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– Aprenderernos a querernos -dijo Sahlah-. Lo mismo les pasó a mis padres.

– ¿Y a Muhannad también? ¡Qué tontería! No quiere a Yumn. Es un felpudo de puerta. Tú misma lo dijiste. ¿Quieres que te pase lo mismo? Dímelo.

– Mi hermano y yo somos diferentes.

Sahlah había desviado la cabeza al pronunciar estas palabras, y una parte de su dupatta la ocultó a su vista. Se estaba replegando, lo cual enardeció todavía más a Rachel.

– ¿Qué más da? ¿Son muy diferentes tu hermano y este tal Haybram?

– Haytham.

– Como se llame. ¿Tan diferentes son? No lo sabes. Y no lo sabrás hasta que te pegue una buena hostia, Sahlah. Igual que Muhannad. He visto la cara de Yumn después de que tu maravilloso hermano le soltara una hostia. ¿Qué impedirá a Haykem…?

– Haytham, Rachel.

– Vale, tía. ¿Qué le impedirá comportarse así?

– No puedo contestar a eso. Aún no sé la respuesta. Cuando le conozca, lo sabré.

– ¿Así como así?

Estaban en la peraleda, debajo de los árboles, que mediada la primavera reventaban de flores aromáticas.

Estaban sentadas en el mismo banco cojo que habían compartido tantas veces cuando eran pequeñas, cuando sus piernas colgaban sin llegar al suelo y hacían planes para un futuro que nunca llegaría. Era injusto que le negaran lo que le correspondía por derecho, pensó Rachel, que se lo arrebatara la única persona de la que había aprendido a depender. No sólo no era justo, no era leal. Sahlah le había mentido. Había participado en un juego que nunca había pensado llevar a su conclusión.

La sensación de pérdida y traición de Rachel había oscilado levemente, como un terreno que se acostumbra a una nueva posición después de un terremoto. La ira empezó a formarse en su interior, y con la ira llegó su acompañante habituaclass="underline" la venganza.

– Mi padre me ha dicho que después de conocer a Haytham, tendré libertad para rechazarlo -dijo Sahlah-. No me obligará a casarme por la fuerza.

Rachel leyó el significado oculto en las palabras de su amiga.

– Pero tú no te negarás, ¿verdad? Pase lo que pase, te casarás con él. Lo veo venir. Te conozco, Sahlah.

El banco en que estaban sentadas era viejo. Se apoyaba vacilante sobre el suelo, debajo del árbol, Sahlah capturó una astilla que sobresalía del borde y la levantó con la uña.

Rachel experimentó una creciente sensación de desesperación, además de la necesidad de golpear y herir. Le resultaba inconcebible que su amiga hubiera cambiado hasta tal punto. Se habían visto tan sólo dos días antes de esta conversación. Sus planes para el futuro aún seguían firmes. ¿Qué había pasado para cambiarla tanto? Aquélla no era la Sahlah con la que había compartido horas y días de amistad, la Sahlah con la que había jugado, la Sahlah a la que había defendido de los bravucones de la escuela primaria y la escuela secundaria Wickham-Standish de Balford-le-Nez. Aquélla no era la Sahlah a la que había conocido.

– Me hablaste de amor -dijo Rachel-. Las dos hablamos de amor. También hablamos de sinceridad. Dijimos que en el amor, la sinceridad es lo primero. ¿Verdad?

– Sí. Lo hicimos.

Sahlah estaba mirando hacia la casa de sus padres, como preocupada por si alguien estuviera observando su conversación y la reacción apasionada de Rachel ante la noticia. Se volvió hacia Rachel.

– Pero a veces -dijo-, la sinceridad absoluta, total, no es posible. No es posible con los amigos. No es posible con los amantes. No es posible entre padres e hijos. No es posible entre maridos y mujeres. Y no sólo no es posible siempre, Rachel, sino que no siempre es práctica. Y no siempre es prudente.

– Pero tú y yo hemos sido sinceras -protestó Rachel, asustada por el significado de las palabras de Sahlah-. Al menos, yo siempre he sido sincera contigo. Siempre. En todo. Y tú has sido sincera conmigo. En todo. ¿Verdad? ¿Verdad?

