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– Ya.

Barbara hizo una mueca cuando captó el olor de la habitación. Era el olor a cebollas quemadas y col demasiado cocida. La habitación de Querashi estaba justo encima de la cocina, sin duda un sutil recordatorio de cuál era su lugar en la jerarquía del hotel.

– Señor Treves, ¿qué puede contarme sobre Haytham Querashi? ¿Desde cuándo se alojaba en el hotel? ¿Recibía visitas? ¿Venían a verle amigos? ¿Alguna llamada telefónica concreta que recibiera o hiciera?

Apretó el dorso de la mano contra su frente húmeda y se acercó a la cómoda para echar un vistazo a las pertenencias de Querashi. Antes, buscó en su bolso las bolsas para guardar pruebas que Emily le había dado antes de salir de su casa. Se calzó un par de guantes de látex.

Querashi, la informó Basil Treves, llevaba seis semanas alojado en el Burnt House, en espera del día de su boda. Akram Malik había reservado la habitación. Por lo visto, habían comprado una casa a los novios como parte de la dote de Sahlah Malik, pero como estaban cambiando la decoración, la estancia de Querashi en el hotel se había prolongado varias veces. Iba a trabajar antes de las ocho de la mañana y, por lo general, volvía hacia las siete y media o las ocho de la noche. Desayunaba y cenaba en el Burnt House durante la semana, y cenaba fuera del hotel los fines de semana.

– ¡Con los Malik?

Treves se encogió de hombros. Pasó un dedo por un panel de la puerta abierta y examinó su extremo. Barbara, aunque se encontraba de pie delante de la cómoda, vio que estaba cubierto de polvo. Treves no podía jurar que Querashi pasara con los Malik todos los fines de semana. Aunque hubiera sido lo lógico («porque en circunstancias normales, los tortolitos querrían estar juntos el mayor tiempo posible, ¿verdad?»), como las circunstancias eran bastante anormales, siempre existía la posibilidad de que Querashi hubiera dedicado sus fines de semana a otras empresas.

– ¿Circunstancias anormales?

Barbara se volvió hacia el hombre.

– Un matrimonio de conveniencia -explicó Treves con delicado énfasis en el adjetivo-. Bastante medieval, ¿no cree?

– Es propio de su cultura, ¿no?

– Llámese como se llame, cuando se imponen costumbres del siglo catorce a hombres y mujeres del siglo veinte, los resultados no pueden sorprender a nadie, ¿verdad, sargento?

– ¿Cuál fue el resultado en este caso?

Barbara se volvió para tomar nota de los objetos que contenía la cómoda. Un pasaporte, pilas de monedas alineadas con pulcritud, cincuenta libras en billetes cogidas con un clip y el folleto de un lugar llamado Restaurante y Hotel Castle, el cual, según el plano acompañante, se encontraba en la carretera principal de Harwich. Barbara lo abrió, picada por la curiosidad. La hoja de las tarifas se desprendió. Observó que al final de las habitaciones había una suite nupcial. Por ochenta dólares cada noche, Querashi y su esposa tendrían derecho a una cama con baldaquino, media botella de Asti Spumante, una rosa roja y desayuno en la cama. Un chico romántico, pensó, y examinó un maletín de piel que estaba cerrado con llave.

Se dio cuenta de que Treves no había contestado a su pregunta. Le miró. Se estaba tirando de la barba con aire pensativo, y reparó por primera vez en unas desagradables escamas de piel enredadas entre los pelos, producto de un caso leve de eccema que moteaba la parte inferior de sus mejillas. Exhibía el tipo de expresión propio de la gente carente de poder y ansiosa por conseguirlo. Altiva, perspicaz e indecisa sobre la prudencia de compartir su información. Puta mierda, pensó Barbara con un suspiro interior. Daba la impresión de que tendría que masajearle el ego en cada fase del procedimiento.

– Necesito que me cuente todo sobre él, señor Treves. Aparte de los Malik, usted debe de ser nuestra mejor fuente de información.

– Lo comprendo. -Treves se alisó la barba-, pero usted también ha de comprender que un hotelero es algo así como un confesor. Para el hotelero de éxito, lo que ve, escucha y deduce es de naturaleza confidencial.

Barbara tuvo ganas de señalarle que el estado del Burnt House apenas justificaba el adjetivo «de éxito» aplicado a su persona, pero conocía las reglas del juego que estaba practicando.

– Créame -entonó-, toda información que proporcione será considerada confidencial, señor Treves. Pero he de conocerla si vamos a trabajar de igual a igual.

Tuvo ganas de rezongar cuando pronunció las últimas palabras. Disimuló su deseo mediante el expediente de abrir el cajón superior de la cómoda. Buscó entre calcetines y calzoncillos cuidadosamente doblados la llave del maletín de piel.

– Si tan segura está… -Treves debía tener tantas ganas de piar lo que sabía, pese a sus palabras, que continuó sin esperar sus garantías-. Debo decírselo. Había alguien más en su vida, aparte de la hija de Malik. Es la única explicación.

– ¿De qué?

Barbara siguió con el segundo cajón. Una pila de camisas dobladas con esmero estaban ordenadas según el color: blanco, marfil, gris y, por fin, negro. Los pijamas estaban en el tercer cajón. No había nada en el cuarto. El equipaje de Querashi era liviano.

– De sus salidas nocturnas.

– ¿Haytham Querashi salía de noche? ¿Muy a menudo?

– Dos veces a la semana, por lo menos. A veces más. Y siempre después de las diez. Al principio, pensé que iba a ver a su prometida. Parecía una conclusión muy razonable, pese a lo avanzado de la hora. Querría conocerla un poco, antes del día de la boda. Esta gente no es tan salvaje, al fin y al cabo. Puede que entreguen sus hijos al mejor postor, pero me atrevería a decir que no los entregan a unos desconocidos totales sin antes concederles la oportunidad de conocerse. ¿No cree?

– No tengo ni idea -contestó Barbara-. Continúe.

Se acercó a la mesita de noche, un trasto tambaleante con un solo cajón. Lo abrió.

– Bien, la cuestión es que aquella noche en concreto, le vi cuando salía del hotel. Charlamos un poco sobre la inminente boda, y me dijo que iba a correr un poco por la playa. Los nervios anteriores a la boda y todo eso. Ya sabe.

– Sí.

– Por eso, cuando me enteré de que había muerto en el Nez, de entre todos los lugares posibles, porque está en dirección contraria a la playa si se sale de este hotel con la intención de ir a correr un poco, comprendí que no había querido comunicarme sus intenciones. Lo cual sólo puede significar que iba a hacer algo incorrecto. Y, como siempre se marchaba del hotel a la misma hora que se marchó el viernes por la noche, y como el viernes por la noche terminó muerto, me parece lógico deducir que no sólo iba a encontrarse con la misma persona de las otras noches, sino que era una persona con la que no tendría que haberse encontrado nunca, para empezar.

Treves enlazó las manos a la altura del pecho una vez más, como si esperara que Barbara se pusiera a gritar «¡Me asombra, Holmes!», a juzgar por su expresión.

Pero como Haytham Querashi había sido asesinado, y como las circunstancias sugerían que la muerte no había sido un acto casual, Barbara ya había llegado a la conclusión de que el hombre había ido al Nez para encontrarse con alguien. La única novedad añadida por Treves era que Querashi podía haber concertado este tipo de cita con frecuencia. Y, aunque le costara admitirlo, era un dato muy valioso. Arrojó un hueso al hotelero.

– Señor Treves, se ha equivocado de profesión.

– ¿De veras?

– Se lo aseguro.

Y ninguna de aquellas tres palabras era mentira.