Barbara pensó en pedirle que se sacudiera la caspa de los hombros, pero tal vez le desconcertaría. Se acercó a las ventanas para abrirlas. Hacía tal calor en la habitación que el aire parecía rielar, y deseó que uno de los inventos modernos del hotel hubiera sido el aire acondicionado, o al menos ventiladores de aspas. El aire estaba inmóvil. Daba la impresión de que todo el universo estuviera conteniendo el aliento.
– Un tiempo espléndido, ¿verdad? -dijo con desenvoltura Treves-. Atraerá a oleadas de turistas. Es una suerte que haya llegado en este momento, sargento. Dentro de una semana, estará todo ocupado. Claro que siempre le habría hecho un sitio. Los asuntos de la policía tienen prioridad, ¿no?
Barbara observó que, por obra de abrir las ventanas, tenía las yemas de los dedos manchadas de mugre. Las frotó disimuladamente contra sus pantalones.
– En cuanto a eso, señor Treves…
El hombre ladeó la cabeza como un ave.
– ¿Sí? ¿Hay algo que pueda…?
– Un tal señor Querashi se alojaba aquí, ¿verdad? Haytham Querashi.
Parecía imposible que Basil Treves pudiera adoptar una posición de firmes más correcta, pero dio la impresión de lograrlo. Barbara pensó que iba a saludarla.
– Una circunstancia lamentable -dijo con tono oficial.
– ¿Qué se alojara aquí?
– No, por Dios. Se le recibió de buen grado. Más que de buen grado. El Burnt House no discrimina a nadie. Nunca lo ha hecho, y nunca lo hará. -Miró hacia la puerta abierta-. ¿Me permite…? -Cuando Barbara asintió, la cerró y habló en voz más baja-. Aunque para ser absolutamente sincero, mantengo a las razas separadas, como es probable que observe durante su estancia. Esto no tiene nada que ver con mis inclinaciones, se lo aseguro. No albergo el menor prejuicio hacia la gente de color. Ni el más mínimo. Pero los demás huéspedes… Para ser sincero, sargento, los tiempos han sido difíciles. Es perjudicial para los negocios hacer cosas capaces de suscitar inquina. Ya sabe qué quiero decir.
– ¿Alojó al señor Querashi en otra parte del hotel? ¿Es eso lo que quiere decir?
– No tanto en otra parte como separado de los demás. Con mucha discreción. Dudo que llegara a darse cuenta. -Treves volvió a enlazar las manos sobre el pecho-. Tengo a varios huéspedes permanentes, ¿sabe usted? Son señoras de edad avanzada, y no están acostumbradas a los cambios que los tiempos han propiciado. De hecho, casi me avergüenza comentarlo, una de ellas confundió al señor Querashi con un camarero a la hora del desayuno. ¿Se lo imagina? Pobre criatura.
Barbara no estaba segura de si se refería a Haytham Querashi o a la anciana, pero creía estar en condiciones de adivinarlo.
– Me gustaría ver la habitación en que se hospedaba, si es posible -dijo Barbara.
– Así pues, ha venido a causa de su fallecimiento.
– Fallecimiento no. Asesinato.
– ¿Asesinato? -exclamó Treves-. Santo Dios. -Tanteó a su espalda hasta que su mano entró en contacto con una de las camas gemelas. Se dejó caer sobre ella-. Si me disculpa -balbució. Respiró hondo y, cuando por fin levantó la cabeza de nuevo, dijo en voz baja-: ¿Se sabrá que estaba alojado aquí, en el Burnt House? ¿La prensa lo aireará? Ahora que los negocios prometen recuperarse por fin…
Así que su reacción no tenía nada que ver con la sorpresa, la culpa o la bondad humanas, pensó Barbara. No por primera vez, se reafirmó en su antigua creencia de que el Homo sapiens estaba emparentado genéticamente con la escoria primigenia.
Treves debió leer tal conclusión en su cara, porque se apresuró a continuar.
– No es que no lamente lo sucedido al señor Querashi. Me sabe muy mal. Era un tipo muy agradable, pese a sus costumbres, y lamento su infortunado fallecimiento, pero ahora que los negocios van a recuperarse, y después de tantos años de recesión, no hay que correr el riesgo de perder ni un solo…
– ¿Sus costumbres? -Barbara interrumpió su discurso sobre la economía de la nación.
