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Rachel se volvió para no verlos, con la garganta tensa y dolorida. Se pasó el brazo sobre la frente y tuvo ganas de tomar un Twister. Imaginó con qué suavidad descendería por su garganta el helado de lima y limón. Cambió de posición y miró hacia el mar. El sol llameaba sin piedad, mientras a lo lejos se veía el delgado banco de niebla que llevaba días suspendido sobre el horizonte.

Rachel apoyó la barbilla en su puño, y su puño en el respaldo del banco. Le escocían los ojos como si estuviera soplando un viento cargado de sal, y parpadeó varias veces, muy deprisa, para disolver las lágrimas. Deseó con todas sus fuerzas desaparecer de aquel lugar solitario al que la rabia, el resentimiento y los celos la habían conducido.

¿Qué significaba en realidad entregarse a otra persona? En otra época, habría podido contestar a la pregunta con suma facilidad. Entregarse significaba extender la mano y recibir en su interior el corazón de otra persona, los secretos de su alma y sus sueños más queridos. Significaba ofrecer seguridad, un refugio donde todo era posible, y la comprensión absoluta entre dos almas gemelas. Entregarse significaba decir «Somos iguales» y «Cuando surjan problemas, los afrontaremos juntas». Eso había pensado de la entrega en otro tiempo. Qué ingenua había sido su promesa de lealtad.

Pero habían empezado como iguales, ella y Sahlah, dos colegialas que eran las últimas en ser elegidas para formar equipos, que no eran autorizadas ni invitadas a asistir a las fiestas de sus compañeras, cuyas cajas de zapatos, adornadas con modestia, se habrían quedado vacías el día de San Valentín si no se hubieran acordado la una de la otra, conscientes de su aislamiento. Ella y Sahlah habían empezado como iguales. Su final había desequilibrado la balanza.

Rachel tragó saliva para calmar el dolor de su garganta. No había querido hacer daño a nadie. Sólo había querido que la verdad resplandeciera. Saber la verdad era bueno para la gente. ¿No era mejor que vivir una mentira?

Pero Rachel sabía que la auténtica mentira era la que se estaba diciendo en este momento. Y la prueba estaba justo detrás de ella, terminada en ladrillo, cortinas con volantes en las ventanas y un anuncio de EN VENTA sobre la puerta.

No quería pensar en el piso.

– El último -había dicho el vendedor, tras lo cual le guiñó el ojo de manera significativa e intentó hacer caso omiso de su cara estrafalaria-. Ideal para fundar un hogar. Apuesto a que es lo que andabas buscando, ¿verdad? ¿Quién es el afortunado?

Pero Rachel no había pensado en matrimonio e hijos cuando había paseado por el piso, examinado aparadores, contemplado la vista, abierto ventanas. Había pensado en Sahlah. Había pensado en cocinar juntas, en sentarse delante del hogar que encerraba un fuego artificial, en tomar el té en la minúscula terraza cuando llegara la primavera, en hablar y soñar y ser lo que habían sido la una para la otra durante toda una década: las mejores amigas del mundo.

No estaba buscando vivienda cuando se topó con el último piso libre de Clifftop Snuggeries. Venía en bicicleta de casa de Sahlah. Había sido una visita como tantas otras: conversación, risas, música y té, pero esta vez las había interrumpido Yumn, que había entrado en la habitación como una tromba con una de sus imperiosas exigencias. Quería que Sahlah le hiciera la pedicura. Al instante. Ahora. Daba igual que Sahlah estuviera con una invitada. Yumn había dado una orden, y esperaba ser obedecida. Rachel observó el cambio de Sahlah en cuanto su cuñada habló. La chica alegre se convirtió en una criada sumisa: obediente, dócil, una vez más la niña asustada a la que habían maltratado y despreciado en la escuela.

Por eso, cuando Rachel vio el cartel rojo con el anuncio ¡FASE FINAL! ¡TODAS LAS COMODIDADES MODERNAS!, se había desviado de Westberry Way hacia los pisos. Lo que había encontrado en el vendedor no fue un fracasado de edad madura, obeso y ansioso, con una mancha en la corbata, sino un proveedor de sueños.

Pero había aprendido que los sueños se destruían y conducían a la decepción. Tal vez era mejor no soñar. Porque cuando uno se acostumbraba a albergar esperanzas, también…

– Rachel.

