Barbara no sabía a dónde mirar sin que la joven se sintiera ofendida. Se devanó los sesos para recordar lo que las personas con deformidades deseaban del prójimo. Mirar era una torpeza, pero desviar la vista al tiempo que se intentaba hablar con la víctima de tales deformaciones se le antojaba aún más cruel.
– ¿Qué puedes contar a Scotland Yard sobre esto, cariño? -dijo Connie-. Es una pieza de Kennedy, el recibo está escrito con tu letra, y la vendiste a…
Su voz enmudeció cuando leyó el nombre escrito en la parte superior del recibo por primera vez. Alzó los ojos hacia su hija, y ésta sostuvo su mirada. Dio la impresión de que una sutil comunicación pasaba entre ambas.
– El recibo indica que fue vendida a Sahlah Malik -dijo Barbara a Rachel Winfield.
Por fin, Rachel salió a la luz directa de la tienda. Se detuvo a medio metro del mostrador sobre el que descansaba el recibo. Lo miró vacilante, como si fuera un animal alienígena al que fuera mejor no acercarse con excesiva rapidez. Barbara vio que una vena latía en su sien, y mientras examinaba el recibo desde lejos, se rodeó el cuerpo con los brazos y, con la mano que no sujetaba la caja, se rascó el otro brazo ferozmente con el pulgar.
Su madre se acercó y le arregló el pelo mientras chasqueaba la lengua. Tiró un mechón hacia adelante y ahuecó otro. Rachel pareció irritarse, pero no rechazó a su madre.
– Tu madre dice que es tu letra -dijo Barbara-. Por lo tanto, tú debiste hacer la venta. ¿Te acuerdas?
– No fue una venta exactamente. -Rachel carraspeó-. Más bien un trueque. Sahlah hace algunas de nuestras joyas, así que hacemos cambalaches. Ella no…, bien, no tiene dinero propio.
Indicó un expositor de collares étnicos. Eran pesados, con monedas extranjeras y cuentas talladas.
– Así que la conoces -dijo Barbara.
Rachel abordó la situación desde otro ángulo.
– Lo que escribí aquí debía ser una inscripción. «La vida empieza ahora» debía ser una inscripción para la parte interior del brazalete. Pero aquí no hacemos inscripciones. Si alguien quiere una, enviamos el objeto a otro sitio.
Dejó la caja sobre el mostrador y la abrió. Dentro había un objeto envuelto en tela púrpura. Rachel la quitó y depositó un brazalete de oro sobre el mostrador. Era de un estilo que no desentonaba con el de las demás joyas de la tienda. Si bien su propósito era evidente, debido a su forma circular, el diseño era indefinido, como si hubiera sido vertido en un molde maleable capaz de adoptar cualquier forma.
– Es una pieza de Kennedy -dijo Rachel-. Todas son diferentes, pero le dará una idea general del aspecto que tiene el AK-162.
Barbara acarició el brazalete. Era original, y si hubiera visto uno similar entre las pertenencias de Querashi, no lo habría olvidado. Se preguntó si lo llevaba la noche de su muerte. Aunque cabía la posibilidad de que le hubieran quitado el brazalete después de la caída mortal, no parecía probable que el asesino hubiera registrado el coche en su busca. ¿Había muerto por un brazalete de 220 libras? Era posible, pero Barbara no tenía ganas de jugarse la paga del mes por aquella conjetura.
Volvió a coger el recibo y le dedicó un segundo examen. Rachel y su madre no dijeron nada, pero intercambiaron una mirada, y Barbara percibió una tensión que deseó descifrar.
Las reacciones de las mujeres le revelaron que, de alguna manera, estaban relacionadas con el hombre asesinado. Pero ¿de qué manera?, se preguntó. Sabía el peligro de extraer conclusiones precipitadas, sobre todo influidas por algo de tan poco peso como la apariencia personal, pero era difícil ver a Rachel Winfield en el papel de amante de Querashi. Era difícil ver a Rachel Winfield en el papel de amante de nadie. Como ella tampoco poseía una belleza arrebatadora, Barbara sabía el papel que jugaba un aspecto apetecible a la hora de atraer a los hombres. Por lo tanto, parecía lógico concluir que, fuera cual fuese la relación, no era romántica ni sexual. Por otra parte, la joven tenía un cuerpo bonito, cosa que también debía tener en cuenta. Y al abrigo de la oscuridad… Pero Barbara se dio cuenta de que estaba dando rienda suelta a sus pensamientos. La auténtica pregunta era qué hacía el recibo en poder de Querashi, y por qué no estaba el brazalete entre sus pertenencias.
