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El hombre se puso en pie.

– Por aquí -dijo.

Barbara avanzó traqueteando por la carretera sembrada de baches y aparcó su Mini al final de un edificio prefabricado, cuyo ambiguo letrero anunciaba «Distracciones para adultos Hegarty». Observó el aparato de aire acondicionado empotrado en una de las ventanas delanteras, y pensó unos momentos en la idea de entrar y plantarse delante del aparato. Sería una distracción adulta que bien valdría el esfuerzo, pensó.

El calor de la costa estaba empezando a superar al calor de Londres, que era inconcebible. Si Inglaterra iba a convertirse en una zona tropical, como consecuencia del calentamiento global que los científicos llevaban años prediciendo, Barbara decidió que sería agradable contar con algunas de las ventajas de los trópicos. Un camarero ataviado con chaqueta blanca y cargado con una bandeja de ponche de ginebra le iría de perlas.

Miró por el retrovisor si el calor había hecho mella en el trabajo de maquillaje de Emily. Esperaba ver su rostro transformándose como el del doctor Jekyll. Sin embargo, tanto la base de maquillaje como el colorete seguían en su sitio. Quizá, a fin de cuentas, habría que romper una lanza en favor de manipular cada mañana tarros de colores, en pos de la belleza perfecta.

Barbara volvió sobre sus pasos hacia Mostazas y Aliños Variados Malik. Una breve parada en la residencia de los Malik la había informado de que Sahlah trabajaba en la fábrica con su padre y su hermano. La información se la facilitó una mujer regordeta y desaliñada, con un niño en la cadera y otro cogido de la mano, un ojo errático y un leve pero visible bigotillo sobre el labio superior. Había echado un vistazo a la identificación de Barbara.

– ¿Quiere hablar con Sahlah? -dijo-. ¿Con nuestra pequeña Sahlah? Oh, Señor, ¿qué habrá hecho para que la policía venga a buscarla?

Delataba cierto placer al responder a sus preguntas, el tipo de entusiasmo experimentado por una mujer que, o bien carecía de grandes diversiones en la vida, o guardaba rencor a su cuñada. Informó a Barbara de su parentesco al instante, mediante el anuncio de que era la esposa de Muhannad, el hijo mayor y único varón de la casa. Y éstos (indicó a los niños con orgullo) eran los hijos de Muhannad. Y pronto (cabeceó de manera significativa en dirección a su estómago) llegaría un tercer hijo, el tercero en tres años. Un tercer hijo para Muhannad Malik.

Bla bla bla, pensó Barbara. Decidió que la mujer necesitaba urgentemente una afición, si su conversación se limitaba a aquel tema.

– ¿Puede ir a buscar a Sahlah? -dijo-. He de hablar con ella.

No era posible. Sahlah estaba en la fábrica.

– El trabajo es el mejor remedio para un corazón destrozado, ¿no cree? -preguntó la mujer, pero de nuevo con un deleite que desmentía el sentido de la frase. La esposa de Muhannad estaba poniendo de los nervios a Barbara.

Barbara se dirigió a Mostazas Malik, y mientras se acercaba al edificio de ladrillo, sacó el recibo de la joyería del bolso y lo guardó en el bolsillo de los pantalones.

Entró en la fábrica, donde el aire estaba viciado y un helecho plantado en una maceta, al lado del mostrador de recepción, parecía a punto de exhalar el último suspiro. Una joven estaba sentada ante un ordenador, y daba la impresión de no sentir el menor calor, pese a que iba tapada de pies a cabeza, con los brazos cubiertos hasta las muñecas y el cabello oscuro casi oculto bajo el chal tradicional. Llevaba el cabello largo, y una gruesa trenza le colgaba hasta la cintura.

Había una placa sobre su escritorio, y Barbara observó que ya no debía buscar más a Sahlah Malik. Exhibió su identificación y se presentó.

– ¿Podemos hablar?

La muchacha miró hacia una puerta cuya parte superior acristalada revelaba una oficina interior.

– ¿Conmigo?

– Usted es Sahlah Malik, ¿verdad?

– Sí, pero ya he hablado con la policía, si viene por lo de Haytham. Hablé con ellos el primer día.

