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– Porque ya no se citaba con ella. Había cambiado de pareja. Y F. Kumhar lo sabía.

– ¿Y las cuatrocientas libras? ¿Para qué eran? ¿Un aborto?

– Un aborto muy secreto. Un aborto ilegal, tal vez.

– ¿De alguien que después quiso vengarse?

– ¿Por qué no? Querashi llevaba aquí seis semanas, lo suficiente para hacer un bombo a alguien. Si corrió la voz de que él lo había hecho, de que había dejado preñada a una mujer asiática, nada menos, para quien la virginidad y la castidad es algo superimportante, quizá su padre, su hermano, su marido u otros parientes quisieron enderezar el entuerto. Bien. ¿Ha muerto alguna mujer asiática recientemente? ¿Ha sido ingresada alguna en un hospital con una hemorragia sospechosa? Hay que investigar eso, Em.

Emily le dirigió una mirada irónica.

– ¿Tan pronto has olvidado a Armstrong? Tenemos sus huellas en el Nissan. Y aún sigue sentado tan contento dentro de ese edificio, ocupando el puesto de Querashi.

Barbara miró hacia el edificio, y vio de nuevo al sudoroso Ian Armstrong, interrogado por la inspectora Barlow.

– Sus glándulas sudoríparas funcionaban a tope -admitió-. No le borraría de la lista.

– ¿Y si los suegros corroboran su historia de que telefonearon el viernes por la noche?

– Entonces, habría que echar un vistazo a los registros de la telefónica.

Emily lanzó una risita.

– Eres un auténtico sabueso, sargento Havers. Si alguna vez decides cambiar el Yard por la costa, te meteré en mi equipo al instante.

La alabanza de la inspectora provocó una oleada de placer en Barbara, pero no era de las personas que aceptaban un cumplido y se quedaban satisfechas, de modo que trasladó el peso de su cuerpo de un pie al otro y sacó las llaves del coche.

– De acuerdo. Bien. Quiero investigar la historia de Sahlah sobre el brazalete. Si lo tiró desde el muelle el sábado por la tarde, alguien debió verla. Llamará la atención, con ese atuendo que lleva. También iré a ver a ese tal Trevor Ruddock. Si trabaja en el muelle, mataré dos pájaros de un tiro.

Emily asintió.

– Investígale. Entretanto, me ocuparé de ese Rakin Khan del que Muhannad estaba tan ansioso por hablar. De todos modos, albergo pocas dudas de que confirmará su coartada. Arderá en deseos de que su hermano musulmán… ¿cuál fue la frase exacta de Muhannad?, mantenga la cabeza erguida. Te dejo esa imagen deliciosa para que medites sobre ella.

Lanzó una breve carcajada y se encaminó a su coche.

Al cabo de un momento, ponía rumbo a Colchester y a otra coartada.

Volver al parque de atracciones de Balford por primera vez desde que tenía dieciséis años no fue el viaje al pasado que Barbara esperaba. El parque había cambiado mucho, con un letrero sobre su entrada que anunciaba ATRACCIONES SHAW en letras de neón con los colores del arco iris. De todos modos, la pintura reciente, el nuevo entarimado, las sillas plegables de aspecto frágil, las atracciones y juegos de azar renovados, y un salón recreativo que ofrecía de todo, desde billares romanos clásicos hasta videojuegos, no alteraba los olores que jamás podría borrar de su memoria, gracias a sus visitas anuales a Balford. El olor a pescado y patatas fritas, hamburguesas, palomitas de maíz y dulce de hilos se mezclaba de forma pronunciada con el aroma salado del mar. También los sonidos eran los mismos: niños que chillaban y reían, la cacofonía de timbrazos y pitidos procedente del salón recreativo, el órgano de vapor que tocaba mientras los caballitos del tiovivo subían y bajaban sobre sus postes de latón relucientes.

El muelle se adentraba en el mar, y en el extremo se ensanchaba como una espátula. Barbara caminó hasta aquel punto, donde estaban remozando la antigua cafetería Jack Awkins, y desde donde Sahlah Malik afirmaba haber tirado el brazalete comprado para su prometido.

Del armazón de la antigua cafetería surgían voces que gritaban sobre el estruendo de las herramientas que golpeaban el metal y el siseo ruidoso de un soplete que soldaba refuerzos en la infraestructura original. Daba la impresión de que el edificio proyectaba calor, y cuando Barbara echó un vistazo al interior, sintió que se estrellaba contra su cara.

