Выбрать главу

– Si quiere huir más lejos, suba. Puedo dejarle en cualquier parte.

El chófer vestido de almirante de la marina suiza les estaba ofreciendo la puerta abierta del Jaguar y así como Carvalho se metió en él con una recién adquirida naturalidad, el otro lo hizo poco a poco, como si se tratara de una Cenicienta inseguramente dispuesta a meterse en la calesa del príncipe. Y una vez dentro su mirada iba de los acabados del coche a la evidencia de que Carvalho no era el príncipe, aunque se estaba sirviendo un copioso whisky del mueble bar rutilante y le instaba a que aceptara uno. No se hizo rogar el invitado de Carvalho y se le ocurrió un espontáneo brindis cuando chocaron sus vasos semillenos en la religiosa penumbra del Jaguar Daimler.

– Por nuestra juventud en que llenos de inquietud, tuvimos fe y deseos de vencer.

Carvalho secundó el brindis, bebió un breve pero intenso trago de aquel malta reserva.

– Usted acaba de recitar un fragmento de una canción tabernaria inglesa que cantaba Mary Hopkins.

– ¡Qué sensibilidad la de los propietarios de Jaguar!

– El Jaguar no es mío. Usted y yo somos invitados de un pillastre riquísimo que se llama Lázaro Conesal. Un rico como hay pocos, de los que enseñan los aviones privados y los Jaguar. ¿Quién era su compañero de juerga literaria?

– El nombre no le diría nada. Tiene el cerebro hecho papilla y sólo se le convierte en un músculo poderoso cuando escribe poemas, cada vez más licuados. Se pasa media vida en sanatorios mentales y la otra exhibiendo su condición de sensibilidad maldita, de acusación para todos los que estamos integrados porque hemos de pagar alquileres y comprarles discos compactos a nuestros hijos.

– Usted también es escritor.

– Leo hasta entrada la noche y en invierno trabajo en Iberia.

Carvalho se había puesto soñador y de pronto recitó bruscamente algo que parecía un verso.

– Siempre se espera un verano mejor y propicio para hacer lo que nunca se hizo.

Contuvo su compañero una espontánea señal de alarma y recuperó su estructura literaria defensiva.

– Sólo salgo del armario para preguntar cuántas cosas todavía se desconocen.

Carvalho aprobó con un cierre de ojos fulminante.

– Tiene usted los reflejos bien preparados. No tema. Superará todos los encuentros con el poeta ese licuado. Me temo un día ferozmente literario. Madrid es una ciudad muy literaria, por lo que veo. Esta noche he de asistir a la concesión del premio Venice-Fundación Lázaro Conesal, de Literatura naturalmente. Debe de ser un premio muy bueno porque lo dotan con cien millones de pesetas.

– No falla, si es el más caro es el más bueno. Conesal es el emblema de los nuevos ricos del nuevo régimen democrático. El self made man que trafica con las mejores influencias y sorprende a los tiburones fingiendo el lenguaje del delfín y a los delfines mordiéndoles como un tiburón.

– ¿Quién podría matarle?

– Todos los cadáveres que él ha matado insuficientemente. Y además ha amenazado con contar todos sus lazos con el poder si el Banco de España y el fisco se meten en sus negocios financieros y en sus impuestos.

– ¿Cómo se ha enterado de todo esto?

– Escucho las tertulias radiofónicas, ¿usted no?

– Me doy cuenta de que ni siquiera tengo una radio.

El coche se había detenido al pie de la torre Conesal. El prisma más emergente de todas las construcciones cristalográficas del Kripton manchego, con cristales oscurecidos, como respetando la cultura ibérica de la ocultación de lo ya de por sí oscuro. El edificio tenía algo de tétrico de lujo y Carvalho saltó a la acera seguido por su compañero de viaje, dedicado a despedir con la mirada al lujoso Jaguar. Luego se dirigió al chófer.

