– No lo puedo explicar, pero él debía saber que yo iba a regalarle algo. Es la tradición.
– Por lo del… ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
– Lena-dena. Sí, por eso. No querría que su regalo fuera inferior al mío. Habría significado un insulto para mi familia, y Haytham era muy cuidadoso con esas cosas. Imagino… -Miró a Barbara por primera vez desde que la conversación había empezado-, imagino que hizo un poco de trabajo detectivesco para averiguar qué le había regalado y dónde. No debió resultar muy difícil. Balford es una ciudad pequeña. Las tiendas que venden objetos dignos de una ocasión como una nikah son fáciles de localizar.
La explicación era razonable, pensó Barbara. De una lógica aplastante. El único problema era que ni Rachel Winfield ni su madre habían dicho nada que pudiera apoyar esta conjetura.
– Desde el extremo del muelle -dijo Barbara-. ¿Qué hora era?
– No tengo ni idea. No miré el reloj.
– No me refiero a la hora exacta. ¿Era por la mañana? ¿Por la tarde? ¿Por la noche?
– Por la tarde. La policía vino a casa por la mañana.
– ¿No era de noche?
Tal vez la joven comprendió demasiado tarde la intención de Barbara, porque su mirada vaciló. No obstante, pareció caer en la cuenta de las dificultades que se buscaría si cambiaba la historia.
– Fue por la tarde -afirmó.
Y alguien se habría fijado, sin duda, en una mujer vestida como Sahlah. Estaban renovando el parque de atracciones. Aquella misma mañana, Barbara había visto a los obreros subidos en un edificio que estaban construyendo en el mismo lugar donde Sahlah afirmaba haberse desprendido del brazalete de oro. Tenía que haber alguien en el muelle que corroborara su historia.
Cierta actividad en la oficina interior llamó su atención de nuevo. Esta vez no era Emily, sino dos asiáticos. Se acercaron a una mesa de dibujo, donde se enzarzaron en una animada discusión con un tercer asiático que trabajaba ante ella. Al verlos, Barbara se acordó del nombre.
– F. Kumhar -dijo a Sahlah-. ¿Alguien llamado así trabaja en la fábrica?
– En la oficina no.
– ¿En la oficina?
– No puede trabajar en cuentas o ventas. Es lo que se lleva en la oficina. -Indicó la puerta acristalada-. En cuanto a la fábrica en sí… Está producción. Conozco a los empleados fijos de producción, pero no a los que contratan por horas cuando hay grandes pedidos, para hacer etiquetas, por ejemplo.
– ¿Son trabajadores por horas?
– Sí. No siempre los conozco. -Indicó la hoja impresa-. No he visto el nombre entre éstos, pero como la nómina de los trabajadores por horas no está mecanizada, tampoco lo habría visto.
– ¿Quién conoce a los trabajadores por horas?
– El director de producción.
– Haytham Querashi -dijo Barbara.
– Sí. Y antes, el señor Armstrong.
Y así se cruzaron los caminos de Barbara y Emily en Mostazas Malik, cuando Sahlah acompañó a Barbara al despacho de Armstrong.
Si había que guiarse por el tamaño del despacho (como sucedía en New Scotland Yard, donde la importancia del cargo se medía por el número de ventanas que la persona tenía), Ian Armstrong ocupaba un cargo de bastante importancia, aunque su contrato fuera temporal. Cuando Sahlah llamó a la puerta y una voz contestó que entrara, Barbara vio una sala lo bastante grande para acomodar un escritorio, una mesa de conferencias redonda y seis sillas. Al igual que en la oficina interior, no había ventanas. La cara de Armstrong estaba perlada de sudor, fuera por el calor o por las preguntas de Emily Barlow.
– … no existía una necesidad real de llevar a Mikey al médico el viernes pasado -decía Armstrong-. Es el nombre de mi hijo, por cierto. Mikey.
– ¿Tenía fiebre?
Emily saludó con un gesto de cabeza cuando Barbara entró en la habitación. Sahlah cerró la puerta y se fue.
– Sí, pero a los niños les suele subir mucho la fiebre, ¿verdad?
Los ojos de Armstrong se desviaron hacia Barbara, antes de volver hacia Emily. No parecía ser consciente del sudor que goteaba en su frente y resbalaba por una mejilla.
