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– Sin lugar a dudas, inspector.

Pero lo que no estaba claro era qué iba a hacer durante su forzado permiso. Un período lejos de su trabajo confundía a una mujer que mantenía a raya su vida privada, su psique herida y sus sentimientos con el fin de no disponer de tiempo para atenderlos. En el pasado había utilizado sus vacaciones del Yard para cuidar de la precaria salud de su padre. Después de su muerte había empleado las horas libres en hacer frente a la enfermedad mental de su madre, la renovación y venta del hogar familiar, y el traslado a su vivienda actual. Ahora no quería tener tiempo libre. La sola sugerencia de un período libre de minutos que se convirtieran en horas, luego en días y después en semanas… Sólo de pensarlo, sus palmas se cubrieron de sudor. El dolor se propagó a sus codos. Cada fibra de su cuerpo menudo y regordete empezó a chillar «Ataque de angustia».

Mientras se abría paso entre el tráfico y parpadeaba para defenderse de las partículas de hollín que habían entrado por la ventanilla, arrastradas por el aire bochornoso, se sintió como una mujer al borde del abismo. Un abismo sin límites. El letrero que lo anunciaba contenía las temibles palabras «tiempo libre». ¿Qué iba a hacer? ¿Adonde iría? ¿Cómo llenaría las horas interminables? ¿Leería novelas románticas? ¿Lavaría las tres únicas ventanas de su casa? ¿Aprendería a planchar, a hornear, a coser? ¿No sería mejor licuarse bajo el sol? Ese jodido calor, ese abyecto calor, ese atosigante, insufrible abominable calor, ese…

Cálmate, se dijo. Estás condenada a unas vacaciones, no a un aislamiento carcelario.

Al llegar a lo alto de Sloane Street, esperó con paciencia para doblar hacia Knightsbridge. Había escuchado los telediarios día tras día en la habitación del hospital, y por eso sabía que el tiempo excepcional había atraído hacia Londres una cantidad de turistas superior a la normal. Pero aquí los veía. Hordas de paseantes armados con botellas de agua mineral se abrían paso por las aceras. Más hordas surgían de la estación de metro de Knightsbridge y hormigueaban en todas direcciones. Y cinco minutos después, cuando Barbara consiguió subir por Park Lane, vio más turistas, junto con masas de compatriotas que desnudaban sus cuerpos blancuzcos a Apolo sobre los parterres sedientos de Hyde Park. Autobuses descubiertos avanzaban a paso de tortuga bajo el sol abrasador, cargados de pasajeros que escuchaban fascinados las explicaciones de los guías, que hablaban por micrófonos. Y los autocares turísticos escupían alemanes, coreanos, japoneses y norteamericanos ante las puertas de todos los hoteles que veía.

Todos respirando el mismo aire, pensó. El mismo aire tórrido, malsano e irrespirable. Tal vez necesitaba unas vacaciones, al fin y al cabo.

Rodeó la enloquecida congestión de Oxford Street y giró por Edgware Road. Las masas de turistas dieron paso a masas de inmigrantes: mujeres de tez oscura vestidas con saris, chadors e hijabs. Hombres de tez oscura con toda clase de indumentarias, desde tejanos a túnicas. Mientras avanzaba lentamente entre el tráfico, Barbara contemplaba a aquellos extranjeros que entraban y salían con decisión de las tiendas. Reflexionó sobre los cambios acaecidos en Londres durante sus treinta y tres años. Sin duda la comida había experimentado una mejora sustancial, pero como miembro de la policía sabía que aquella sociedad políglota había engendrado todo un abanico de problemas políglotas.

Se desvió para esquivar al gentío que se agolpaba en los alrededores de Camden Lock. Diez minutos más, y al fin ascendía por Eton Villas, donde rogó al ángel de la guarda de los transportes que le encontrara un hueco para aparcar cerca de su cuchitril particular.

El ángel ofreció un compromiso: un hueco en la esquina, a unos cincuenta metros de distancia. Barbara, tras unas cuantas maniobras creativas, consiguió embutir el Mini en un espacio sólo apto para una moto. Volvió caminando cansinamente sobre sus pasos y abrió la cancela que daba acceso a la casa amarilla eduardiana tras la cual se alzaba su casita.

