Así alentado, Treves se puso a inspeccionar el contenido de la mesita de noche con ella: un libro encuadernado en amarillo, con un punto de raso del mismo color, que al abrirse puso al descubierto varias líneas entre paréntesis y todo un texto escrito en árabe: una caja con dos docenas de condones, la mitad de los cuales habían desaparecido; y un sobre de papel manila de doce por diecisiete. Barbara introdujo el libro en una bolsa de pruebas, mientras Treves parloteaba sobre los condones y todo cuanto la posesión de tal parafernalia sexual implicaba. Mientras chasqueaba la lengua, Barbara vació el sobre en su mano. Cayeron dos llaves, una no mucho más grande que la longitud de su primer nudillo hasta el extremo del pulgar, y la otra muy diminuta, del tamaño de una uña. Ésta debía ser la llave del maletín de piel encontrado en la cómoda. Cerró los dedos alrededor de ambas llaves y pensó en lo que haría a continuación. Quería echar un vistazo al maletín, pero prefería hacerlo en privado. Por lo tanto, antes de ponerse en acción debía ocuparse de su barbudo Sherlock.
Pensó en la mejor manera de hacerlo sin decepcionarle. No se tomaría muy bien averiguar que, como conocía a la víctima, era uno de los sospechosos de la muerte de Querashi, hasta que una buena coartada o una prueba le eliminara.
– Señor Treves, puede que estas llaves sean cruciales para nuestra investigación. ¿Quiere hacer el favor de salir al pasillo y vigilar? Sólo nos faltarían ahora espías o fisgones. Avíseme si no hay moros en la costa.
– Por supuesto, por supuesto, sargento -dijo el hombre-. Es un privilegio…
Corrió a cumplir su misión.
Una vez hubo dado el santo y seña, Barbara examinó las llaves con más detenimiento. Las dos eran de latón, y la más grande estaba sujeta a una cadena de la que colgaba una etiqueta metálica. Llevaba impreso el número 104. ¿La llave de una taquilla?, se preguntó Barbara. ¿Qué clase de taquilla? ¿De estación de tren? ¿De estación de autobuses? ¿Una taquilla personal en la playa, la típica taquilla metálica donde la gente guarda la ropa cuando va a nadar? Las posibilidades eran numerosas. Introdujo la segunda llave en la cerradura del maletín de piel. La llave giró sin problemas. Abrió el maletín.
– ¿Ha encontrado algo útil? -susurró Treves desde el pasillo. James Bond en toda su plenitud-. Todo despejado por aquí, sargento.
– No baje la guardia, señor Treves -susurró Barbara a su vez.
– No se preocupe -murmuró el hombre. Barbara supuso que estaba empezando a creer que había nacido para una vida aventurera.
– Dependo de usted -dijo, y buscó una frase susceptible de fortalecer la sensación de intriga que parecía necesaria para mantenerle en su lugar-. Si alguien se mueve…, quienquiera que sea, señor Treves…
– Por supuesto -dijo el hombre-. Proceda sin miedo, sargento detective Havers.
Barbara sonrió. Qué capullo, pensó. Añadió las llaves a la bolsa de pruebas. Después, se volvió hacia el maletín.
Su contenido estaba ordenado con meticulosidad: un par de gemelos de oro, un clip de oro para sujetar billetes, con una inscripción en árabe grabada, un pequeño anillo de oro, tal vez destinado a una mujer, con un rubí en el centro, una moneda de oro, cuatro brazaletes de oro, un talonario y una hoja de papel amarillo doblada por la mitad. Barbara se detuvo a pensar sobre la predilección de Querashi por el oro, qué significaba tal predilección y cómo podía encajar en el esquema global de lo sucedido al hombre. ¿Avaricia?, se preguntó. ¿Chantaje? ¿Cleptomanía? ¿Previsión? ¿Obsesión? ¿Qué?
Vio que el talonario era de una agencia local de Barclays. Era el tipo de talonario con matrices en el lado izquierdo de los talones. Sólo uno había sido extendido y documentado en una matriz, 400 libras a nombre de un tal F. Kumhar. Barbara examinó la fecha y calculó: tres semanas antes de la muerte de Querashi.
