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– Estás preguntando si, como resultado, abrigaron intenciones asesinas -aclaró Azhar-. No obstante, asesinar al novio no habría servido a los propósitos del matrimonio de conveniencia, ¿verdad?

– ¡Que le den por el culo al matrimonio de conveniencia! -Los platos saltaron cuando Barbara descargó la mano sobre la mesa. Los demás comensales se volvieron a mirarla. Azhar había dejado el paquete de cigarrillos sobre la mesa, y ella cogió uno-. Venga, Azhar -dijo en voz más baja-. La situación tiene dos lecturas.

Estamos hablando de paquistaníes, de acuerdo, pero también de seres humanos con sentimientos humanos.

– Quieres creer que algún familiar de Sahlah cometió ese crimen, tal vez la misma Sahlah, o alguien que actuara en su nombre.

– Me han dicho que Muhannad tiene muy mala leche.

– No obstante, eligieron a Haytham Querashi para ella por varios motivos, Barbara. Sobre todo, porque la familia le necesitaba. Todos los miembros de la familia. Contaba con la experiencia que necesitaban para su fábrica: un título en económicas de Pakistán y experiencia en dirigir la producción de una fábrica grande. Era una relación que beneficiaba a las dos partes. Los Malik le necesitaban y el necesitaba a los Malik. Nadie habría podido olvidar eso, pese a lo que Haytham pensara hacer con los condones que llevaba en el bolsillo.

– ¿Y un inglés no les habría proporcionado la misma experiencia?

– Desde luego, pero el deseo de mi tío es que el negocio siga siendo una empresa familiar. Muhannad ya ocupa un cargo importante. No puede hacer dos trabajos a la vez. No hay más hijos. Akram podría contratar a un inglés, sí, pero el trabajo ya no sería exclusivo de la familia.

– A menos que Sahlah se casara con él.

Azhar meneó la cabeza.

– Nunca se lo permitirían. -Extendió el encendedor, y Barbara se dio cuenta de que no había encendido el cigarrillo que tanto le apetecía. Se inclinó hacia la llama-. Como ves, Barbara -concluyó Azhar-, la comunidad paquistaní tenía todos los motivos para que Haytham Querashi siguiera vivo. Sólo entre los ingleses encontrarás móviles del asesinato.

– ¿De veras? Bien, no vendamos la piel del oso antes de haberlo cazado, ¿no crees, Azhar?

El hombre sonrió, aunque parecía que una prudencia interior le estuviera aconsejando lo contrario.

– ¿Siempre te entregas a tu trabajo con tanta pasión, Barbara Havers?

– El día pasa más deprisa -replicó Barbara.

El hombre asintió y movió el cigarrillo por el borde del cenicero. Al otro lado de la sala, la última pareja de ancianos se dirigía con parsimonia hacia la puerta. Basil Treves mariposeaba junto al bufete. Emitía ruiditos de actividad mientras llenaba seis vinagreras.

– Barbara, ¿sabes cómo murió Haytham? -preguntó Azhar en voz baja, con los ojos clavados en el extremo del cigarrillo.

La pregunta pilló a Barbara por sorpresa. Lo que aún la sorprendió más fue su instantánea inclinación a contarle la verdad. Meditó un momento, se preguntó de dónde había surgido aquella inclinación. Encontró la respuesta en aquel nanosegundo de ternura que había sentido entre ellos cuando él le había preguntado sobre la pasión que aplicaba a su trabajo. Sin embargo, había aprendido la forma de desechar cualquier ternura que pudiera sentir hacia otro ser humano, en especial un hombre. La ternura conducía a la debilidad y la indecisión. Esos dos defectos eran peligrosos en la vida. Podían ser fatales si había un asesinato de por medio.

– La autopsia está prevista para esta mañana -contestó. Esperó a que él preguntara, «¿Cuándo recibirán el informe?», pero no lo hizo. Se limitó a escrutar su rostro, y Barbara procuró hurtar toda información acusadora.

– ¡Papá! ¡Barbara! ¡Mirad!

Salvada por la campana, pensó Barbara. Miró hacia las puertas cristaleras. Hadiyyah estaba ante ellas con los brazos extendidos a los lados y la pelota roja y azul sobre la cabeza.