Basil Treves parpadeó.
– Bien, son diferentes, ¿verdad?
– ¿Quiénes?
– Esos asiáticos. Ya lo sabe. Debería saberlo, puesto que trabaja en Londres. No lo niegue.
– ¿En qué era diferente?
Por lo visto, Treves dedujo algo más de lo que transmitía la pregunta. Sus ojos empezaron a ponerse opacos y se cruzó de brazos. Está alzando sus defensas, pensó Barbara con interés, y se preguntó por la causa. No obstante, sabía que sería perjudicial enemistarse con el hombre, de modo que se apresuró a tranquilizarle.
– Me refiero a que, como usted le veía con regularidad, cualquier detalle extraño que observara en su comportamiento me será de ayuda. Desde un punto de vista cultural, era diferente del resto de sus huéspedes…
– No es el único asiático que ha residido aquí -la interrumpió Treves, que quería dejar bien claras sus convicciones liberales-. Las puertas del Burnt House estarán siempre abiertas a todo el mundo.
– Claro. Por supuesto. Por tanto, deduzco que era diferente incluso de los demás asiáticos. Mantendré en secreto todo cuanto usted me diga, señor Treves. Todo lo que usted supiera, viera o sospechara sobre el señor Querashi puede ser el hecho que necesitamos para llegar al fondo de lo que le pasó.
Sus palabras parecieron apaciguar al hombre, y le animaron a reflexionar sobre su importancia en una investigación policial.
– Entiendo -dijo-. Sí, entiendo.
Adoptó un aspecto pensativo. Se acarició su barba rala y mal cortada.
– ¿Puedo ver su habitación?
– Por supuesto. Sí, sí.
Volvieron sobre sus pasos, ascendieron un tramo más de escalera y recorrieron un pasillo que conducía a la parte posterior del edificio. Tres de las puertas estaban abiertas, a la espera de huéspedes. Una cuarta estaba cerrada. Tras ella, las voces de un televisor hablaban en un volumen muy bajo y respetuoso. La habitación de Haytham Querashi era la siguiente, la quinta, situada al final del pasillo.
Treves tenía una llave maestra.
– No la he tocado desde su… -dijo Treves- bien, el accidente. -No había ningún eufemismo para «asesinato». Renunció a encontrar uno-. La policía vino a decirme que… había muerto. Me dijeron que tuviera la habitación cerrada con llave hasta nuevo aviso.
– :No nos gusta que se toque nada hasta saber qué nos llevamos entre manos -explicó Barbara-. Causas naturales, asesinato, accidente o suicidio. No habrá tocado nada, ¿verdad? Ni usted ni nadie.
– Nadie -confirmó Treves-. Akram Malik vino con su hijo. Querían los efectos personales para enviarlos de vuelta a Pakistán, y créame, no se pusieron contentos cuando impedí que entraran en la habitación para recogerlos. Muhannad actuó como si yo formara parte de una conspiración para cometer crímenes contra la humanidad.
– ¿Y Akram Malik? ¿Qué pensó él?
– Nuestro Akram Malik nunca enseña sus cartas, sargento. No fue tan idiota como para informarme de lo que opinaba.
– ¿Por qué? -preguntó Barbara, mientras Treves abría la puerta de la habitación de Haytham Querashi.
– Porque nos detestamos -explicó con placidez Treves-. No soporto a los arribistas, y a él no le gusta que le consideren uno. Es una pena que emigrara a Inglaterra, pensándolo bien. Le habría ido mucho mejor en Estados Unidos, donde la principal preocupación es si tienes dinero, no la raza a la que perteneces. Entremos.
Encendió la luz del techo.
La de Haytham Querashi era una habitación individual con una pequeña ventana a bisagra que daba al jardín trasero del hotel. Estaba decorada tan a la buena de Dios como la de Barbara. Amarillo, rojo y rosa se disputaban la primacía.
– Parecía estar muy contento aquí -dijo Treves, mientras Barbara tomaba nota de la cama, deprimentemente estrecha, la única butaca, sin brazos y llena de bultos, la madera de imitación del ropero y las borlas que faltaban en la pantalla de un candelabro de pared. Había un grabado sobre la cama, otra escena victoriana que plasmaba a una joven languideciendo en una tumbona. El papel sobre el que había sido montado hacía mucho tiempo que había perdido el lustre.