Barbara deslizó el talonario en la bolsa de pruebas y cogió la hoja doblada de papel amarillo. Era un recibo de una tienda de la ciudad. Se llamaba Racon Original and Artistic Jewellery, y debajo de este nombre estaba escrito en cursiva «La más elegante de Balford». Barbara pensó al principio que el recibo correspondía al anillo del rubí. ¿Tal vez un recuerdo comprado por Querashi para su futura esposa? Sin embargo, tras examinarlo, descubrió que el recibo no iba a nombre de Querashi, sino de Sahlah Malik.
El recibo no aclaraba la mercancía comprada. Fuera lo que fuera, sólo dos letras y un número de identificación: AK-162. Al lado había una frase escrita entre comillas: «La vida empieza ahora.» En la parte inferior del recibo estaba el precio que Sahlah Malik había pagado: 220 libras.
Intrigante, pensó Barbara. Se preguntó cómo había llegado aquel recibo a manos de Querashi. Era el recibo de algo comprado por la novia del hombre, y «La vida empieza ahora» debía ser la frase que ella quería que grabaran. ¿Una alianza? Era la conclusión más lógica. Pero ¿los maridos paquistaníes llevaban alianzas? Barbara nunca había visto una en Taymullah Azhar, pero eso no significaba gran cosa, porque no todos los occidentales se las ponían, e ignoraba cuál era la costumbre asiática. De todos modos, aunque el recibo fuera de una alianza, el que estuviera en posesión de Querashi indicaba que éste pensaba devolver lo que había comprado Sahlah. Y el acto de devolver un obsequio en el que se habían grabado las esperanzadoras palabras «La vida empieza ahora», insinuaba una auténtica fisura en los planes de la boda.
Barbara echó un vistazo a la mesita de noche, cuyo cajón seguía abierto. Vio la caja de condones medio vacía, y recordó que en los bolsillos del cadáver habían encontrado otros tres preservativos. Junto con el recibo de la joyería, los condones servían para subrayar una única conclusión.
No sólo habían aparecido fisuras en los planes de la boda, sino que había una tercera persona implicada, que tal vez había animado a Querashi a abandonar su matrimonio de conveniencia en favor de otra relación. Y esto había sucedido hacía poco, pues el hombre aún tenía en su posesión la prueba de que estaba planificando una luna de miel.
Barbara añadió el recibo a los demás objetos que había cogido de la mesilla de noche. Cerró con llave el maletín de piel y lo guardó también en la bolsa de pruebas. Se preguntó qué clase de reacción debería afrontar el novio de un matrimonio de conveniencia si anunciaba su decisión de romper el compromiso. ¿Se exaltarían los ánimos? ¿Se urdiría una venganza? No lo sabía, pero tenía una excelente idea de cómo averiguarlo.
– ¿Sargento Havers?
Era más un siseo que un susurro, procedente del pasillo: 007 se estaba impacientando.
Barbara se encaminó a la puerta y la abrió. Salió al pasillo y cogió a Treves del brazo.
– Puede que hayamos encontrado algo -le dijo con solemnidad.
– ¿De veras?
El hombre era todo oídos y ojos.
– Ya lo creo. ¿Guarda el registro de las llamadas telefónicas? ¿Sí? Estupendo. Quiero esos registros -ordenó-. Todas las llamadas que Querashi hizo. Todas las que recibió.
– ¿Esta noche?
Treves se humedeció los labios, entusiasmado. Barbara comprendió que, si se lo permitía, estaría hundido hasta los codos en documentación del hotel hasta el amanecer.
– No, mañana -dijo-. Vaya a dormir un poco. Ha de estar descansado para el combate.
El susurro de Treves era exaltación en estado puro.
– Gracias a Dios que he impedido a todo el mundo entrar en esa habitación.
– Siga así, señor Treves -dijo Barbara-. Que la puerta continúe cerrada con llave. Monte guardia, si es preciso. Contrate a un guardia jurado. Ponga una cámara de vídeo. Llene la habitación de micrófonos ocultos. Lo que sea. Pero que ni un alma traspase ese umbral. Confío en usted. ¿Lo hará?
– Sargento -dijo Treves con la mano sobre el corazón-, puede confiar en mí hasta la muerte.
– Espléndido -dijo Barbara, y se preguntó si Haytham Querashi había oído recientemente esas mismas palabras.