Sobre el escritorio había una larga lista de nombres impresa por ordenador. La joven cogió un rotulador amarillo del cajón central del escritorio y empezó a subrayar algunos nombres y a tachar otros con un lápiz.

– ¿Les habló del brazalete, pues? -preguntó Barbara.

La muchacha no levantó la vista de la hoja, aunque Barbara vio que sus cejas se fruncían un momento. Podría haber sido una expresión de concentración, en el caso de que subrayar nombres hubiera exigido concentración. Por otra parte, también podía ser confusión.

– ¿Un brazalete? -preguntó.

– Una pieza, obra de un tipo llamado Aloysius Kennedy. De oro. Grabada con las palabras «La vida empieza ahora». ¿Le suena?

– No entiendo la naturaleza de sus preguntas -dijo la joven-. ¿Qué tiene que ver un brazalete de oro con la muerte de Haytham?

– No lo sé -repuso Barbara-. Tal vez nada. Pensé que quizá usted me lo podría aclarar. Esto -dejó el recibo sobre el escritorio- estaba entre sus cosas. Cerrado bajo llave, a propósito. ¿Se le ocurre el motivo, o por qué estaba en su posesión, para empezar?

Sahlah tapó con el capuchón el rotulador amarillo y dejó el lápiz a un lado antes de coger el recibo. Tenía unas manos bonitas, observó Barbara, con dedos esbeltos y uñas muy cortas pero cuidadas. No llevaba anillos.

Barbara esperó a que contestara. Captó movimientos en la oficina interior por el rabillo del ojo y miró en aquella dirección. En un pasillo del fondo, Emily Barlow estaba hablando con un paquistaní de edad madura vestido de cocinero. ¿Akram Malik?, se preguntó Barbara. Parecía lo bastante mayor y solemne para serlo. Devolvió su atención a Sahlah.

– No lo sé -dijo Sahlah-. No sé por qué lo tenía. -Daba la impresión de estar hablando al recibo, en lugar de a Barbara-. Quizá estaba buscando una manera de corresponder, y se le ocurrió ésta. Haytham era un hombre muy bueno. Un hombre muy educado. No me extrañaría que hubiera intentado descubrir el precio de algo para corresponder con un obsequio equivalente.

– ¿Perdón?

– Lena-dena -dijo Sahlah-. La entrega de regalos. Es una costumbre que se practica cuando establecemos relaciones.

– El brazalete de oro, ¿era un regalo para él? ¿Se lo hizo usted?

– Como su prometida, iba a obsequiarle algo simbólico. Él iba a corresponder de la misma forma.

Seguía en pie la pregunta de dónde estaba el brazalete ahora. Barbara no lo había visto entre las pertenencias de Querashi. No había leído en el informe de la policía que lo hubieran encontrado en el cadáver. ¿Era posible que alguien siguiera los pasos de una víctima y tramara su muerte con tanto cuidado, sólo para apoderarse de un brazalete de oro? Había gente que moría por menos, pero en este caso… ¿Por qué se le antojaba tan improbable?

– Él no tenía el brazalete -dijo Barbara-. No estaba en su cuerpo ni en su habitación del Burnt House. ¿Puede explicarme por qué?

Sahlah usó el rotulador amarillo para subrayar otro nombre.

– Aún no se lo había dado -dijo-. Lo iba a hacer el día del nikah.

– ¿Qué es eso?

– La firma oficial de nuestro contrato de matrimonio.

– O sea, que usted tiene el brazalete.

– No. Era absurdo conservarlo. Cuando le mataron, lo cogí… -Hizo una pausa. Sus dedos tocaron el borde de la hoja impresa y la enderezaron a la perfección-. Le parecerá absurdo y melodramático, como una novela del siglo diecinueve. Cuando mataron a Haytham, cogí el brazalete y lo tiré al mar. Desde el extremo del muelle. Supongo que era una forma de despedirme de él.

– ¿Cuándo fue eso?

– El sábado. El día que la policía me contó lo que le había pasado.

Esto aún ponía más de relieve el problema del recibo.

– ¿Él no sabía que usted iba a regalarle un brazalete, por lo tanto?

– No lo sabía.

– Entonces ¿qué hacía el recibo en su poder?