Durante la larga travesía de la ciudad, el agradable calorcillo del champán se había metamorfoseado, como suele suceder con todos los calorcillos agradables debidos al alcohoclass="underline" se estaba muriendo de sed. Clavó la vista en el sendero que discurría justo al lado de la casa y conducía al jardín posterior. Al fondo, su casita tenía un aspecto fresco y tentador, a la sombra de una acacia blanca.

El aspecto mentía, como de costumbre. Cuando Barbara abrió la puerta y entró, el calor la engulló. Las tres ventanas estaban abiertas, con la esperanza de alentar las corrientes de aire, pero no soplaba la menor brisa, de manera que el pesado aire invadió sus pulmones con un ardor implacable.

– Puta mierda -murmuró Barbara.

Arrojó el bolso sobre la mesa y se encaminó a la nevera. Un litro de Volvic semejaba una torre de apartamentos entre sus compañeros: los cartones y cajas de comidas para llevar y precocinadas. Barbara agarró la botella y se la llevó hasta el fregadero. Se echó cinco tragos al coleto, después se agachó y vertió la mitad de lo que quedaba sobre su cuello y cabello. La brusca caricia del agua fría provocó que sus ojos parpadearan. Era el paraíso perfecto.

– Joder -dijo-. He descubierto a Dios.

– ¿Te estás duchando? -preguntó una voz infantil detrás de ella-. ¿Quieres que vuelva más tarde?

Barbara se volvió hacia la puerta. La había dejado abierta, pero no esperaba que eso fuera interpretado como una invitación para visitantes de paso. En realidad no había visto a ningún vecino desde que le habían dado el alta en el hospital de Wiltshire, donde había pasado más de una semana. Para evitar encuentros casuales, había limitado sus idas y venidas a las horas en que los habitantes del edificio principal estaban ausentes.

Pero allí estaba uno de ellos, y cuando la niña avanzó un pasito vacilante, sus acuosos ojos se agrandaron de sorpresa.

– ¿Qué te has hecho en la cara, Barbara? ¿Has tenido un accidente de coche? Tiene mal aspecto.

– Gracias, Hadiyyah.

– ¿Te duele? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde has estado? Estaba muy preocupada. Te he telefoneado dos veces. Te he llamado hoy. Mira, tu contestador automático parpadea. ¿Quieres que lo conecte? Sé hacerlo. Tú me enseñaste, ¿recuerdas?

Hadiyyah cruzó alegremente la sala y se dejó caer sobre la cama de Barbara. El contestador automático descansaba sobre un estante, junto al diminuto hogar. Pulsó con seguridad uno de los botones y dedicó una sonrisa resplandeciente a Barbara cuando sonó su voz.

«Hola -decía su mensaje-. Soy Khalidah Hadiyyah. Tu vecina. La de delante de tu casa. El piso de la planta baja.»

– Papá siempre dice que he de identificarme cuando llamo a alguien -explicó Hadiyyah-. Dice que es una cuestión de educación.

– Es una buena costumbre -admitió Barbara-. Reduce la confusión al otro extremo de la línea.

Cogió un paño de cocina que colgaba de un gancho y se secó el pelo y la nuca.

«Hace un calor horroroso, ¿verdad? -continuó el mensaje-. ¿Dónde estás? Te llamo para preguntarte si quieres ir a tomar un helado. He ahorrado lo suficiente para comprar dos, y papá dice que puedo invitar a quien quiera, así que te invito a ti. Llámame pronto, pero no tengas miedo. No invitaré a nadie más. Adiós.»

Al cabo de un momento, después del pitido y el anuncio de la hora, otro mensaje de la misma voz:

«Hola. Soy Khalidah Hadiyyah. Tu vecina. La de delante de tu casa. El piso de la planta baja. Aún tengo ganas de ir a tomar un helado. ¿Y tú? Llámame, por favor. Si puedes, quiero decir. Yo invito. Invito porque he ahorrado.»

– ¿Habrías sabido quién era? -preguntó la niña-. ¿Di suficientes explicaciones para que supieras quién era? No sabía muy bien qué decir, pero me pareció suficiente.

– Lo has hecho muy bien -dijo Barbara-. Me ha gustado lo del piso de la planta baja. Me va bien saber dónde puedo encontrar tu dinero cuando lo necesite para comprar cigarrillos.