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Rachel tragó saliva. Se mordió el labio con fuerza.

– Ya ves lo que conseguiste cuando le pasaste el recibo, de ese brazalete, Rachel -dijo Sahlah-. Has entregado en bandeja a la policía una relación entre ambos, de la que tal vez no se habrían enterado. Y en un caso de asesinato, es lo primero que buscan: una relación.

Rachel empezó a farfullar, acuciada por la culpa y horrorizada por el papel que había jugado en la tragedia del Nez.

– Le llamaré ahora mismo. Iré al muelle.

– ¡No! -exclamó Sahlah, como aterrorizada.

– Le diré que tire el brazalete a la basura. Me encargaré de que no vuelva a llevarlo. La policía carece de motivos para hablar con él. No saben que conocía a Haytham. Aunque hablen con todos los tíos de la Cooperativa de Caballeros, tardarán días en hablar con todo el mundo, ¿verdad?

– Rachel…

– Y sólo así llegarán a hablar con Theo Shaw. No existe otra relación entre él y Haytham. Sólo la Cooperativa. Primero, me pondré en contacto con él, y no verán el brazalete. No se enterarán de nada. Te lo juro.

Sahlah meneaba la cabeza, con una expresión que mezclaba incredulidad con desesperación.

– ¿No lo entiendes, Rachel? Eso no resuelve el verdadero problema, ¿verdad? Digas lo que digas a Theo, Haytham sigue muerto.

– Pero la policía aparcará o cerrará el caso, y entonces Theo y tú…

– ¿Theo y yo qué?

– Os podréis casar -dijo Rachel, y como Sahlah no contestó, se apresuró a añadir-: Theo y tú. Os podréis casar.

Sahlah se levantó. Se cubrió la cabeza con el dupatta. Miró hacia el parque de atracciones. La musiquilla del tiovivo flotó hacia ellas por el aire, incluso desde aquella distancia. La noria brillaba bajo la luz del sol, y el Ratón Salvaje arrojaba frenéticamente a sus pasajeros de un lado a otro.

– ¿De veras crees que es tan fácil? ¿Dices a Theo que tire el brazalete a la basura, la policía se va y yo me caso?

– Podría ser así, si nos empeñamos.

Sahlah meneó la cabeza, y luego se volvió hacia Rachel.

– Ni siquiera has empezado a comprender -dijo con voz resignada. Había tomado una decisión-. He de abortar. Lo antes posible. Te necesito para que me ayudes a acelerar los trámites.

No cabía la menor duda de que el brazalete era obra de Aloysius Kennedy: grueso, pesado, con remolinos indefinidos similares al del brazalete que Barbara había visto en Joyería Racon. Deseaba achacar a la casualidad que aquel ejemplar único estuviera en posesión de Theo Shaw, pero no había estado once años en Investigaciones Criminales chupándose el dedo. Sabía que, en lo concerniente a los asesinatos, las coincidencias eran improbables.

– ¿Le apetece algo de beber? -El tono de Theo Shaw era tan cordial que Barbara se preguntó si, contra todo motivo, pensaba que la suya era una visita de cortesía-. ¿Café? ¿Té? ¿Una coca-cola? Estaba a punto de ir a beber algo. El calor es horroroso, ¿verdad?

Barbara dijo que una coca-cola ya le iba bien, y cuando el hombre salió del despacho para ir a buscar una, aprovechó la oportunidad para echar un vistazo. No estaba segura de lo que andaba buscando, aunque no le habría hecho ascos ver un fragmento de alambre acusador, adecuado para que alguien tropezara en la oscuridad, en mitad del escritorio.

