Casi todo su negocio se basaba en los pedidos por correo, y Cliff nunca entendía el revuelo que causaban sus rompecabezas. No los anunciaba en el Tendring Standard, ni colgaba carteles en las tiendas de High Street. Era mucho más discreto. Joder, siempre era discreto.
Pero la discreción no contaba gran cosa cuando los policías decidían amargar la vida a un tío. Cliff lo sabía desde sus días en Earl's Court. Cuando los polis se empecinaban en ese objetivo, empezaban a aparecer cada día ante la puerta de casa. Sólo una pregunta, señor Hegarty. ¿Podría ayudarnos a solucionar un problema, señor Hegarty? ¿Sería tan amable de pasarse por la comisaría para charlar un ratito, señor Hegarty? Se ha producido un robo (un asalto, un tirón, un atraco, daba igual) y nos estábamos preguntando dónde se encontraba usted la noche de marras. ¿Podemos tomarle las huellas dactilares? Sólo para exonerarle de toda sospecha, por supuesto. Y así sucesivamente, hasta que la única manera de conseguir que le dejaran en paz era largarse y empezar de nuevo en otro sitio.
Cliff sabía que podía hacerlo. Ya lo había hecho antes. Pero eso había sido cuando estaba solo. Ahora que tenía a alguien, y esta vez no era un gorrón, sino alguien con un trabajo, un futuro y una casa decente donde vivir, en la playa de Jaywick Sands, no estaba dispuesto a que le echaran otra vez. Pues aunque Cliff Hegarty podía montar su negocio donde le diera la gana, a Gerry DeVitt no le resultaba tan fácil encontrar trabajo en la construcción. Ahora que la promesa dé la futura reurbanización de Balford estaba a punto de convertirse en realidad, el futuro de Gerry se estaba pintando de rosa. No querría largarse en este momento, cuando por fin había perspectivas de ganar un buen montón de dinero.
Aunque el dinero no preocupaba a Gerry, pensó Cliff. La vida sería muchísimo más fácil en ese caso. Si Gerry se limitara a ir al trabajo cada mañana y manejar el soplete hasta caer rendido en el restaurante del muelle, la vida sería maravillosa. Volvería a casa acalorado, sudoroso y agotado, con la única idea de cenar y dormir. Pensaría en la prima que los Shaw le habían prometido si el local estaba listo para funcionar el siguiente día de fiesta del ramo bancario. Y no se preocuparía de nada más.
Todo lo contrario de lo que había sucedido aquella mañana, como había observado Cliff con creciente angustia.
Cliff había entrado en la cocina a las seis de la mañana, después de haberse despertado al intuir que Gerry ya no estaba en la cama a su lado. Se había envuelto en un albornoz y encontrado a Gerry donde, al parecer, llevaba mucho tiempo, vestido de pie ante la ventana abierta. Ésta dominaba metro y medio de paseo de cemento, tras el cual estaba la playa, tras la cual estaba el mar. Gerry se había quedado de pie allí, con una taza de café en la mano, absorto en el tipo de pensamientos privados que siempre preocupaban a Cliff.
Gerry no era un tipo dado a ocultar sus pensamientos. Para él, ser amantes significaba vivir en la piel del otro, lo que a su vez significaba entablar conversaciones sentimentales, desnudar el alma y llevar a cabo análisis interminables del «estado de la relación». Cliff no podía soportar ese tipo de relación, pero había aprendido a sobrellevarla. Al fin y al cabo, vivía en el piso de Gerry, y aunque no fuera ése el caso, le gustaba mucho Gerry. Por lo tanto, había aprendido a colaborar en el juego de la conversación con bastante gracia.
Pero desde hacía poco, la situación se había alterado de una forma sutil. Daba la impresión de que la preocupación de Gerry por el estado de su unión se había atemperado. Había dejado de hablar tanto sobre ella y, lo más ominoso, había dejado de pegarse como una lapa a Cliff, lo cual había dado ganas a éste de pegarse como una lapa a él. Lo cual era ridículo, necio y estúpido. Lo cual cabreaba a Cliff, porque casi siempre era él quien necesitaba espacio y Gerry quien nunca quería facilitárselo.