Rachel escuchó la verdad en el silencio de la muchacha asiática.

– Pero yo sé todo sobre… Me contaste…

De pronto, todo eran dudas. ¿Qué le había contado Sahlah, en realidad? Confidencias infantiles sobre sueños, esperanzas y amor. El tipo de secretos, en opinión de Rachel, que sellaban una amistad. El tipo de secretos que había jurado, muy en serio, no revelar a nadie.

Pero no había esperado tal dolor. Jamás había pensado encontrar en su amiga tal determinación, serena e inflexible, de reducir su mundo a escombros. Tal determinación, y todo lo derivado de ella, exigía una respuesta.

Rachel había elegido el único camino que le quedaba expedito. Y ahora estaba padeciendo las consecuencias.

Tenía que pensar en hacer algo. Nunca había creído que una simple decisión pudiera convertirse en un dominó tan significativo, en que las piezas se fueran desplomando hasta no quedar nada.

Rachel sabía que la sargento de policía no la había creído, ni a ella ni a su madre. En cuanto cogió y examinó el talonario de recibos, averiguó la verdad. Lo más lógico era que ahora fuera a hablar con Sahlah. Y en cuanto lo hiciera, todas las posibilidades de un nuevo comienzo con la muchacha asiática quedarían destruidas.

Por lo tanto, no había mucho que pensar. Sólo podía tomar un camino, sin desviarse ni un ápice de él.

Rachel se levantó del retrete y caminó de puntillas hasta la puerta. Descorrió el pestillo en silencio y abrió la puerta unos centímetros, para ver la trastienda y oír lo que pasaba en la tienda. Su madre había encendido la radio y sintonizado una emisora que, sin duda, le recordaba su juventud. La elección de la música era irónica, como si el pinchadiscos fuera un dios burlón que conociera los secretos del alma de Rachel Winfield. Los Beatles cantaban Cant' Buy Me Love. Rachel se habría puesto a reír si hubiera tenido menos ganas de llorar.

Se deslizó fuera del lavabo. Lanzó una mirada apresurada hacia la tienda y caminó con sigilo hacia la puerta posterior. Estaba abierta, con la vana esperanza de crear una corriente de aire con la callejuela asfixiante que corría por detrás de la tienda hasta la también asfixiante calle Mayor. No soplaba la menor brisa, pero la puerta abierta proporcionó a Rachel la huida que necesitaba. Salió a la callejuela y corrió en dirección a la bicicleta. Montó en ella y empezó a pedalear enérgicamente hacia el mar.

Había conseguido que las piezas del dominó se desmoronaran, cierto, pero tal vez había una posibilidad de enderezarlas antes de que todas fueran barridas de la mesa.

Capítulo 8

Mostazas y Aliños Variados Malik estaba enclavada en una pequeña zona industrial situada en el extremo norte de Balford-le-Nez. De hecho se encontraba en la misma ruta del Nez, en un recodo creado donde Hall Lane, tras haberse alejado del mar en dirección noroeste, se convertía en la carretera de Nez Park. Una serie de edificios destartalados alojaban la magra representación de la industria locaclass="underline" un fabricante de velas, un vendedor de colchones, una ebanistería, un taller de coches, un fabricante de vallas, una chatarrería y un fabricante de rompecabezas cuya obscena elección de tema solía granjearle la censura pública desde los pulpitos de todas las ciudades del país.

Los edificios que alojaban estos comercios eran casi todos de metal prefabricado. Eran utilitarios y adecuados al entorno en que se alzaban. Una carretera sembrada de guijarros y baches serpenteaba entre ellos. Carretillas de color naranja, con el nombre oximorónico de «Vertidos Costa Dorada» pintado en letras púrpura, se inclinaban sobre el terreno irregular y vomitaban de todo, desde pedazos de lona a bastidores de cama oxidados. Varios cadáveres de bicicletas abandonados servían como enrejado para una pesadilla de ortigas y acederas propia de un jardinero. Hojas de metal acanalado, paletas de madera podridas, jarras de plástico vacías y cabrillas de hierro oxidadas conseguían que circular por la zona industrial fuera una empresa ambiciosa.