«Lo que empezó como un pleno muy especial del ayuntamiento de la ciudad, convocado para hablar sobre temas de reurbanización -recitó Blondie en su micrófono-, se convirtió en lo que están viendo ahora. He conseguido ponerme en contacto con el líder de la revuelta y…»
Un fornido agente empujó a un lado a Blondie. La imagen se movió como enloquecida cuando, al parecer, el cámara perdió pie.
Sonaron voces airadas. Una botella surcó el aire. La siguió un ladrillo. La falange de policías alzó sus escudos protectores.
– Santa mierda -murmuró Barbara-. ¿Qué coño está pasando?
La locutora rubia y el cámara recobraron el equilibrio. Blondie acercó un hombre a la cámara. Era un asiático musculoso de veintitantos años, de pelo largo recogido en una coleta, y una manga arrancada de la camisa.
«¡Alejaos de él, maldita sea!», gritó hacia atrás, antes de volverse hacia la locutora.
«Estoy aquí con el señor Muhannad Malik, quien…», empezó la rubia.
«No tenemos la menor intención de aguantar evasivas, manipulaciones ni mentiras descaradas -interrumpió el hombre, hablando al micrófono-. Ha llegado la hora de que la ley trate al pueblo con igualdad. Si la policía no quiere considerar esta muerte lo que es, un crimen odioso y un asesinato descarado, haremos justicia a nuestra manera. Tenemos el poder, y tenemos los medios. -Se volvió y utilizó un megáfono para gritar a la multitud-. ¡Tenemos el poder! ¡Tenemos los medios!»
La muchedumbre rugió. Se lanzó hacia adelante. La cámara se agitó y osciló.
«Peter, hemos de retirarnos a terreno más seguro», dijo la locutora, y la imagen cambió al estudio de la emisora.
Barbara reconoció la cara seria del locutor sentado ante un escritorio de pino. Peter no-sé-qué. Siempre lo había detestado. Detestaba a todos los hombres de cabello esculpido.
«Resumamos la situación en Essex», dijo, y Barbara encendió otro cigarrillo.
El cadáver de un hombre, explicó Peter, había sido descubierto en una casamata situada en la playa de Balford-le-Nez por un excursionista madrugador. Hasta el momento, la víctima había sido identificada como Haytham Querashi, recién llegado de Karachi para contraer matrimonio con la hija de un acaudalado hombre de negocios de la localidad. La comunidad paquistaní de la ciudad, pequeña pero creciente, calificaba la muerte de crimen por motivos raciales (por tanto, nada menos que un asesinato), pero la policía aún tenía que aclarar qué tipo de investigación estaba llevando a cabo.
Paquistaní, pensó Barbara. Paquistaní. Oyó decir de nuevo a Azhar: «… un trastorno sin importancia que ha afectado a mis parientes». Sí. Exacto. Sus parientes paquistaníes. Santa mierda.
Volvió la vista hacia el televisor, donde Peter continuaba recitando hechos con voz monótona, pero no le oyó. Sólo oía el tumulto de sus pensamientos.
Contar con una comunidad paquistaní numerosa fuera de una zona metropolitana constituía tal anomalía en Inglaterra que, en el caso de que existieran dos comunidades semejantes en la costa de Essex, sería una casualidad increíble. Teniendo en cuenta las palabras de Azhar, en el sentido de que se dirigía a Essex, y que su partida había precedido a los disturbios que acababa de presenciar, y que Azhar se había marchado para intentar solucionar «un trastorno sin importancia» acaecido en el seno de su familia… Había un límite para la tolerancia de Barbara hacia las coincidencias. Taymullah Azhar iba de camino hacia Balford-le-Nez.
Había dicho que pensaba ofrecer su «experiencia en esos asuntos». Pero ¿qué experiencia? ¿Arrojar ladrillos? ¿Planificar disturbios? ¿O esperaba intervenir en una investigación de la policía local? ¿Esperaba obtener acceso al laboratorio forense? O, posibilidad más ominosa aún, ¿intentaba implicarse en el tipo de activismo comunitario que acababa de presenciar en la televisión, del tipo que invariablemente desemboca en la violencia, las detenciones y una temporada a la sombra?
– Mierda -murmuró.
¿En qué demonios estaría pensando aquel hombre, por el amor de Dios? ¿Qué cojones estaba haciendo, llevándose a una niña de ocho años muy especial?
