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– No tan libre. Ha de pasar por la aprobación de mi padre.

Una llamada del interfono anunció la llegada de alguien que Álvaro Conesal identificó como las dos entrevistadoras. Álvaro se había echado a reír.

– Estas dos chicas no saben dónde se han metido. Mi padre siempre pide dossiers de todos los que le vienen a hacer entrevistas, aunque sean novatas como éstas, dos estudiantes de Económicas que quieren denunciar los manejos del Gran Tiburón.

– ¿Qué dicen los dossiers?

– Dos chicas de desiguales familias, pero tirando a buenas familias. Las dos militan en todas las ONG que existen, es decir, en las Organizaciones No Gubernamentales. Son los rojeras del presente que no tienen futuro. ¿Me permite?

Álvaro dejó sólo a Carvalho en el despacho y salió a la recepción azul en la que el detective había intimado con el barman. Carvalho se acercó al resquicio que dejaba la puerta entreabierta y allí estaban la morena y la rubia, tiernas como gacelas, pero rígidas como panteras dispuestas a saltar al cuello del financiero más mitificado de España. Tenían cara de niñas demasiado sexuadas para su edad o tal vez simplemente tenían demasiado cara de niñas para las vibraciones sexuales que emitían, sobre todo la rubia. Fingían una relajada alegría a la espera de que el fingimiento se convirtiera en la pose necesaria para hacer frente al entrevistado. Pero cuando se abrió una puerta hasta entonces casi inadvertida por la que penetró el cincuentón atezado, de cabellos rubios en el límite de la plata culminando una arquitectura de bronce, la piel, y oro, el Rolex, las dos muchachas aproximaron sus cuerpos para protegerse y emitieron voces estranguladas cuando Lázaro se apoderó sucesivamente de una de sus manos y las besó como si no las viera bien. Precipitaron las chicas la situación sacando blocs, magnetofones, bolígrafos, dossiers, prisas y creyó Carvalho llegada la hora de dejar solos al Tiburón y a aquellas dos pescadillas que ya estaban mordiéndose la cola nerviosamente. Pero Álvaro le detuvo con un gesto imperioso, de los mejores gestos del mejor master de gestos, al tiempo que le encarecía:

– Nada de retiradas. Mi padre quiere dedicarnos el espectáculo.

Altamirano adoptó maneras de molesto automovilista en situación de atasco, depositó la servilleta sobre la mesa para ponerse en pie y enterarse fehacientemente de lo que había ocurrido para aquel revuelo y aquellas palabras pistoletazo que saltaban de mesa en mesa y conseguían sacar a los comensales de su aburrida expectación. Pero Marga fue más rápida que él y movilizó sus cortas extremidades a tal velocidad que más parecía un reptil que una mujer cúbica avanzando hacia la verdad.

– Que hay un muerto.

– ¿Un qué?

– Un muerto.

– Me lo temía. No hay semana sin necrológica. Seguro que se ha muerto alguien para que yo le haga la necrológica.

Mas por encima de la tentación de cinismo, Oriol Sagalés experimentaba la de enterarse de la causa última de cuanto acontecía, en coincidencia de deseos y movimientos con la señora Puig que con una mano sobre los labios y los pasitos cortos se alejaba de la mesa en dirección a los comensales ya descaradamente arremolinados, sin hacer caso de la permanencia varada de su marido, consciente de que en las situaciones críticas los capitanes de barco y de industria, aunque fuera de sanitarios, curtidos en mil riesgos, no deben nunca abandonar el metro cuadrado sobre el que afirman su identidad. Laura Sagalés se quedó junto a él, con las manos ceñidas al vaso de whisky, como si temiera la acción de algún descuidero y puso sorna en el reojo que acompañó la marcha de su marido formando pareja con el mejor vendedor de libros del hemisferio occidental de España.

– He oído palabras que no me gustan -comentó el vendedor con los labios apretados y la mirada fija en el horizonte.

– No pierda la calma, Watson. Lo más probable es que algo grave le haya pasado al anfitrión.

El vendedor se detuvo asombrado e interrogó con la mirada a Sagalés que le hizo el honor de tomarse un descanso de brillantez y sarcasmo para darle una lección de inducción lógica.

– Elemental, querido Watson. El más pálido de todos los que están protagonizando el barullo de la puerta de comunicación con el resto del Venice es nada menos que Alvarito Conesal, Conesal hijo, el conocido mecenas de la posmovida madrileña y aquella mujer que avanza trágicamente en dirección a su hijo, sacudida por los sollozos y con presuntos problemas respiratorios causados por una congoja interior y no por la faja que a todas luces trata de encauzarla en pro del bien común de la relación de su cuerpo con el espacio externo, es la señora Conesal.

El vendedor cabeceaba convencido y admirado, asistente al espectáculo de los guardaespaldas súbitamente imbuidos de su condición que estaba construyendo círculos protectores en torno del presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid y de la señora ministra de Cultura con la sonrisa a media asta. El círculo de policías ya escasamente secretos aunque no diferenciadamente públicos o privados, dejaba actuar a las cámaras de televisión que con sus reflectores convertían la secuencia en una batalla épica entre las autoridades cercadas y una luz lechosa que les amedrentaba como a alimañas, pero en cambio rechazaba a un piquete de invitados asaltantes que preferían ser informados por el poder político y cultural antes que por el familiar representado por el hijo y la mujer del presunto malogrado. Los tertulianos radiofónicos se habían agrupado por las emisoras en las que prestaban sus servicios y comenzaban el precalentamiento de la emisión de mañana por la mañana. Entre el levantisco grupo sitiador de las autoridades, Ariel Remesal y Fernández Tutor expresaban su indignación por la desconsideración que empleaban los guardaespaldas.