Mientras pensaba en el recibo, miró hacia la caja. Al lado, abierto, había un talonario de recibos no utilizados hasta el momento. Barbara reparó en su color. Eran blancos. Y el recibo encontrado en la habitación de Querashi era amarillo.
Vio en este último papel lo que ya debería haber observado, de no haberse concentrado en el nombre de Sahlah Malik, la frase «La vida empieza ahora» y el precio del objeto. Al final de la página, impresas en letras minúsculas, había cuatro palabras más: «Ejemplar para la empresa.»
– Éste es el recibo de la tienda, ¿verdad? -preguntó a las dos mujeres-. El cliente recibe el original blanco del talonario que hay junto a la caja. La tienda se queda la copia amarilla como comprobante de la venta.
– Ah, nunca nos fijamos en eso -se apresuró a intervenir Connie Winfield-, ¿verdad, Rache? Arrancamos el recibo y entregamos una de las dos copias. Nos da igual cuál se queden, siempre que nos guardemos una para nosotras. ¿No es así, corazón?
Al parecer, Rachel se había dado cuenta del error de su madre. Parpadeó varias veces cuando Barbara se apoderó del talonario de recibos. Los que documentaban ventas anteriores estaban doblados bajo la cubierta del talonario. Barbara los examinó. Todas las copias eran amarillas. Vio que estaban numeradas y pasó las páginas para encontrar el original de la copia que tenía. El número del recibo era el 2395. El 2394 y el 2396 estaban con sus copias amarillas. El 2395 faltaba en ambos colores.
Barbara cerró el talonario.
– ¿Lo guardan siempre en la tienda? -preguntó Barbara-. ¿Qué hacen con él cuando termina la jornada?
– Lo dejamos debajo del cajón de la caja -dijo Connie-. Encaja a las mil maravillas. ¿Por qué? ¿Ha descubierto algo raro? Bien sabe Dios que Rache y yo somos un poquito descuidadas con nuestra contabilidad, pero nunca hemos hecho algo ilegal. -Rió-. No vale la pena falsear los libros de tu propio negocio. No hay nadie a quien puedas engañar. Claro, supongo que podríamos estafar a los artistas si se nos pasara por la cabeza, pero al final se enterarían, porque les rendimos cuentas dos veces al año y tienen derecho a echar un vistazo a los libros. Por lo tanto, es de sentido común, y le aseguro que lo tenemos…
– Este recibo estaba entre las pertenencias de un muerto -cortó Barbara.
Connie tragó saliva y alzó un puño hacia su esternón. Tenía los ojos tan clavados en Barbara que era evidente qué cara no deseaba mirar. No miró a su hija ni siquiera cuando habló.
– Qué curioso, Rache. ¿Cómo crees que pasó? ¿Está hablando del tipo del Nez, sargento? Lo digo porque usted es policía y ese tipo es el único muerto de por aquí que interesa a la policía. Debe de ser él. Ha de ser el muerto. ¿Verdad?
– El mismo -admitió Barbara.
– Qué curioso -repitió Connie-. No podría decir cómo llegó ese recibo a sus manos ni que me dieran dinero. ¿Tú qué dices, corazón? ¿Sabes algo de esto, Rache?
Una de las manos de Rachel se cerró sobre un pliegue de su falda. Barbara observó por primera vez que era una de aquellas faldas asiáticas, las transparentes que se vendían en mercadillos al aire libre de todo el país. La falda no vinculaba exactamente a la muchacha con la comunidad asiática, pero tampoco la desvinculaba de una situación en la que su reticencia a hablar indicaba que estaba implicada, siquiera de refilón.
– No sé nada -dijo Rachel con voz débil-. Tal vez ese tío la recogió en la calle, o algo por el estilo. Lleva escrito el nombre de Sahlah Malik. Quizá la conocía. Quizá tenía la intención de devolvérsela y no pudo.