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Parecía que lo mejor era empezar por esto último. Si era necesario eliminar detalles en la búsqueda del asesino, siempre era prudente examinar antes los más accesibles. Proporcionaba una decidida sensación de éxito, por irrelevante que fuera el caso.

Barbara dejó el ventilador en marcha. Bajó la escalera y salió a la calle, donde su Mini estaba absorbiendo el calor del día como una lata colocada encima de una barbacoa.

El volante quemaba y los gastados asientos la abrazaron como el apretón de un pariente borracho, pero el motor se puso en marcha con menos coqueterías mecánicas que de costumbre. Descendió la colina y giró a la derecha, en dirección a la calle Mayor.

No tuvo que ir muy lejos. Joyas Originales y Artísticas Racon estaba situada en la esquina de High Street con Saville Lane, y se distinguía por ser una de las tres tiendas que aún parecían funcionar en una fila de siete. La tienda aún no había abierto, pero Barbara llamó con los nudillos a la puerta, con la esperanza de que hubiera alguien en la trastienda, que veía a través de la puerta justo al otro lado del mostrador. Movió el pomo ruidosamente y llamó por segunda vez, con más agresividad, lo cual obró el efecto requerido. Una mujer de formidable peinado y cabello de un tono rojo igualmente formidable apareció en la puerta y señaló el cartel de CERRADO.

– Aún no está todo preparado -anunció, con un aire de decidido buen humor, pero debió darse cuenta de la locura que suponía dar la espalda a una cliente en potencia, teniendo en cuenta el actual clima comercial de Balford, y añadió-: ¿Es urgente, cariño? ¿Necesitas un regalo de cumpleaños o algo por el estilo?

Se dispuso a abrir la puerta.

Barbara exhibió su identificación. Los ojos de la mujer se dilataron.

– ¿Scotland Yafd? -dijo, y por algún motivo echó un vistazo a la trastienda de la que había salido.

– No busco un regalo -dijo Barbara-. Sólo cierta información, señora…

– Winfield -dijo la mujer-. Connie Winfield. Connie de Racon.

Barbara tardó un momento en comprender que la otra mujer no estaba identificando su lugar de origen, como Catalina de Aragón. Se estaba refiriendo al nombre de la tienda.

– ¿Es usted la propietaria, pues?

– En efecto.

Connie Winfield cerró la puerta después de que Barbara entrara y le dio una palmadita. Volvió al mostrador y empezó a ordenar el expositor interior. Estaba cubierto con un paño de franela marrón, que desdobló para dejar al descubierto pendientes, collares, brazaletes y otras fruslerías. No se trataba del material habitual en las joyerías. Todas las piezas eran de diseño exclusivo, que utilizaba con profusión monedas, cuentas, plumas, piedras pulidas y cuero. Los metales preciosos que entraban en la confección eran los tradicionales, oro y plata, pero labrados de una forma original.

Barbara pensó en el anillo que había visto en el maletín de Querashi. Un diseño tradicional con un solo rubí, un anillo que no había comprado aquí, sin duda.

Sacó el recibo que había estado en posesión de Querashi.

– Señora Winfield, este recibo…

– Connie -contestó la otra mujer. Se había desplazado a otra vitrina y estaba sacando a la luz los adornos que contenía-. Todo el mundo me llama Connie. Siempre. He vivido aquí toda mi vida, y nunca he entendido la necesidad de convertirme en señora Winfield para personas que me veían corretear por la calle con los pañales sucios.

– De acuerdo -dijo Barbara-. Connie.

– Hasta mis artistas me llaman Connie. Son los que hacen mis joyas, por cierto. Artistas desde Brighton a Inverness. Vendo sus piezas en consignación, por eso he podido capear la recesión cuando la mayoría de tiendas, me refiero a las tiendas de lujo, no a las verdulerías, las farmacias o las tiendas de artículos de primera necesidad, han tenido que cerrar las puertas durante estos últimos cinco años. Tengo buena cabeza para los negocios, desde siempre. Cuando abrí Racon hace diez años, me dije: Connie, cariño, no inviertas todo tu dinero en existencias. Es como zarpar hacia Puerto Fracaso a toda máquina, si sabe a qué me refiero.

