En mitad de todo esto, Mostazas y Aliños Variados Malik constituía tanto una anomalía como un reproche a sus vecinos. Abarcaba una tercera parte de la zona, un edificio Victoriano largo, provisto de numerosas chimeneas, que en los tiempos de esplendor de la ciudad había sido el aserradero de Balford. El aserradero había caído en el abandono, junto con el resto de la ciudad, en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, pero ahora estaba restaurado, con sus ladrillos liberados de cien años de mugre, el maderamen sustituido y pintado cada año. Era un ejemplo mudo de lo que las demás empresas habrían podido hacer, si sus propietarios hubieran poseído la mitad de la energía y una cuarta parte de la determinación de Sayyid Akram Malik.
Akram Malik había adquirido el ruinoso aserradero en el quinto aniversario de la llegada de su familia a Balford-le-Nez, y una placa que conmemoraba dicha efemérides fue el objeto más impresionante en el que Emily Barlow reparó cuando entró en el edificio, después de aparcar su Peugeot en un espacio de la carretera relativamente libre de basura.
Tenía entablada una dura lucha con un dolor de cabeza. Su encuentro de la mañana con Barbara Havers le había dejado un regusto amargo. Pesaba como una losa sobre su mente. No necesitaba a un agente de la corrección política en su equipo, y el empeño de Barbara en arrojar las culpas justo donde deseaban los malditos asiáticos, sobre las espaldas de un inglés, la obligaban a preguntarse si la otra detective tenía clara la situación. Además, la presencia de Donald Ferguson en su vida, planeando en su periferia como un gato al acecho, añadía una molestia más a su desdicha.
Había empezado el día con una llamada más de su superintendente.
– Barlow -había ladrado, sin molestarse en decir buenos días o quejarse del tiempo inmisericorde-, ¿cómo lo tenemos?
Emily había gruñido. A las ocho de la mañana, su oficina era como la celda de castigo de Alee Guinnes en el río Kwai, y buscar un ventilador durante un cuarto de hora en el desván polvoriento de la vieja comisaría no había contribuido a mejorar su humor. Tener que soportar a Ferguson, además del calor y la exasperación, era demasiado para ella.
– Don, ¿va a dejarme las manos libres? -preguntó-. ¿O vamos a jugar al profesor y la alumna cada mañana y cada tarde?
– Vigile sus palabras -advirtió Ferguson-. No olvide quién está sentado al otro extremo de esta línea telefónica.
– No es probable que pueda olvidarlo. No me concede la menor oportunidad. ¿Mantiene un control tan estricto sobre los demás? ¿Powell? ¿Honeyman? ¿Qué me dice de nuestro buen Presley?
– Entre todos suman más de cincuenta años de experiencia. No hace falta supervisarlos. Y a Presley menos que a nadie.
– Porque son hombres.
– No convirtamos esto en un problema sexual. Si está resentida, sugiero que cambie de actitud antes de que deba arrepentirse. Bien, ¿cómo lo tenemos, inspectora?
Emily masculló un insulto. Después, le puso al corriente, sin recordarle cuan remota era la posibilidad de que se hubiera producido una novedad importante en el caso desde su última llamada, la noche anterior.
– ¿Dice que esa mujer es de Scotland Yard? -preguntó el hombre en tono pensativo-. Me gusta eso,
Barlow, me gusta mucho. Posee el toque justo de sinceridad, ¿eh? -Emily oyó que tragaba algo, y luego el tintineo de un vaso contra el receptor. Donald Ferguson era un fanático de la Fanta de naranja. La bebía todo el día, siempre con una raja de limón delgada como el papel y siempre con un solo cubito de hielo. Debía ser ya la cuarta de la mañana-. Bien. ¿Qué hay de Malik? ¿Qué sabe de ese alborotador de Londres? ¿Les pisa los talones? Quiero que no les deje ni respirar, Barlow. Si la semana pasada estornudaron, quiero que averigüe el color del pañuelo con que se sonaron. ¿Está claro?