– ¿Me deja tocar el animalito?

Su dedo señalaba al jaguar dorado que permanecía al acecho en la punta del morro.

– Es que es de oro de verdad.

– Sé tocar el oro sin mancharlo.

– Toque, toque -le instó Carvalho sin respetar la prevención del chófer y así hizo el escritor armariofílico hasta conseguir la mueca del deleite y la suficiente liberación de espíritu como para darle la mano a Carvalho en señal de despedida.

– Vuelvo a mi armario y si alguna vez necesita un favor en cualquier atasco aéreo, pregunte por Juan José Millas y le facilitaré el asiento del copiloto.

Todo el contento del escritor era descontento en el chófer bajo su gorra de almirante, dedicado a sacar brillo al jaguar de oro con el revés de la manga o tal vez le quitara las manchas dejadas por el tacto del intruso mientras refunfuñaba un convencional después todas las broncas serán para mí y Carvalho se metía en el edificio en busca de los ascensores más vertiginosos. La primera observación que ratificó la impresión de madrugada es que en los ascensores no había mueble bar y tal vez carecían de la voluntad de ostentación de todo cuanto rodeaba a los Conesal, como si el ascensor no fuera un lugar apropiado para la teatralización de la abundancia. Tal vez porque era demasiado veloz y no daba tiempo de tomarse un whisky ni de fijarse en los detalles por muy rutilantes que fueran, aunque viajaras, como Carvalho, hasta el piso veintipico. Otra cosa era en cambio la recepción inacabable tan llena de azafatas mareantes recién salidas de una Universidad de Azafatas financiada por la Mac Donalds, a juzgar por las virtudes proteínicas de las muchachas, de la más compacta carne picada, pura contención muscular, volúmenes elásticos que arrancaban al espacio su mismidad con una delicadeza persuasoria. Sus ojos, no obstante, fueron requeridos por un ruido visuaclass="underline" una de las azafatas más doradas lloraba quedamente junto a la puerta de un ascensor mientras soportaba la contenida bronca de una mujer angulosa que no encajaba entre tanto esplendor en la hierba artificial. Pero no pudo interesarse demasiado por la peripecia. Carvalho fue introducido en un salón donde la moqueta incluso tapizaba las grandes ventanas abiertas, porque el Madrid Manhattan parecía un tapiz posmoderno, veladas sus audaces aristas por un filtro azulado, casi el mismo azul de la moqueta, que lo suponía realidad urbana inmersa en una pecera. Allí sí había bar más que mueble bar y tras la barra un barman profesional cuya fisonomía le era familiar, tal vez porque iba disfrazado de barman de película años cuarenta, era un calvo con tupé de guitarrista mexicano en películas norteamericanas de bajo presupuesto, tenía orejas caedizas, ojos glaucos, pero inspiraba confianza como esa raza de barmans que consienten que les cuentes tu vida a cambio de que te tomes cuatro cócteles que le permitan lucirse: el Dry Martini, el Singapur Sling, el Gimlet y el Manhattan, los cócteles más literarios. A las once de la mañana tomarse un Dry Martini es como pegarse un martillazo en el cerebro, lo que puede recetarse a las ocho de la tarde, pero no a una hora en la que el cerebro permanece en fase adolescente y aún no ha comprobado que todo sigue igual. Pactó con el camarero un Singapur Sling y complicidad sobre los orígenes míticos del brebaje, pero aunque el hombre no había leído a Somerset Maugham, ni había estado nunca en Singapur ni por lo tanto en el Raffles, el hotel original del cóctel, ni siquiera leído o visto en el cine Saint Jacks, estaba muy bien predispuesto a enriquecer su nivel cultural.

– Singapur Sling: 4/5 de ginebra, 1/5 de brandy, 1/2 de limón. Me encanta que los clientes me ilustren. No basta con ser un buen técnico en coctelería, que lo soy, aunque me esté mal el decirlo. Pero saber el origen de los placeres aumenta la posibilidad de gozarlos.