– ¡Leguina! ¡Leguina! -gritaba Fernández Tutor dando saltitos.

– ¡Carmen! ¡Carmen!

Era el reclamo escogido por Ariel Remesal para hacer visible su cara entre dos hombrones de policías, sin que Leguina ni la señora ministra supieran ni quisieran ver, entretenidos como estaban en darse explicaciones y consignas.

– ¿Ha sido ETA?

– No me han dicho si han encontrado balas de nueve milímetros Parabellum -objetó Leguina y al escucharse a sí mismo comprendió que a pesar de su desgana como simple presidente en funciones y con deseos de marcharse a casa para escribir una novela sobre lo que estaba ocurriendo, era completamente improcedente no enterarse de lo que pasaba. Que no lo supiera una ministra de Cultura pase, que no lo supiera el presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid era noticia en la primera página del diario Mundo al día siguiente y un triunfo más de su director, el odiado Pedro J. Ramírez. Así es que Leguina tiró la servilleta, se puso en pie y ordenó-: ¡Dejen paso!

Era una voz rotunda pero los policías esperaban tal vez voces más familiares de sus jefes naturales y no obedecieron el imperativo del señor presidente en funciones de la Comunidad Autónoma de Madrid, por lo que Joaquín Leguina tuvo que optar por una solución enérgica exteriorizada en el hecho de poner una mano en el hombro de uno de los policías que lo cercaban, apretar fuertemente los dedos sobre aquella esquina musculadísima de un cuerpo humano y acuchillarle la oreja con un:

– ¡Abran paso!

La señora ministra había comprendido las intenciones de su asociado en el poder, por lo que se puso a su estela y secundó su demanda con una voz grave y licorosa de presunta cantante de boleros.

– Abran un pasillo de protección. Hemos de llegar al lugar de los hechos.

Lo del pasillo de protección agradó en justos términos a los centuriones, porque como movidos por un resorte y demostrando su tendencia a constituirse en sujeto colectivo, cambiaron la figura del círculo por la de un pasillo de carne y hueso abierto a la posibilidad del avance de Leguina difícilmente cejijunto sobre sus separados ojos claros y con los dedos tirándose de los puños de la camisa, mientras a su lado la señora ministra había conseguido asumir el continente de una representante del Gobierno, la única representante del Gobierno presente en la sala, por muchas reticencias que siempre haya despertado la posibilidad de que la cultura sea responsabilidad o forme parte de Gobierno alguno. No avanzaban solas las autoridades por el espacio abierto gracias al pasillo móvil de sus guardianes, sino que se habían convertido en protagonistas del travelling cangrejo de los cámaras de TVE sabios en filmar mientras se retiraban de espaldas y en el séquito se habían metido Ariel Remesal y Fernández Tutor, siendo el editor el que tenía que cambiar el paso constantemente, no para no quedar rezagado, sino para poder asomarse a la oreja ora de Leguina ora de la señora Alborch para encarecerles:

– ¡Sabéis que podéis contar conmigo!

No sólo ni el presidente ni la ministra parecían contar con Fernández Tutor, sino que evidentemente le consideraban un intruso en su camino hacia la responsabilidad situacional y, ¿por qué no?, histórica. Así que Leguina se detuvo en seco, se encaró con el notable ganador de cincuenta premios periféricos y el editor de libros raros, también conocido por «El bibliófilo de la Transición» y les espetó:

– No es el momento. Cada cual debe estar en su sitio.

Consideraba que estaba en su sitio Alma Pondal, la mejor novelista ama de casa y no sólo ella sino también su marido, por lo que contuvo con una mirada el espontáneo impulso del hombre de marchar hacia donde iban los demás, al tiempo que ponía voz melosa de ama de casa dispuesta a recibir aquella noche el baño semental que contribuyera aún más a cimentar su fama de prolífica escritora y madre, capaz de haber escrito seis novelas en los últimos diez años, período coincidente con el de cuatro hijos aparentemente del mismo sexo.

– ¿Qué nos va a ti o a mí? Empezaba a necesitar un momento de intimidad. Cuánto bocazas, Dios mío, hay en el reino literario.

– Con cuánta razón declaraste, Mercedes…

– Te he repetido mil veces que no me llames Mercedes en público.

– Perdona, Alma. Insisto en que tenías mucha razón cuando declaraste al Adelantado de Segovia que las reuniones de escritores debían estar prohibidas por la Constitución.

– ¿Recuerdas el artículo de réplica de Riquelme, el cuñado de la farmacéutica? Se sintió escritor y ofendido.

– ¿Escritor ése?

– Como ha escrito Glosa del cerdo ibérico en el Camino de Santiago.

– Pero que tengamos intimidad no quita que debamos saber qué está sucediendo.

– Alguna copa de más. Alguna bofetada de más.