Por su parte, parecía que en lugar de sangre corriera freón por las venas de Emily. Estaba sentada ante la mesa de conferencias con una frialdad absoluta, mientras una pequeña grabadora recogía las respuestas de Armstrong.
– No hay que correr a urgencias porque el niño tenga la frente caliente -explicó Armstrong-. Además, el niño ha sufrido tantas otitis que ya sabemos lo que hay que hacer. Tenemos gotas. Utilizamos calor. No tarda en mejorar.
– ¿Puede confirmarlo alguien más, aparte de su mujer? ¿El viernes telefoneó a sus suegros, para pedir consejo? ¿Habló con sus padres, con un vecino, con algún amigo?
El rostro de Armstrong se ensombreció.
– Yo… Si me concede un momento para pensar…
– No hay prisa, señor Armstrong -dijo Emily-. Queremos ser precisos.
– Es que nunca me he visto metido en algo como esto, y estoy un poco nervioso. No sé si me entiende.
– Ya lo creo.
Mientras la inspectora esperaba a que el hombre contestara a su pregunta, Barbara examinó el despacho. Era bastante funcional. Carteles enmarcados de los productos colgaban de las paredes. El escritorio era de acero, al igual que los archivadores y las estanterías. La mesa y las sillas eran relativamente nuevas, pero de aspecto barato. Los únicos objetos destacables descansaban sobre el escritorio de Armstrong. Eran fotografías enmarcadas, y había tres. Barbara dio la vuelta para echar un vistazo. Una mujer de expresión amargada, con el cabello rubio peinado a la moda de los años sesenta, aparecía en una, un niño hablaba muy contento con Papá Noel en otra, y la tercera plasmaba a la feliz familia al completo, con el niño sobre el regazo de la madre y el padre de pie detrás de ellos, con las manos sobre los hombros de la madre. Armstrong parecía sobresaltado en la fotografía, como si hubiera accedido a la posición de paterfamilias por accidente y le hubiera sorprendido en grado sumo.
Estaba bien instalado en la fábrica, para ser un empleado interino. Barbara ya se lo imaginaba, sacando cada mañana las fotos de un maletín, limpiándoles el polvo con un pañuelo y canturreando feliz mientras las colocaba sobre el escritorio, antes de empezar a trabajar.
Sin embargo, parecía una fantasía contrapuesta a su comportamiento actual. No dejaba de lanzar miradas nerviosas a Barbara, como torturado por la sospecha de que se dispusiera a registrar su escritorio. Al fin, Emily les presentó.
– Oh -dijo Armstrong-. ¿Otra…? -Se tragó de inmediato lo que pensaba decir-. Mis suegros -dijo, y continuó con renovadas energías-. No estoy seguro de la hora, pero estoy seguro de que hablé con ellos el viernes por la noche. Sabían que Mikey estaba enfermo, y nos telefonearon. -Sonrió-. Me había olvidado porque usted me ha preguntado si yo les había telefoneado, y fue justo lo contrario.
– ¿La hora aproximada?
– ¿Cuándo ellos llamaron? Debió ser después del telediario. El de la ITV.
Que transmitían a las diez, pensó Barbara. Miró al hombre con los ojos entornados y se preguntó si estaba improvisando a marchas forzadas, y cuánto tardaría en llamar a sus suegros para conseguir su colaboración, una vez Emily y ella salieran de su despacho.
Mientras Barbara hacía estas reflexiones, Emily cambió de táctica. Se interesó por Haytham Querashi y la relación de Armstrong con el hombre asesinado. Según el jefe de producción interino, tenían una buena relación, una excelente relación. Si había que hacer caso a Armstrong, eran hermanos de sangre, prácticamente.
– Y no tenía enemigos en la fábrica, por lo que yo sé -concluyó Armstrong-. Si quiere que le diga la verdad, los trabajadores de la fábrica estaban muy contentos con él.
– ¿No lamentaban que usted se marchara? -preguntó Emily.
– Supongo que no -admitió Armstrong-. La mayoría de nuestros obreros son asiáticos, y preferían que uno de los suyos les supervisara, antes que un inglés. Pensándolo bien, es natural, ¿no?