Barbara miró hacia la puerta, en la dirección que Hadiyyah y su padre habían tomado. Pensó en la brillante sonrisa de la niña y en las trenzas que se agitaban vivamente cuando saltaba. Por fin, aplastó el cigarrillo entre los demás.
Fue al ropero y sacó su mochila del estante.
Capítulo 2
Rachel Winfield decidió cerrar la tienda diez minutos antes, y no sintió la menor punzada de culpabilidad. Su madre había marchado a las tres y media (era el día de su «lavar y marcar» semanal en Sea and Sun Unisex Hairstylist), y si bien había dejado firmes instrucciones sobre las obligaciones a cumplir, hacía más de media hora que ni un solo cliente o mirón había entrado.
Rachel tenía cosas más importantes que hacer que ver cómo el minutero del reloj de pared circunnavegaba lentamente la esfera. Después de comprobar que las vitrinas estaban cerradas con llave, cerró la puerta principal. Cambió el letrero de ABIERTO por el de CERRADO y fue al almacén. Sacó de su escondite, detrás de los cubos de basura, una caja envuelta que había procurado ocultar a los ojos de su madre. Se la puso bajo el brazo y salió a la callejuela, donde guardaba la bicicleta. Depositó con sumo cuidado la caja en la cesta. Después, llevó la bici hasta la fachada de la tienda y dedicó un momento a comprobar que la puerta estaba bien cerrada.
Se armaría un cirio si la pillaba marchándose antes. Su condenación sería eterna si, además de irse con antelación, lo hacía sin cerrar bien la tienda. El pestillo era viejo, y a veces se encallaba. La prudencia exigía una veloz comprobación. Bien, pensó Rachel, cuando la puerta no se movió. Estaba a salvo.
Aunque ya era tarde, el calor aún no había remitido. El habitual viento del mar del Norte, que convertía la ciudad de Balford-le-Nez en un lugar muy desagradable en pleno invierno, no soplaba aquella tarde. Hacía dos semanas que no soplaba. Ni siquiera suspiraba lo suficiente para agitar las banderas que colgaban flácidas a lo largo de la calle Mayor.
Rachel pedaleó con determinación en dirección sur bajo aquellos triángulos rojos y azules entrecruzados que proclamaban una alegría artificial. Se dirigía hacia la parte alta de la ciudad. No iba a casa. En ese caso, habría tomado la dirección contraria, a lo largo de la playa y dejando atrás la zona industrial, hasta llegar a las tres calles truncadas de casas adosadas donde su madre y ella vivían en una buena convivencia forzada. Lo cierto era que se dirigía a casa de su mejor, más antigua y única amiga, sobre cuya vida se había abatido recientemente la tragedia.
He de recordar que debo ser compasiva, se dijo con seriedad mientras pedaleaba. He de recordar no mencionar los Clifftop Snuggeries antes de decirles cuánto lo siento. Aunque no lo lamento tanto como debería, ¿verdad? Tengo la sensación de que una puerta se ha abierto de par en par, y quiero pasar por ella como una exhalación mientras pueda hacerlo.
Rachel se subió la falda por encima de las rodillas para pedalear con más soltura, y para impedir que la tela, fina y transparente, se enganchara en la grasienta cadena. Sabía que iría a ver a Sahlah Malik cuando se había vestido por la mañana, de forma que tal vez habría debido ponerse algo más adecuado para un largo paseo en bicicleta vespertino. Pero la longitud de la falda que había escogido realzaba sus mejores características (los tobillos), y Rachel era una joven consciente de que, como el Todopoderoso la había favorecido tan poco en la cuestión del aspecto, tenía que acentuar sus pocas facetas positivas. Por consiguiente, solía utilizar faldas y zapatos que destacaran sus tobillos, siempre con la esperanza de que las miradas ocasionales dirigidas a su figura pasaran por alto el desastre de su cara.
En sus veinte años de vida había escuchado toda clase de calificativos: fachosa, inmunda, malparida y grotesca eran los adjetivos habituales. Vaca, foca y adefesio eran los sustantivos adjuntos. En el colegio había sido blanco de bromas y burlas incesantes, y pronto había descubierto que, para la gente como ella, la vida presentaba tres claras alternativas: llorar, huir o aprender a plantar cara. Se había decantado por la tercera, y estaba decidida a seguir por la senda que le había granjeado la amistad de Sahlah Malik.