Cliff se reunió con él ante la ventana. Vio por encima del hombro de su amante las brillantes serpientes de la luz del amanecer que empezaban a reptar sobre el mar. Un barco pesquero se alejaba hacia el norte. Las gaviotas se silueteaban contra el cielo. Si bien Cliff no era un amante de las bellezas naturales, sabía cuándo una vista ofrecía oportunidades para la meditación.
Y eso era lo que Gerry parecía estar haciendo cuando él lo encontró. Daba la impresión de que estaba pensando.
Cliff apoyó la mano en el cuello de Gerry, consciente de que en el pasado los papeles se habrían invertido. Gerry habría ofrecido la caricia, un roce suave pero exigente que comunicaba: estoy aquí, tócame tú también, por favor, dime que me quieres, tan ciega y desinteresadamente como yo.
Antes, Cliff habría querido liberarse de la mano de Gerry. No, para ser franco, su primera reacción habría sido querer apartar la garra de Gerry de un manotazo. De hecho, habría deseado enviarlo de una bofetada al otro extremo de la habitación, porque su caricia, tan tierna y solícita, implicaría exigencias que no tenía la energía o capacidad de satisfacer.
Pero aquella mañana se había descubierto interpretando el papel de Gerry, esperando recibir una señal de que su relación seguía intacta y constituía el principal interés de su compañero.
Gerry se agitó bajo su mano, como si le hubiera despertado. Sus dedos se esforzaron por entrar en contacto, pero Cliff pensó que los había tocado como si cumpliera un deber, parecido a esos besos secos y correosos intercambiados entre personas que han estado juntas demasiado tiempo.
Cliff dejó caer la mano. Mierda, pensó, y se preguntó qué podía decir. Empezó con una perogrullada.
– ¿No podías dormir? ¿Hace mucho que estás levantado?
– Un rato.
Gerry alzó la taza de café.
Cliff observó el reflejo de su compañero en la ventana e intentó descifrarlo, pero como era una imagen matutina en lugar de nocturna, mostraba poco más que su forma, un hombre corpulento y robusto, con un cuerpo que el trabajo había endurecido y fortalecido.
– ¿Qué pasa? -preguntó Cliff.
– Nada. No podía dormir. Hace demasiado calor para mí. Este tiempo es increíble. Ni que viviéramos en Acapulco.
Cliff intentó una maniobra propia de Gerry si los papeles hubieran estado invertidos.
– Ya te gustaría que viviéramos en Acapulco. Tú y todos esos guapos chicos mejicanos…
Esperó el tipo de garantía que Gerry habría esperado de él en otro tiempo: ¿yo y guapos chicos mejicanos? ¿Estás loco, tío? ¿A quién le importa un chico grasicnto, si te tengo a ti?
Pero no llegó. Cliff metió los puños en los bolsillos del albornoz. Joder, pensó, disgustado consigo mismo. ¿Quién habría pensado que calzaría los zapatos de la inseguridad? Él, Cliff Hegarty, no Gerry DeVitt, era quien siempre había dicho que la fidelidad permanente no era más que un alto en el camino hacia la tumba. Era él quien predicaba sobre los peligros de ver cada mañana a la hora del desayuno el mismo rostro cansado, de encontrar cada noche en la cama el mismo cuerpo cansado. Siempre había dicho que, después de unos cuantos años de lo mismo, sólo la satisfacción de haberse encontrado en secreto con alguien nuevo, alguien aficionado a la emoción de la caza, a los placeres que permitía el anonimato, o a la excitación del engaño, estimularía el cuerpo de un tío para satisfacer a un amante habitual. Así eran las cosas, había dicho siempre. Así era la vida.