno a todo ello. Parloteó sin cesar hasta llegar a la habitación de Barbara, mientras se atusaba su cabello escaso y grasiento, siguiendo el contorno de una raya que se iniciaba justo sobre la oreja izquierda y cruzaba la cúpula reluciente de su cráneo. Encontraría en Burnt House todas las comodidades imaginables, reveló: televisión en color en todas las habitaciones, con mando a distancia, y otra televisión grande en la sala de estar de los huéspedes, por si deseaba confraternizar alguna noche; accesorios para preparar té al lado de la cama; cuartos de baño en casi todas las habitaciones, además de retretes y baños en cada planta; teléfonos con línea directa al mundo, marcando el nueve; y el más místico, bendito y apreciado invento moderno: un fax en recepción. Lo llamó transmisor de facsímiles, como si la máquina y él aún no se tutearan.
– Pero supongo que no lo necesitará -añadió-. Ha venido de vacaciones, ¿verdad, señorita Havers?
– Sargento Havers -le corrigió Barbara-. Sargento detective Havers -añadió.
No había mejor momento que el presente, decidió, para colocar a Basil Treves donde le necesitaba. Algo en los ojillos penetrantes y en la postura expectante del hombre le decían que estaría encantado de proporcionar información a la policía, en cuanto olfateara la menor oportunidad. La foto enmarcada de él que había en recepción, celebrando su elección al consejo municipal, le dijo que era el tipo de hombre que no disfrutaba de gloria personal a menudo o con facilidad. Por lo tanto, cuando la oportunidad se presentara, saltaría sobre ella como un tigre. Y ¿qué mejor gloria que participar de manera extraoficial en una investigación de asesinato? Quizá le sería muy útil, y sólo con un pequeño esfuerzo por su parte.
– Estoy aquí por trabajo, en realidad -dijo, y se permitió una leve manipulación de la verdad-. Trabajo del DIC, para ser exactos.
Treves se detuvo ante la puerta de la habitación. La llave que sostenía sobre su palma colgaba de un enorme llavero de color marfil en forma de montaña rusa. Barbara había observado al registrarse que cada llavero adoptaba la forma de algo relacionado con los parques de atracciones, desde un auto de choque hasta una noria en miniatura, y las habitaciones a las que daban acceso recibían un nombre en consonancia.
– ¿Investigación Criminal? -dijo Treves-. ¿Es por…? Pero claro, usted no puede decir absolutamente nada. Bien, sargento detective, le aseguro que seré una tumba. Nadie sabrá quién es usted de mis labios. Entre, por favor.
Abrió la estrecha puerta, encendió la luz del techo y se apartó a un lado para dejarla entrar. Después, entró a su vez a toda prisa, canturreando por lo bajo mientras depositaba su mochila plegable sobre un estante para equipajes. Señaló el cuarto de baño con el orgulloso anuncio de que le había destinado «el excusado con vistas». Palmeó con ambas manos las colchas de felpilla verde bilis de las camas gemelas.
– Agradables y firmes, pero no demasiado, espero -dijo, y tironeó de los faldones rosa de un tocador en forma de riñón para que colgaran simétricos.
Enderezó las dos reproducciones de las paredes (patinadoras sobre hielo victorianas que se alejaban una de otra, sin que pareciera agradarles mucho el ejercicio) y toqueteó las bolsas de té dispuestas en su cestita, a la espera de la mañana. Encendió la lamparilla de noche, y después la apagó. Volvió a encenderla, como si enviara señales.
– Tendrá todo cuanto precise, sargento Havers, y si necesita algo más, encontrará a su servicio al señor Basil Treves de día y de noche. A cualquier hora. -Le dirigió una sonrisa radiante. Había enlazado las manos a la altura del pecho y se tenía en una posición de firmes modificada-. En cuanto a esta noche, ¿algún deseo final? ¿Un gorro de dormir? ¿Un capuchino? ¿Un poco de fruta? ¿Agua mineral? ¿Bailarines griegos? -Lanzó una risita alegre-. Estoy aquí para satisfacer todos sus caprichos, no lo olvide.