– ¿Por qué iba a conocer a Sahlah Malik? -preguntó Barbara.
La mano derecha de Rachel saltó sobre la falda.
– ¿No ha dicho que él y Sahlah…?
– La prensa local ha publicado la historia, sargento -intervino Connie-. Rache y yo sabemos leer, y el periódico decía que ese tío había venido para casarse con la hija de Akram Malik.
– ¿Y no saben nada más, aparte de lo que han leído en el periódico? -preguntó Barbara.
– Nada más -contestó Connie-. ¿Y tú, Rache?
– Nada -dijo Rachel.
Barbara lo dudaba. La locuacidad de Connie era demasiado empecinada. Rachel estaba demasiado taciturna. Había buena pesca en el local, pero tendría que volver cuando tuviera un cebo mejor. Extrajo una de sus tarjetas. Escribió el nombre del Burnt House en ella y dijo a las dos mujeres que la telefonearan si se acordaban de algo. Dedicó un último escrutinio al brazalete de Kennedy y guardó el recibo del objeto AK-162 entre sus cosas.
Salió de la tienda, pero se volvió de inmediato. Las dos mujeres la estaban mirando. Sabían algo, y a la larga hablarían. La gente lo hacía en las condiciones adecuadas. Tal vez, pensó Barbara, la visión de aquel brazalete de oro desaparecido encendería una hoguera debajo de las Winfield y les descongelaría la lengua. Necesitaba encontrarlo.
Rachel se encerró en el retrete. En cuanto la sargento desapareció de su vista, salió disparada hacia la trastienda. Corrió por el pasillo creado entre la pared y una fila de estanterías autoestables. El váter estaba al lado de la puerta posterior de la tienda, y cerró la puerta con el pestillo nada más entrar.
Apretó las manos entre sí para impedir que temblaran, y como no lo logró, las utilizó para girar el grifo del pequeño lavabo triangular. Sentía calor ardiente y frío gélido al mismo tiempo, lo cual no parecía posible. Sabía que existía un procedimiento a seguir cuando sensaciones físicas como ésta se apoderaban de alguien, pero no habría podido decir cuál era ni por dinero. Se lavó la cara con agua, y lo seguía haciendo cuando Connie llamó a la puerta.
– Sal de ahí, Rachel Lynn -ordenó-. Tú y yo hemos de hablar un poco.
– No puedo -dijo Rachel con voz entrecortada-. Me encuentro mal.
– Un huevo -replicó Connie-. O abres la puerta o la derribo a hachazos.
– Tenía ganas todo el rato -dijo Rachel, y levantó la falda para sentarse en el retrete y completar el efecto.
– ¿No has dicho que te encontrabas mal? -La voz de Connie albergaba la nota de triunfo típica de las madres que pillan a sus hijas en una mentira-. ¿No has dicho eso? ¿Qué pasa, Rachel Lynn? ¿Te encuentras mal, estás meando, o qué?
– No me refiero a esa clase de malestar -dijo Rachel-, sino a la otra. Ya sabes. ¿Es que no puedo tener un poco de intimidad, por favor?
Se hizo el silencio. Rachel imaginó a su madre dando golpecitos en el suelo con su pie pequeño y bien formado. Es lo que solía hacer cuando meditaba sobre lo que debía hacer.
– Dame un minuto, mamá -suplicó Rachel-. Tengo el estómago como una piedra. Escucha. ¿No es el timbre de la puerta?
– No juegues conmigo, jovencita. Estaré vigilando el reloj. Y sé el tiempo que se emplea para cada cosa en el váter. ¿Entendido, Rache?
Rachel oyó que los pasos de su madre se alejaban hacia la parte delantera de la tienda. Sabía que sólo había conseguido alejar la amenaza unos minutos, y se esforzó por dar forma a sus pensamientos fragmentados, con el fin de fraguar un plan. Eres una luchadora, Rache, se dijo, con la misma voz interior que había utilizado de niña cuando reunía fuerzas cada mañana para enfrentarse a otra ronda de burlas propinadas por sus despiadadas compañeras de colegio. Piensa. Piensa. Da igual que todo el mundo te abandone, Rache, porque aún te tienes a ti misma, y eso es lo único que cuenta.
