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La soltó y Yumn se desplomó de costado. Él estuvo arrodillado sobre ella un momento, con los ojos cerrados, la cabeza levantada hacia el techo, mientras su pecho subía y bajaba rápidamente. Se echó el pelo hacia atrás con una sacudida brusca y se lo atusó. El sudor perlaba su cuerpo.

Bajó de la cama y cogió la camiseta que había desechado antes de acostarse. Estaba tirada en el suelo entre sus demás ropas, y se secó con ella antes de arrojarla donde la había encontrado. Recogió los téjanos y se los puso sobre sus nalgas desnudas. Subió la cremallera y, con el pecho desnudo y descalzo, salió de la habitación.

Yumn contempló su espalda, vio cerrarse la puerta. Sentía que la semilla de Muhannad escapaba de su interior. Se apoderó de un pañuelo de papel y alzó las caderas para colocar una almohada bajo ellas. Empezó a relajarse mientras imaginaba el raudo viaje del esperma, en busca del solitario óvulo que aguardaba. Sucedería aquella misma mañana, pensó.

Su Muni era un hombre de pies a cabeza.

Capítulo 7

Emily Barlow estaba enchufando el cable de un ventilador cuando Barbara llegó a su oficina. La inspectora estaba a cuatro gatas debajo de la mesa sobre la que descansaba el ordenador. El monitor mostraba un formato que Barbara reconoció incluso desde la puerta. Era HOLMES, el programa que sistematizaba las investigaciones criminales de todo el país.

La oficina ya parecía una sauna, pese a que su única ventana estaba abierta de par en par. Tres botellas vacías de Evian revelaban lo que había hecho Emily hasta el momento para combatir el calor.

– El maldito edificio ni siquiera se refresca durante la noche -dijo Emily a Barbara, mientras salía de debajo de la mesa y presionaba el botón de máxima velocidad del ventilador. No pasó nada.

– ¿Qué…? ¡Joder! -Emily fue a la puerta y gritó-: ¡Billy, pensaba que este maldito trasto funcionaba!

La voz incorpórea de un hombre contestó.

– Yo sólo dije «Pruebe, jefe». No prometí nada.

– Magnífico.

Emily volvió hacia el aparato. Pulsó el botón de parada, y luego cada una de las posiciones. Descargó el puño sobre la caja de plástico del motor. Por fin, las hojas del ventilador iniciaron una desganada rotación.

Ni siquiera llegaron a crear una brisa, mientras masajeaban letárgicamente el aire estancado de la habitación.

Emily meneó la cabeza, irritada, y sacudió el polvo de las rodilleras de sus pantalones grises.

– ¿Qué tenemos? -preguntó, moviendo la cabeza en dirección a la mano de Barbara.

– Mensajes telefónicos recibidos por Querashi durante las seis últimas semanas. Basil Treves me los dio esta mañana.

– ¿Algo útil?

– Hay un montón. Sólo he examinado una tercera parte.

– Mierda. Los habríamos conseguido hace dos días si Ferguson se hubiera mostrado un poco más colaborador y hubiera estado menos interesado en echarme a la calle. Dámelos. -Emily cogió la colección de mensajes y gritó en dirección al pasillo-: ¡Belinda Warner!

La agente vino corriendo. Su uniforme azul ya estaba mojado de sudor, y su pelo le colgaba lacio sobre la frente. Emily la presentó a Barbara. Le dijo que examinara los mensajes («Organiza, coteja, toma nota e infórmame»), y se volvió hacia Barbara. Dedicó a su compañera un detenido escrutinio.

– ¡Santo Dios! -dijo-. Qué desastre. Ven conmigo.