Los obreros apenas iban vestidos. El uniforme parecía consistir en téjanos cortados a la altura del muslo, botas de suela gruesa y camisetas mugrientas, los que llevaban. Eran hombres musculosos, absortos en su trabajo. Cuando uno vio a Barbara, dejó las herramientas y gritó:

– ¡No se admiten visitantes! ¿No sabe leer? Lárguese antes de que se haga daño.

Barbara sacó su identificación, más para causar efecto que por otra cosa, porque el hombre no podía verla desde aquella distancia.

– ¡Policía! -gritó.

– ¡Gerry!

El hombre dirigió su atención al soldador, cuyo casco protector y concentración en la llama que estaba disparando hacia el metal parecían aislarle de todo lo demás.

– ¡Gerry! ¡Eh! ¡DeVitt!

Barbara pasó por encima de tres vigas maestras de acero tiradas en el suelo, a la espera de ser colocadas. Esquivó varios rollos enormes de cable eléctrico y una pila de cajas de madera sin abrir.

– ¡Retroceda! -gritó alguien-. ¿Quiere hacerse daño?

Los gritos parecieron llamar la atención de Gerry. Alzó la vista, vio a Barbara y apagó la llama del soplete. Se quitó el casco y dejó al descubierto su cabeza, cubierta con un pañuelo. Lo desanudó y se secó la cara con él, y después su calva reluciente. Como los demás, llevaba téjanos recortados y camiseta. Su cuerpo era de los que engordarían enseguida si lo sometía a una mala alimentación o a un período de inactividad prolongada. Por lo visto no era el caso. No tenía ni un gramo de grasa y estaba tostado por el sol.

Antes de que tuviera tiempo de abrir la boca para echarla, Barbara exhibió de nuevo su tarjeta.

– Policía -dijo-. ¿Puedo hablar con ustedes?

El hombre frunció el entrecejo y devolvió el pañuelo a su cabeza. Lo ató a la nuca y, junto con el único pendiente en forma de aro que colgaba de su oreja, adquirió un aire piratesco. Escupió al suelo (a un lado, al menos) y extrajo de su bolsillo un paquete de chicles. Introdujo uno en su boca.

– Gerry DeVitt -dijo-. Soy el jefe. ¿Qué se le ofrece?

No se acercó más, y Barbara comprendió que no podía leer su identificación. Se presentó, y aunque el hombre frunció el ceño un instante cuando escuchó las palabras «New Scotland Yard», no reaccionó.

Consultó su reloj y dijo:

– No podemos perder mucho tiempo.

– Cinco minutos -dijo Barbara-, quizá menos. No es nada relacionado con ustedes, por cierto.

El hombre asimiló la información y asintió. Casi todos los hombres habían dejado de trabajar, e indicó con un gesto que se acercaran. Eran siete, cubiertos de sudor, malolientes y manchados de grasa.

– Gracias -dijo Barbara a DeVitt. Explicó lo que deseaba: verificar que una joven, vestida probablemente con el atuendo tradicional asiático, había ido al extremo del muelle el sábado y arrojado algo al agua-. Debió de ser por la tarde -añadió-. ¿Trabajan los sábados?

– Sí -dijo DeVitt-. ¿A qué hora?

Como Sahlah había afirmado ignorar la hora exacta, Barbara calculaba que, si su historia era cierta y había ido a trabajar aquel día como excusa para salir de casa sola, habría sido a última hora de la tarde, aprovechando un posible desvío que había tomado de regreso a casa.

– Yo diría que alrededor de las cinco.

Gerry meneó la cabeza.

– Hacía media hora que nos habíamos marchado. -Se volvió hacia sus hombres-. ¿Alguno de vosotros vio a la chica? ¿Se quedó alguien después de las cinco?

– ¿Bromeas, tío? -dijo uno de los hombres, y los demás rieron de la idea, al parecer, de quedarse más de lo necesario después de un día de trabajo. Nadie podía confirmar la historia de Sahlah Malik.

– De haber estado aquí todavía, nos habríamos fijado en ella -dijo Devitt. Señaló a los obreros con el pulgar-. ¿Ve a esta pandilla? Si una tía buena se acerca por aquí, serán capaces de colgarse de las rodillas para llamar su atención. -Los hombres lanzaron carcajadas. DeVitt sonrió-. Ya que hablamos de eso, ¿está buena?