– Inteligencia ya me ha entregado un informe sobre Muhannad Malik. -Emily paladeó la satisfacción de llevarle ventaja por una vez. Recitó los detalles principales del informe-. Ayer solicité que investigaran al otro, Taymullah Azhar. Como viene de Londres, tendremos que ponernos en contacto con el SOll, pero espero que la presencia de la sargento Havers en nuestro equipo nos resulte de ayuda.
El vaso de Ferguson tintineó de nuevo. Sin duda estaba aprovechando la oportunidad para asimilar su sorpresa. Siempre había sido el tipo de hombre convencido de que Dios había moldeado las manos de las mujeres para que se curvaran a la perfección sobre el mango de una aspiradora. El hecho de que una mujer hubiera sido capaz de adelantarse y anticipar las necesidades de la investigación entraba en conflicto con las ideas preconcebidas del superintendente.
– ¿Algo más? -preguntó Emily con afabilidad-. Tengo la reunión sobre las actividades del día dentro de cinco minutos. No quiero llegar tarde, pero si tiene algún mensaje para el equipo…
– Ningún mensaje -contestó con brusquedad Ferguson-. Siga adelante.
Colgó el teléfono.
En la fábrica de mostazas, Emily sonrió al recordarlo. Ferguson había apoyado su ascenso a IJD porque las circunstancias, en la forma de una evaluación negativa del Ministerio del Interior sobre la policía de Essex, le habían obligado. La había informado en privado de que cada decisión tomada por ella sería examinada bajo la lente de su microscopio personal. Proporcionaba goce, en su forma más pura, ganar una partida del juego que el miserable gusano estaba decidido a librar contra ella.
Emily abrió la puerta de Mostazas Malik. El mostrador de recepción estaba ocupado por una joven asiática ataviada con una túnica de hilo crema y pantalones a juego. Pese a la temperatura del día, que los gruesos muros del edificio no contribuían demasiado a paliar, llevaba un chal sobre la cabeza. No obstante, tal vez para dar un toque de elegancia, lo había distribuido en pliegues alrededor de sus hombros. Cuando levantó la vista de la terminal de ordenador ante la que estaba trabajando, sus pendientes de hueso y latón tintinearon levemente. Hacían juego con el trabajado collar. Una placa con su nombre la identificaba: s. MALIK. Debía de ser la hija, pensó Emily, la novia del hombre asesinado. Era una chica guapa.
Emily se presentó y exhibió su identificación.
– Usted es Sahlah, ¿verdad?
El tono de una marca de nacimiento color fresa en la mejilla de la muchacha se identificó cuando ella asintió. Sus manos habían quedado suspendidas sobre el teclado, pero se apresuró a bajarlas hasta que las muñecas descansaron frente al teclado y las mantuvo así, con los pulgares y los nudillos apretados con fuerza.
Parecía la viva imagen de la culpabilidad. Sus manos estaban diciendo: esposadme ya. Su expresión gritaba: oh, no, por favor.
– Siento lo sucedido -dijo Emily-. Estará pasando un mal momento.
– Gracias -dijo en voz baja Sahlah. Se miró las manos, dio la impresión de reparar en lo extraño de su posición y las separó. Fue un movimiento subrepticio, pero no le pasó por alto a Emily-. ¿Puedo ayudarla en algo, inspectora? Mi padre está trabajando en la cocina experimental, y mi hermano aún no ha llegado.
– No me hacen falta, pero usted puede conducirme hasta Ian Armstrong.
La mirada de la muchacha se desvío hacia una de las dos puertas que conducían fuera de la zona de recepción. Su mitad superior era de cristal biselado, y Emily vio al otro lado varios escritorios y lo que parecía una campaña de publicidad expuesta sobre un caballete.
– Está aquí, ¿verdad? -preguntó Emily-. Me dijeron que iba a ocupar el puesto que la muerte del señor Querashi dejó vacante.
La muchacha admitió que Armstrong estaba trabajando en la fábrica aquella mañana. Cuando Emily pidió verle, pulsó algunas teclas para salir del programa Se excusó y pasó en silencio por la otra puerta, la cual era normal y conducía a un corredor que recorría la fábrica a todo lo ancho.