El barman no era poeta, pero sí licenciado en Hispánicas especialista en los misterios de El Lazarillo de Tormes todavía por desvelar, a pesar de los empeños que habían puesto en este cometido cinco mil especialistas como los que citó a un Carvalho desarmado y desalmado, de los que sólo consiguió recordar apellidos de fácil memorización como Rico o Gullón.

– ¿Cómo se llama usted?

– Simplemente José.

– Me suena, ¿usted no era el chófer que me ha acompañado desde el aeropuerto? ¿Y el que me acaba de traer desde el Café Gijón?

– El mismo. A don Lázaro le encanta verme cambiar de cometidos. Soy paisano de don Lázaro y me distingue con su confianza. Yo iba para hispanista o para actor de teatro. Aquí donde me ve, yo compro todo lo que don Lázaro necesita de inmediato dentro de este edificio o del Venice, desde la pasta de dientes hasta las cosas más habituales de farmacia o las bebidas que aquí se sirven. De hecho me contrató la señora Conesal, doña Milagros Jiménez Fresno, que es la madrina de mi hermana chica, María, que también trabaja aquí como azafata. Mi madre había servido en la quinta veraniega de los Jiménez Fresno y conocía a doña Milagros desde la adolescencia.

– ¿Y qué hace un hispanista como usted detrás de la barra de esta pecera?

– Mi hermana es licenciada en Biológicas y trabaja aquí de azafata.

– ¿Es rubia?

– Como todas. Aquí sólo hay azafatas rubias. Mi hermana es rubia. Ya le he dicho que se llama María y trabaja aquí de azafata.

– ¿Teñidas? Las mujeres teñidas son como cócteles. Una manera de crear otra naturaleza. ¿Qué cócteles le parecen a usted esenciales?

– Sin ánimo de sustituir su propia jerarquía de valores, para mí los cócteles básicos y clásicos son Alexander, Alaska, Bloody Mary, Americano, Bronx, Claridge, Daiquiri, Manhattan, Dry Martini y Old Fashioned. ¿Se ha fijado usted en la poética de los títulos?

– Para mí no hay otra poética que la del paladar. Los cócteles ni siquiera merecen olerse. Muy pocos, como el Dry Martini, tienen un olor misterioso, mestizo, a ginebra aterciopelada por el fantasma frío del vermut desaparecido. Yo tengo una barwoman blanca en Barcelona que se llama Dolors y me hace un Dry Martini con Nouilly Prat, no con Martini. Es otra cosa.

– Más bronca, me imagino.

– Más bronca y más enmascarada. Los cócteles son máscaras. ¿Tiene usted alguno preferido?

– Soy abstemio. A la fuerza. Los médicos.

Una de las puertas de comunicación con la otredad se abrió bruscamente y en el marco se situó la silueta de una mujer de excelente dorso, con las curvas en su sitio, las pantorrillas palpables y una espalda avispada y recta, pero de voz estridente sobre todo por lo que decía y cómo lo decía hacia la habitación que estaba abandonando.

– Álvaro, ¡eres un hijo de la gran puta!

Simplemente José desapareció en el interior de la cocinilla adjunta al bar y Carvalho no tuvo más remedio que contemplar el dorso de la mujer y esperar acontecimientos que no tardaron en llegar. Álvaro Conesal salió del despacho, se precipitó sobre la dama, la cogió por un brazo y la volvió a introducir de un brusco tirón, para cerrar a continuación la puerta con la misma agresividad con que sellara su derecho a la intimidad frente a la mirada alertada y algo irónica de Carvalho que el hombre desafió durante un segundo. A solas con su Singapur Sling, Carvalho recuperó al barman Simplemente José recién llegado de su corta huida, silencioso y mañoso en borrar las huellas de lo que había preparado y servido.