Pero no lo había creído así dos meses antes, cuando Sahlah Malik le había revelado su decisión de someterse a los deseos de su padre y casarse con un desconocido de Pakistán. En lugar de recordar que aún se tenía a ella, se había quedado horrorizada al pensar que podía perder a Sahlah. Después, se había sentido desorientada y abandonada. Al final, se había considerado cruelmente traicionada. El suelo sobre el que pensaba haber construido su futuro se había agrietado de una forma repentina e irreparable, y en un instante había olvidado por completo la lección más importante de la vida. Durante los diez años posteriores a su nacimiento, había vivido con la creencia de que el éxito, el fracaso y la felicidad estaban al alcance de su mano mediante el esfuerzo de un único individuo en todo el mundo: Rachel Lynn Winfield. En consecuencia, las rechiflas de sus compañeras de colegio la habían herido, pero sin dejar cicatrices, y había crecido con la idea de forjarse su propio camino. Sin embargo, conocer a Sahlah lo había cambiado todo, y se había permitido considerar su amistad el núcleo de su futuro. Oh, había sido una estupidez, una gran estupidez, pensar así, y ahora lo sabía. No obstante, durante aquellos terribles primeros momentos, cuando Sahlah había revelado sus intenciones con sus modales plácidos y serenos, los mismos modales que la habían convertido en víctima de matones que no se atrevían a alzar la mano contra Sahlah Malik, o a verbalizar un insulto sobre el tono de su piel cuando Rachel Winfield estaba con ella, lo único que pudo pensar Rachel fue ¿qué será de mí?, ¿qué será de nosotras?, ¿qué será de nuestros planes? Estábamos ahorrando dinero para un piso, íbamos a comprar muebles de pino y grandes almohadones mullidos, íbamos a instalar un taller para ti en un rincón de tu dormitorio, para que pudieras crear tus joyas sin que tus sobrinos te molestaran, íbamos a recoger conchas en la playa, íbamos a tener dos gatos, tú ibas a enseñarme a cocinar, y yo iba a enseñarte… ¿qué? ¿Qué demonios iba a enseñarte yo, Sahlah Malik? ¿Qué demonios podía ofrecerte?
Pero no había dicho eso. Había dicho:
– ¿Casarte? ¿Tú? ¿Casarte, Sahlah? ¿Con quién? No… siempre habías dicho que no podías…
– Con un hombre de Karachi. Un hombre que mis padres me han elegido -había dicho Sahlah.
– ¿Te refieres…? No te referirás a un extraño, Sahlah. No te referirás a alguien a quien ni siquiera conoces.
– Así se casaron mis padres. Ésa es la costumbre de mi pueblo.
– Tu pueblo, tu pueblo -se burló Rachel. Había intentado reírse de la idea, para que Sahlah se diera cuenta de lo ridícula que era-. Tú eres inglesa -dijo-. Naciste en Inglaterra. Eres tan asiática como yo. Además, ¿qué sabes de él? ¿Es gordo? ¿Es feo? ¿Lleva la dentadura postiza? ¿Le salen pelos de la nariz y las orejas? ¿Cuántos años tiene? ¿Es un tío de sesenta años con varices?
– Se llama Haytham Querashi. Tiene veinticinco años. Ha ido a la universidad…
– Como si eso le convirtiera en un buen candidato para marido -dijo con amargura Rachel-. Supongo que tendrá montones de dinero. A tu padre le encantaría. Hizo lo mismo con Yumn. ¿A quién le importa el gorila que se meta en tu cama, mientras Akram consiga lo que desea del trato? Es eso, ¿verdad? ¿A que tu padre sacará algo en limpio? Dime la verdad, Sahlah.
– Haytham trabajará en la empresa, si te refieres a eso -dijo Sahlah.
– ¡Aja! ¿Te das cuenta? Tiene algo que Muhannad y tu padre desean, y la única forma de obtenerlo es entregarte a un individuo grasiento al que no conoces. No puedo creer que vayas a hacerlo.
– No me queda otra elección.
– ¿Qué quieres decir? Si dijeras que no quieres casarte con ese tío, tu padre no te obligaría. Te idolatra.
Lo único que has de hacer es decirle que tú y yo tenemos planes, y ninguno consiste en casarte con un capullo paquistaní al que ni siquiera conoces.
– Quiero casarme con él -dijo Sahlah.
Rachel se había quedado boquiabierta.
– ¿Qué quieres…? -La inmensidad de la traición la fulminó. Nunca había pensado que cuatro sencillas palabras podían causar tal dolor, y carecía de armadura para protegerse de él-. ¿Quieres casarte con él? Pero si no le conoces y no le quieres, ¿cómo puedes iniciar una vida a partir de esa mentira?