– No puedo moverme -anunció-. No puedo mover un músculo. Si me muevo la pelota caerá. ¿Tú. sabes hacerlo, papá? ¿Y tú, Barbara? ¿Sabes mantener el equilibrio así?

Esa es la cuestión, en efecto. Barbara se pasó la servilleta por la boca y se levantó.

– Gracias por la conversación -dijo a Azhar, y luego habló a su hija-. Los auténticos profesionales saben mantenerla fija sobre la nariz. Espero que lo hayas terminado para la hora de cenar.

Dio una última calada al cigarrillo y lo apagó en el cenicero. Se despidió de Azhar con un cabeceo y salió de la sala. Basil Treves la siguió.

– Ah, sargento… -Parecía dickensiano, Uriah Heep [2] en tono y postura, con las manos enlazadas a la altura del pecho como de costumbre-. ¿Puede dedicarme un momento? Vamos allí…

«Allí» era la recepción, un cubículo similar a una cueva construido bajo la escalera. Treves pasó detrás del mostrador y se agachó para recuperar algo guardado en un cajón. Era un fajo de papeletas rosa. Se las tendió a Barbara, mientras se inclinaba sobre el mostrador con aire conspirador.

– Mensajes -susurró.

Barbara pensó unos instantes en la inquietante connotación que acechaba tras la nube de ginebra que había exhalado. Echó un vistazo a las papeletas y vio que estaban arrancadas de un libro, copias en papel carbón de mensajes telefónicos recibidos. Por un momento, se preguntó cómo se habían amontonado tantos en tan poco tiempo, teniendo en cuenta que nadie en Londres sabía dónde estaba. Después, vio que iban destinados a H. Querashi.

– Me levanté antes que los pájaros -susurró Treves-. Repasé el libro de mensajes y saqué esto. Aún estoy trabajando en sus llamadas telefónicas al exterior. ¿De cuánto tiempo dispongo? ¿Qué hacemos con su correo? No solemos llevar un registro de las cartas que reciben los huéspedes, pero si me pongo a pensar en ello, tal vez recuerde algo útil a nuestras necesidades.

Barbara no pasó por alto el plural.

– Todo es útil -dijo-. Cartas, facturas, llamadas telefónicas, visitas. Cualquier cosa.

El rostro de Treves se iluminó.

– En cuanto a eso, sargento… -Miró a su alrededor. No había nadie cerca. La televisión de la sala de estar estaba emitiendo el telediario de la mañana, a un volumen que habría ahogado a Pavarotti berreando Pagliacci, pero Treves no abandonó sus precauciones-. Dos semanas antes de morir tuvo una visita. No había pensado en ello porque, al fin y al cabo, estaban comprometidos, de modo que ella podía… Aunque fue raro verla de aquella manera. No suele hacerlo. Tampoco es que se deje ver demasiado en público. La familia no lo permitiría, así que ¿cómo puedo decir que fue raro en este caso?

– Señor Treves, ¿de qué cono está hablando?

– De la mujer que vino a ver a Haytham Querashi -dijo Treves. Parecía disgustado porque Barbara no hubiera sido capaz de seguir un torrente de ideas que corría hacia un destino evidente-. Dos semanas antes de morir, una mujer le visitó. Iba vestida con ese traje que llevan ellas. Bien sabe Dios que se estaría cociendo debajo, con el calor que hacía.

– ¿Una mujer con chador? ¿Se refiere a eso?

– No sé cómo se llama. Iba vestida de negro de pies a cabeza, con unas ranuras para los ojos. Entró y preguntó por Querashi, que estaba tomando café en el salón. Hablaron entre susurros cerca de la puerta, al lado de aquel paragüero. Después, subieron la escalera -dijo con expresión gazmoña-. No tengo ni idea de qué hicieron en su habitación, por cierto.

– ¿Cuánto rato estuvieron?

– No lo controlé, sargento -contestó Treves con gesto socarrón, y añadió, cuando Barbara ya estaba a punto de marcharse-: Pero yo diría que un rato bastante largo.

Yumn se estiró con languidez y se puso de costado. Estudió la nuca de su marido. Oyó ruidos en la casa indicadores de que ya deberían estar levantados, pero le gustaba la circunstancia de que, mientras el resto de la familia se dedicaba a las tareas cotidianas, Muhannad y ella sólo se preocuparan de ellos mismos.

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[2] El malvado e hipócrita empleado de David Copperfield. (N. del T.)