No había mucho que observar. Una serie de estanterías albergaban una fila de carpetas de plástico verde y una segunda hilera de libros de contabilidad, con años sucesivos estampados en el lomo de cada uno con números dorados. En lo alto de un archivador, una bandeja de metal deslizable contenía un fajo de facturas que parecían ser de productos alimenticios, trabajos eléctricos, instalaciones sanitarias y suministros comerciales. En el tablón de anuncios de una pared había clavados cuatro anteproyectos arquitectónicos: dos para un edificio identificado como el hotel Pier End y dos para un centro de ocio llamado Pueblo Recreativo Agatha Shaw. Barbara tomó nota del apellido. ¿La madre de Theo?, se preguntó. ¿La tía, la hermana, la mujer?

Levantó un enorme pisapapeles que aplastaba una pila de correspondencia, toda la cual parecía dedicada a planificar la reurbanización de la ciudad. Cuando oyó los pasos de Theo en el pasillo, desvió su atención de las cartas al pisapapeles, que parecía una gran excrecencia de piedra arenisca.

– Raphinodema -dijo Theo Shaw. Llevaba dos latas de coca-cola, con un vaso de papel encajado sobre una de ellas. Tendió esta última a Barbara.

– ¿Raphi qué?

– Raphinodema. Porifera calcárea pharetronida lelapiidae raphinodema, para ser preciso. -El hombre sonrió. Tenía una sonrisa encantadora, pensó Barbara, y se puso en guardia de manera automática. Sabía muy bien el grado de complicidad que podía ocultar una sonrisa encantadora-. Estoy fardando -dijo con espontaneidad-. Es una esponja fósil. Del Cretácico inferior. Yo la encontré.

Barbara dio vueltas a la roca en sus manos.

– ¿De veras? Parece… Joder, no sé… ¿Piedra arenisca? ¿Cómo supo lo que era?

– Experiencia. He sido paleontólogo aficionado desde hace años.

– ¿Dónde la encontró?

– En la costa, al norte de la ciudad.

– ¿En el Nez?

Los ojos de Theo se entornaron, pero sólo una fracción de segundo. Barbara habría pasado por alto el movimiento si no hubiera estado espiando alguna indicación de que el hombre sabía, en el fondo, el motivo de su presencia en el despacho.

– Exacto -dijo Shaw-. Quedan atrapadas en el crag rojo, y la arcilla de Londres las libera. Basta con esperar a que el mar erosione los acantilados.

– ¿El Nez es el principal lugar donde busca fósiles?

– En el Nez no -la corrigió Shaw-. En la playa que hay abajo, al pie de los acantilados. Pero sí, es el mejor sitio donde buscar fósiles en esta parte de la costa.

Barbara asintió y depositó la esponja fosilizada sobre los papeles que había estado pisando. Abrió la coca-cola y bebió directamente de la lata. Arrugó poco a poco el vaso en la mano. Una leve elevación de las cejas de Theo Shaw la informó de que el hombre no había malinterpretado el gesto.

Lo primero es lo primero, pensó. El Nez y el brazalete convertían a Theo en un sujeto al que Barbara deseaba investigar, pero había otros peces que freír antes de echarlo a la sartén.

– ¿Qué puede decirme sobre un individuo llamado Trevor Ruddock?

– ¿Trevor Ruddock?

¿Parecía aliviado?, se preguntó Barbara.

– Trabaja en el parque de atracciones. ¿Le conoce?

– Sí. Hace tres semanas que trabaja aquí.

– Tengo entendido que llegó a usted vía Mostazas Malik.

– En efecto.

– Donde lo despidieron por afanar productos.

– Lo sé -dijo Theo-. Akram me escribió al respecto. También me telefoneó. Me pidió que diera una oportunidad al chaval, porque creía que existían circunstancias atenuantes para el robo. La familia es pobre. Seis hijos. El padre de Trevor lleva de baja dieciocho meses por lumbartrosis. Le acepté. El trabajo no es gran cosa, y el sueldo no puede compararse con el que cobraba en la fábrica, pero le sirve de ayuda.

– ¿Qué hace?

– Se ocupa de la limpieza del parque de atracciones, después de cerrar.

– ¿No está aquí en este momento?

– Empieza a trabajar a las once y media de la noche. Sería absurdo que viniera antes, como no fuera para entrar en las atracciones.