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– Ah, sargento Havers. -Barbara giró en redondo y vio que Basil Treves estaba detrás de ella, con dos platos de desayuno en la mano. El hombre le dedicó una sonrisa radiante-. ¿Me permite que la acompañe a su mesa?

Cuando intentó adelantarla para hacer los honores, Hadiyyah lanzó un grito de felicidad.

– ¡Barbara! ¡Has venido! -Dejó caer la cuchara en el cuenco de cereales, derramando leche sobre el mantel rosa. Salió disparada de la silla y corrió dando saltos por la sala, sin dejar de canturrear-. ¡Has venido! ¡Has venido! ¡Has venido a la playa! -Sus trenzas ceñidas con cintas amarillas bailaban alrededor de sus hombros. Iba vestida como un rayo de soclass="underline" pantalones cortos amarillos y camiseta a rayas, calcetines a franjas amarillas y sandalias. Estrujó la mano de Barbara-. ¿Has venido para hacer un castillo de arena conmigo? ¿Has venido a coger berberechos? Quiero subir a los autos de choque y a las montañas rusas. ¿Y tú?

Basil Treves contemplaba la escena con cierta consternación.

– Permítame que la acompañe a su mesa, sargento Havers -dijo con más énfasis, y movió la cabeza hacia una mesa contigua a una ventana abierta, entre los huéspedes ingleses.

– Prefiero aquella zona -dijo Barbara, y señaló con el pulgar el rincón oscuro de los paquistaníes-. Demasiado aire fresco por la mañana me saca de quicio. ¿Le importa?

Sin esperar su respuesta, caminó hacia Azhar. Hadiyyah se le adelantó.

– ¡Está aquí! -gritó-. ¡Mira, papá! ¡Está aquí! ¡Está aquí!

No pareció observar que su padre recibía la llegada de Barbara con esa alegría especial que suele reservarse para los leprosos.

Entretanto, Basil Treves había depositado los dos platos de desayuno delante de la señora Poner y su acompañante. Corrió para sentar a Barbara en la mesa contigua a la de Azhar.

– Sí, oh, sí -dijo-. Por supuesto. ¿Querrá zumo de naranja, sargento Havers? ¿Prefiere pomelo?

Sacudió la servilleta para desdoblarla con un movimiento elegante, sugerente de que sentar a la sargento entre los aceitunos siempre había formado parte de su plan maestro.

– ¡No, con nosotros! ¡Con nosotros! -graznó Hadiyyah. Tiró de Barbara hacia su mesa-. ¿Verdad, papá? Ha de sentarse con nosotros.

Azhar observaba a Barbara con sus indescifrables ojos castaños. La única indicación de sus sentimientos fue la deliberada vacilación empleada antes de levantarse para saludarla.

– Nos sentiríamos muy complacidos, Barbara -dijo en tono oficial.

Y una mierda, pensó Barbara. Pero dijo:

– Si hay sitio…

– Haremos sitio. Haremos sitio -dijo Basil Treves.

Mientras trasladaba cubiertos y platos desde la mesa de Barbara a la de Azhar, tarareaba con la firme determinación de un hombre empeñado en mejorar una mala situación.

– ¡Estoy muy contenta, contenta, contenta! -canturreó Hadiyyah-. Has venido de vacaciones, ¿verdad? Iremos a la playa. Buscaremos conchas. Iremos a pescar. Nos divertiremos en el parque de atracciones.

Volvió a sentarse en su silla y recuperó su cuchara, que yacía entre los cereales como un signo de exclamación plateado, comentando los acontecimientos de la mañana. Hadiyyah se puso a comer, indiferente a la leche que goteaba de la cuchara sobre su camiseta a rayas.

– Ayer, la señora Porter me cuidó mientras papá hacía unas cosas -confió a Barbara-. Leímos un libro sobre fósiles en el jardín. Quiero decir que lo leímos en el jardín. -Rió-. Hoy debíamos ir a pasear por el paseo del Acantilado, pero el muelle está demasiado lejos para ir caminando. Demasiado lejos para la señora Porter, quiero decir, pero yo sí puedo hacerlo, ¿verdad? Y ahora que estás aquí, papá me dejará ir al salón recreativo. ¿Verdad, papá? ¿Me dejarás ir si Barbara viene conmigo? -Se retorció en la silla para mirarla-. Subiremos a las montañas rusas y la noria, Barbara. Tiraremos al blanco. Jugaremos a pescar muñecos. ¿Sabes jugar? Papá es muy bueno. Una vez me cogió un koala, y otra cogió para mamá una…

– Hadiyyah.