Rachel se sobresaltó. Giró en redondo. Sahlah estaba de pie ante ella. Su dupatta había caído alrededor de sus hombros y su expresión era seria. El color de la marca de nacimiento de la mejilla se había intensificado, indicando como siempre la profundidad de un sentimiento que era incapaz de ocultar.

– ¡Sahlah! ¿Cómo has…? ¿Qué estás…?

Rachel no sabía cómo empezar a decir lo que ya no podía callarse entre ambas.

– Primero fui a la tienda. Tu madre dijo que escapaste en cuanto la mujer de Scotland Yard se marchó. Pensé que habrías venido aquí.

– Porque me conoces -dijo Rachel con aire abatido. Tiró de un hilo dorado de su falda. Brillaba entre los remolinos rojos y azules del dibujo de la tela-. Me conoces mejor que nadie, Sahlah. Y yo te conozco.

– Pensaba que nos conocíamos -dijo Sahlah-, pero ahora ya no estoy segura. Ni siquiera estoy segura de que sigamos siendo amigas.

Rachel no sabía qué era más doloroso: saber que había asestado a Sahlah un golpe terrible, o el golpe que Sahlah le estaba asestando a su vez. Era incapaz de mirarla, porque en aquel momento pensaba que mirar a su amiga supondría sufrir una herida más dolorosa de lo que podía soportar.

– ¿Por qué diste el recibo a Haytham? Sé que lo obtuvo por tu mediación, Rachel. Tu madre no se lo hubiera dado. No entiendo por qué se lo diste.

– Me dijiste que amabas a Theo. -Rachel notaba la lengua como hinchada, y su mente buscaba con desesperación una respuesta capaz de explicar lo que incluso para ella era inexplicable-. Dijiste que le querías.

– No puedo estar con Theo. Eso también te lo dije. Dije que mi familia nunca lo permitiría.

– Y eso te partió el corazón. Lo dijiste, Sahlah. Dijiste: «Le quiero. Es como mi otra mitad.» Dijiste eso.

– También dije que no podíamos casarnos, independientemente de lo que yo quisiera, de todo lo que compartíamos, de nuestras esperanzas y…

La voz de Sahlah vaciló. Rachel levantó la vista. Su amiga tenía los ojos húmedos, y volvió la cabeza con brusquedad. Miró al norte, en dirección al muelle, donde estaba Theo. Continuó al cabo de un momento.

– Dije que cuando llegara el momento tendría que casarme con el hombre elegido por mis padres. Hablamos de eso, tú y yo. No puedes negarlo. Dije, «He perdido a Theo, Rachel». ¿Te acuerdas? Sabías que nunca podría estar con él. ¿Qué esperabas conseguir cuando diste el recibo a Haytham?

– Tú no querías a Haytham.

– Sí. De acuerdo. No quería a Haytham. Y él no me quería a mí.

– Es injusto casarse cuando no existe amor. Así no se puede ser feliz. Es como empezar una vida en mitad de una mentira.

Sahlah se acercó al banco y se sentó. Rachel inclinó la cabeza. Veía el borde de los pantalones de hilo de su amiga, sus pies esbeltos y la correa de su sandalia. Ver aquellas partes del conjunto que era Sahlah embargó de tristeza a Rachel. Hacía años que no se sentía tan sola.

– Sabías que mis padres no me dejarían casarme con Theo. Me expulsarían de la familia. Pero hablaste a Haytham de Theo…

La cabeza de Rachel se levantó al instante.

– Juro que no pronuncié su nombre. No dije a Haytham cómo se llamaba.

– Porque -continuó Sahlah, y hablaba más para sí que para Rachel, como en pleno proceso de deducir las motivaciones de Rachel- confiabas en que Haytham rompería nuestro compromiso, ¿no? -Sahlah indicó con un ademán la hilera de pisos, y por primera vez Rachel los vio como sin duda los veía Sahlah: baratos; carentes de personalidad o distinción-. ¿Habría quedado en libertad para venir aquí contigo? ¿Esperabas que mi padre lo iba a permitir?

– Tú quieres a Theo -dijo Rachel sin convicción-. Lo dijiste.

– ¿Intentas decirme que actuaste en defensa de mis intereses? -preguntó Sahlah-. ¿Estás diciendo que te hubiera alegrado el que Theo y yo nos casáramos? No te creo. Porque hay otra verdad que no admites: si hubiera intentado casarme con Theo, cosa que no iba a hacer, por supuesto, si lo hubiera intentado, habrías hecho algo para impedir también eso.