Bajó como una exhalación la estrecha escalera y se detuvo en el rellano para abrir del todo una ventana. Barbara la siguió. En la parte posterior del edificio Victoriano, cuya construcción era bastante irregular, lo que en otro tiempo habría sido un comedor o una sala de estar había sido reconvertido en una combinación de gimnasio y vestuario. En el centro había diversos aparatos, que incluían una bicicleta estática, una máquina de remar y un sofisticado módulo de pesas de cuatro posiciones. Una serie de taquillas ocupaban una pared, y la de enfrente tenía dos duchas, tres lavabos y un espejo. Un corpulento pelirrojo, vestido con un chándal completo, se afanaba en la máquina de remar, con el aspecto de un candidato en potencia para la unidad de cuidados intensivos de cardiología. No había nadie más en la sala.

– Frank -ladró Emily-, te estás pasando.

– He de perder catorce kilos antes de la boda -resolló el hombre.

– ¿Y qué? Compórtate a la hora de comer. Deja las patatas y el pescado fritos.

– No puedo, jefa. -Aumentó el ritmo-. Marsha cocina. No quiero ofenderla.

– Aún se ofenderá más si caes fulminado antes de que te lleve al altar -replicó Emily, y se dirigió a una de las taquillas. Giró la cerradura de combinación, sacó una pequeña bolsa de esponja y abrió la marcha hacia un lavabo.

Barbara la siguió, inquieta. Se había hecho cierta idea de lo que iba a suceder, y no le gustaba mucho.

– Em, creo que no… -empezó.

– Está muy claro -replicó Emily.

Abrió la bolsa y rebuscó en su interior. Dejó en el borde del lavabo un frasco de base de maquillaje líquida, dos estuches del tamaño de su palma y un juego de pinceles.

– No querrás…

– Tú mira. Limítate a mirar. -Emily volvió a Barbara hacia el espejo-. Pareces el infierno en una mañana de enero.

– ¿Y qué aspecto quieres que tenga? Un tío me pegó una paliza. Me rompió la nariz y tres costillas.

– Y yo lo siento mucho -dijo Emily-. No existe nadie que se lo mereciera menos, pero no hay excusa, Barb. Si vas a trabajar para mí, has de tener buen aspecto.

– Em, joder. Nunca me pongo esa mierda.

– Tómalo como otra experiencia vital. Ven. Mírame. -Barbara vaciló, dispuesta a protestar de nuevo-. No vas a reunirte con los asiáticos así. Es una orden, sargento.

Barbara se sentía como un buey fileteado a punto de ser convertido en hamburguesas, pero se sometió a los cuidados de Emily. La inspectora procedió con rapidez y seguridad, y terminó en menos de un minuto. Retrocedió y contempló su obra con ojo crítico.

– Estarás a la altura -dijo-. Pero ese pelo, Barb. No tiene salvación. Parece que te lo cortaste tú misma en la ducha.

– Bien… sí -admitió Barbara-. Me pareció una buena idea en aquel momento.

Emily puso los ojos en blanco, pero no hizo comentarios. Guardó los cosméticos. Barbara aprovechó la oportunidad para examinar su apariencia.

– No está mal -dijo.

Los morados seguían en su sitio, pero se habían reducido mucho de color. Y sus ojos, que siempre consideraba porcinos, aparecían de un tamaño aceptable. Por lo demás, no aterrorizaría a niños inocentes.

– ¿De dónde has sacado esas cosas? -preguntó, en referencia al maquillaje de Emily.

– De Boots -contestó la inspectora-. Has oído hablar de Boots, supongo. Venga. Espero un informe sobre la autopsia, y también confío en que llegue algo del forense.

El informe ya había llegado. Estaba en el centro del escritorio de Emily, y el ventilador, en su lucha contra la atmósfera asfixiante, agitaba las páginas. Emily lo cogió y examinó, mientras se pasaba los dedos por el pelo. El informe había llegado acompañado de otro juego de fotografías. Barbara se ocupó de ellas.

Plasmaban el cadáver, desnudo y antes del análisis anatómico. Barbara comprobó que la paliza había sido brutal. Había contusiones evidentes en su pecho y hombros, aparte de las que había visto en las anteriores fotografías de su cara. No obstante, las marcas eran muy irregulares, y ni su tamaño ni su forma sugerían puñetazos.