De debajo de los mostradores empezó a sacar expositores de madera pulida en forma de árbol. Estaban dedicados a pendientes, y sus monedas y cuentas tintinearon cuando Connie los depositó sobre el mostrador y los dispuso con destreza para resaltar sus virtudes. Trabajaba con energía, y Barbara se preguntó si la atención que estaba dedicando a aquellos artículos era típica de una actividad matutina, o se debía a una reacción nerviosa ante la visita de la policía.

Barbara dejó el recibo junto a uno de los árboles de pendientes.

– Señora…, Connie, este recibo es de su tienda, ¿verdad?

Connie lo cogió.

– Arriba pone «Racon» -admitió.

– ¿Puede decirme a qué objeto se refiere, y qué significa la frase «La vida empieza ahora»?

– Un momento.

Connie fue a una esquina de la tienda, donde se alzaba un ventilador de pie. Lo conectó, y Barbara experimentó un gran alivio al comprobar que, al contrario que su congénere de la oficina de Emily, funcionaba como cabía esperar de un ventilador. Connie optó por la velocidad intermedia.

Llevó el recibo hasta la caja, junto a la cual descansaba un cuaderno negro, con las palabras JOYAS RACON repujadas en oro. Connie lo abrió.

– AK significa el artista -explicó a Barbara-. Así identificamos las piezas. Es de Aloysius Kennedy, un tipo de Northumberland. No vendo muchas de sus piezas porque salen un poco caras para el tipo de negocio que hacemos en Balford. Pero ésta… -Se humedeció el dedo medio y pasó varias páginas. Recorrió la página con una larga uña acrílica pintada, al parecer, para que hiciera juego con el cabello-. El 162 se refiere al número de depósito. Y en este caso…, sí. Aquí está. Era uno de sus brazaletes. Oh, era encantador. No tengo otro exactamente igual, pero… -asumió su papel de vendedora- puedo enseñarle algo similar, si quiere echarle un vistazo.

– ¿A qué puede referirse «La vida empieza ahora»? -preguntó Barbara.

– Sentido común, supongo -dijo Connie, y lanzó una carcajada demasiado forzada para celebrar su propio chiste, dejando al descubierto unos dientes blancos y diminutos, como de niño-. Habrá que preguntarle a Rache, ¿eh? Es su letra. -Se acercó a la puerta de la trastienda-. Rache, cariñín. Tenemos a Scotland Yard en la tienda, preguntando por un recibo tuyo. ¿Puedes traerme un Kennedy? -Dedicó a Barbara una sonrisa-. Rachel. Mi hija.

– «Ra» de Racon.

– Es usted rápida, ¿verdad?

Se oyeron pasos sobre un suelo de madera en la trastienda. Al instante siguiente, una joven apareció en el umbral. Se refugió en las sombras, con una caja en la mano.

– Estaba examinando el envío de Devon. La artista está trabajando con conchas esta vez. ¿Lo sabías?

– ¿De veras? Dios, esa mujer se niega a escuchar consejos acerca de los gustos del público. Te presento a Scotland Yard, Rache.

Rachel avanzó apenas unos centímetros, pero lo suficiente para que Barbara comprobara la enorme diferencia con su madre. Pese a su cabello flamígero, Connie era una mujer de facciones bonitas, piel sin mácula, pestañas largas y boca delicada. En contraste, daba la impresión de que alguien hubiera creado a su hija a partir de fragmentos descartados de cinco o seis mujeres carentes de todo atractivo.

Sus ojos estaban separados de una forma anormal, y uno de ellos se inclinaba como si la chica sufriera alguna clase de parálisis. La barbilla se reducía a una pequeña protuberancia de carne debajo del labio inferior, casi pegada al cuello. Era evidente que su nariz ocupaba un lugar donde antes no había existido nada. Se trataba de un saliente artificial, y si bien tenía forma de nariz, el puente era insuficiente, de modo que se hundía en su cara como si alguien hubiera presionado con el pulgar un molde de arcilla.