La voz de su padre era firme. La silenció con su habitual destreza.

Barbara estudió el menú con devoción religiosa. Decidió lo que quería desayunar y Treves, que acechaba en las cercanías, tomó nota.

– Barbara ha venido para descansar, Hadiyyah -dijo Azhar a su hija, mientras Treves se dirigía a la cocina-. No has de inmiscuirte en sus vacaciones. Ha tenido un accidente y aún no estará en forma para pasear por la ciudad.

Hadiyyah no contestó, pero dirigió una mirada esperanzada en dirección a Barbara. Su rostro ansioso gritaba «noria, salón recreativo y montañas rusas». Balanceaba las piernas y daba saltitos en el asiento. Barbara se preguntó cómo lograba su padre negárselo todo.

– Estos huesos cansados podrán desplazarse hasta el muelle -dijo Barbara-, pero primero hay que ver cómo van las cosas.

Por lo visto, la vaga promesa fue suficiente para la niña.

– ¡Sí, sí, sí! -dijo, y antes de que su padre pudiera imponerle su disciplina de nuevo se lanzó sobre los restos de sus cereales.

Barbara observó que Azhar había comido huevos escalfados. Había terminado uno y empezado el segundo, cuando ella se había presentado ante su mesa.

– No dejes que te interrumpa -dijo Barbara, y señaló el plato con un cabeceo. Una vez más, el hombre utilizó la vacilación para comunicar su reticencia, pero Barbara no supo si era reticencia a comer o a su compañía, aunque sospechaba lo último.

Quitó la parte superior del huevo con la cuchara y separó con destreza la cáscara. Sostenía la cuchara entre sus esbeltos dedos oscuros, pero no comió nada antes de hablar.

– Es una gran coincidencia -comentó sin ironía- que hayas venido de vacaciones a la misma ciudad que Hadiyyah y yo, Barbara. Aún es más asombroso que nos hayamos encontrado en el mismo hotel.

– Así podremos estar juntas -anunció con alegría Hadiyyah-. Barbara y yo. La señora Porter es buena -informó a Barbara en voz más baja-. Me cae muy bien, pero no puede andar mucho rato, porque tiene una especie de parálisis.

– Hadiyyah -dijo su padre en voz baja-. Tu desayuno.

Hadiyyah agachó la cabeza, pero no antes de dedicar a Barbara una sonrisa radiante. Sus pies atacaron con energía las patas de la mesa.

Barbara sabía que era absurdo mentir. La primera vez que asistiera a un encuentro entre la policía y los representantes de la comunidad asiática, Azhar descubriría la verdad sobre su presencia en Balford. De hecho, comprendió que prefería tener que decirle una verdad, aunque no fuera la que había motivado su partida precipitada de Londres.

– En realidad he venido por trabajo -dijo-. Bueno, casi.

Le contó con desenvoltura que había venido a la ciudad para ayudar a una antigua amiga que trabajaba ahora en el DIC local, la inspectora que conducía una investigación de asesinato. Esperó ver su reacción. Fue la típica de Azhar: apenas movió una pestaña.

– Un hombre llamado Haytham Querashi fue encontrado asesinado hace tres días, no lejos de aquí. Se alojaba en este hotel -añadió con expresión de inocencia-. ¿Has oído hablar de esta muerte, Azhar?

– ¿Estás trabajando en este caso? -preguntó Azhar-. ¿Cómo es posible? Tú trabajas en Londres.

Barbara se ciñó más o menos a la verdad. Había recibido una llamada telefónica de su antigua compañera Emily Barlow, explicó. De alguna manera, Em se había enterado («Chismorreos policiales y todo eso, ya sabes») de que Barbara estaba libre en aquel momento. Había llamado y animado a Barbara a venir. Eso era todo.

Barbara trabajó la información sobre su amistad con Emily hasta que sonó bien a sus oídos. Dio la impresión de que estaban a medio camino entre almas gemelas y siamesas unidas al nacer por la cadera. Cuando estuvo segura de haber dejado claro que haría cualquier cosa por Emily, dijo: