Alzó una mano perezosa hacia el largo cabello de su marido, liberado de su coleta, e introdujo los dedos en él.
– Meri-jahn -murmuró.
No necesitó mirar el pequeño calendario de la mesilla de noche para saber lo que pregonaba aquel día. Llevaba un control riguroso de su ciclo femenino, y la noche, anterior había visto la anotación. Las relaciones con su marido que mantuviera hoy podían desembocar en otro embarazo. Y eso era lo que Yumn más anhelaba, más aún que mantener en su sitio a la plañidera de Sahlah.
Dos meses después de nacer Bishr empezó a sentir la necesidad de tener otro hijo. Comenzó a solicitar a su marido con regularidad, excitándole para que plantara la semilla de otro hijo en la tierra de su cuerpo más que deseoso. Sería otro niño, por supuesto, en cuanto el embarazo se consumara.
Yumn sintió deseo por él en cuanto tocó a Muhannad. Era tan adorable. Qué cambio en su vida había supuesto casarse con un hombre semejante. La hermana mayor, la menos atractiva, la menos casadera a los ojos de sus padres, y ella, Yumn la foca, y no una de sus dóciles y esbeltas hermanas, había demostrado ser la esposa excepcional de un marido excepcional. ¿Quién lo habría considerado posible? Un hombre como Muhannad habría podido escoger a cualquier mujer, pese a la magnitud de la dote que su padre había reunido para tentarle a él y a sus padres. Como único hijo de un padre muy ansioso por tener nietos, Muhannad habría podido imponer su voluntad. Habría podido expresar sus exigencias con unas condiciones que su padre no se habría atrevido a negarle. En consecuencia, habría podido evaluar a cada candidata que le presentaran sus padres y rechazar a las que no cumplieran sus requisitos. Sin embargo, había aceptado la elección de su padre sin rechistar, y la noche que se habían conocido, había sellado el pacto de matrimonio tomándola con rudeza en un rincón oscuro del huerto, dejándola embarazada de su primer hijo.
– Somos una pareja formidable, meri-jahn -murmuró, y se acercó más a él-. Estamos hechos el tino para el otro.
Apretó la boca contra su cuello. El sabor del hombre acrecentó su deseo. Su piel era algo salada, y su pelo olía a los cigarrillos que fumaba a escondidas de su padre.
Deslizó la mano por su brazo desnudo, pero con mucha suavidad, para que sus pelos ásperos le cosquillearan la palma. Aferró su mano, y luego movió los dedos hasta el vello del estómago.
– Anoche estuviste levantado hasta muy tarde, Muni -susurró contra su cuello-. Te deseaba. ¿De qué hablasteis tu primo y tú durante tanto rato?
Había oído sus voces hasta muy avanzada la noche, mucho después de que sus parientes políticos se acostaran. Permaneció tendida, impaciente por el retraso de su marido, y se preguntó qué precio debería pagar Muhannad por haber desafiado a su padre y traído a la casa al Desterrado. Muhannad le había contado su plan la noche anterior a ponerlo en práctica. Ella le había bañado. Después, mientras le frotaba la piel con loción, él le habló en voz baja de Taymullah Azhar.
Le daba igual la reacción del viejo pedorro, dijo. Traería a su primo para que les ayudara en el asunto de la muerte de Haytham. Su primo era un activista en lo tocante a los derechos de los inmigrantes paquistaníes. Lo sabía gracias a un miembro de Jum'a, que le había oído hablar en una conferencia de su pueblo en Londres. Había hablado sobre el sistema legal, sobre la trampa en que caían los inmigrantes, legales o no, al permitir que sus tradiciones e inclinaciones influyeran en sus interacciones con policías, abogados y tribunales. Muhannad se acordaba de todo esto. Y cuando la muerte de Haytham no fue declarada de inmediato accidental, se movió enseguida para lograr la ayuda de su primo. Azhar puede sernos de ayuda, había dicho a Yumn, mientras ella le cepillaba el pelo. Azhar nos ayudará.
– Pero, ¿en qué, Muni? -había preguntado ella, preocupada por la posibilidad de que la llegada del intruso se interpusiera en sus planes. No quería que Muhannad dedicara su tiempo y sus pensamientos a la muerte de Haytham Querashi.
– En conseguir que la policía detenga al asesino -contestó Muhannad-. Intentarán colgarle el muerto a un asiático, por supuesto. No quiero que eso suceda.
Estas palabras agradaron a Yumn. Le gustaba la parte desafiante de su naturaleza. Incluso la compartía. Emitía los sonidos y realizaba los gestos necesarios de obediencia a su suegra, como exigía la costumbre, pero le gustaba restregar por la cara de Wardah la facilidad de reproducción de su obediente nuera. No había pasado por alto la breve expresión de envidia que había aparecido en las facciones de Wardah cuando Yumn anunció con orgullo su segundo embarazo, doce semanas después de haber dado a luz a su primer hijo. Había aprovechado cualquier oportunidad para alardear de su fecundidad delante de su suegra.
– ¿Tu primo tiene cerebro, meri-jahn?-susurró-. Porque no se parece en nada a ti. Un hombre tan pequeño, tan insignificante.
Sus dedos descendieron por el estómago de su esposo, ensortijaron el vello y tiraron de él con delicadeza. Sentía la llamada insistente de su deseo. Creció, hasta que sólo hubo una forma de calmarlo.
Pero quería que él la deseara. Porque si no podía despertar su necesidad aquella mañana, Yumn sabía que buscaría satisfacción en otro sitio.
No sería la primera vez. Yumn no sabía el nombre de la mujer, o de las mujeres, con quien debía compartir a su esposo. Sólo sabía que existían. Siempre fingía dormir cuando Muhannad abandonaba su lecho de noche, pero en cuanto cerraba la puerta del dormitorio, corría a la ventana. Esperaba a escuchar el ruido del coche al ponerse en marcha cuando llegaba al final de la calle, pues hasta allí lo dejaba rodar en silencio. A veces, lo oía. A veces, no.
Pero siempre se quedaba despierta las noches que Muhannad la dejaba, con la vista clavada en la oscuridad, mientras contaba poco a poco para tomar nota del paso del tiempo. Y cuando volvía a ella justo antes del amanecer y se metía en la cama, ella buscaba en el aire el fuerte olor a sexo, pese a saber que el olor de su traición le resultaría tan doloroso como su visión. Sin embargo, Muhannad tomaba la precaución de no llevar a su cama el olor a sexo de otra mujer. Tampoco le proporcionaba pruebas concretas. Por lo tanto, debía hacer frente a su rival desconocida con la única arma que poseía.
Recorrió su hombro con la lengua.
– Qué hombre -susurró.
Sus dedos encontraron el pene. Estaba erecto. Empezó a acariciarlo. Apretó los pechos contra su espalda. Movió las caderas rítmicamente. Susurró su nombre.
Por fin, Muhannad reaccionó. Cogió su mano y aumentó la velocidad de sus caricias.
La casa se llenó de ruidos. Su hijo menor lloró. Se oyeron unos pies calzados con sandalias en el pasillo de arriba. La voz de Wardah gritó algo desde la cocina. Sahlah y su padre intercambiaron unas palabras en voz baja. Los pájaros cantaban en el huerto y un perro ladró en alguna parte.
Wardah se enfadaría al ver que la esposa de su hijo no se había levantado temprano para preparar el desayuno de Muhannad. Por ser una vieja, nunca comprendía la importancia de ocuparse de otras cosas.
Las caderas de Muhannad se sacudieron de manera inconsciente. Yumn le urgió a que se tendiera de espaldas. Echó hacia atrás la sábana bajo la que habían dormido. Se quitó el camisón y se puso a horcajadas. Muhannad abrió los ojos.
Le cogió las manos. Ella le miró.
– Muni -susurró-, meri-jahn, es maravilloso sentirte.
Se alzó para recibirle en su interior, pero él se escurrió al instante de debajo de ella.
– Pero, Muni, ¿no…?
La mano de Muhannad silenció su boca, hundiendo los dedos en sus mejillas con tal fuerza que Yumn sintió las uñas como carbones al rojo vivo sobre su piel. Se puso detrás de ella y tiró de su cabeza. Con la otra mano se apoderó de un pecho y le pellizcó el pezón entre el índice y el pulgar, hasta que ella se retorció de dolor. Yumn notó sus dientes en el cuello, y su mano, después de liberar el pecho, descendió sobre su estómago hasta encontrar el montículo de vello. Lo estrujó con rudeza. Después, la empujó hacia adelante con la misma brusquedad, hasta que quedó a cuatro patas. Sin dejar de taparle la boca, Muhannad encontró el punto que deseaba y empezó a excavar. Alcanzó el orgasmo en menos de veinte segundos.