– Para salir cuanto antes de esta penosa situación es mucho mejor que cada cual ocupe su sitio.
– Yo ni lo he dejado -objetó Laura, situada en un lugar en el mundo delimitado por dos botellas de whisky, la una vacía y la otra por vaciar-. Yo les he guardado el sitio, no fuera a ocuparlo el asesino.
– ¿De qué asesino habla usted, señora?
La parte femenina de Puig Sanitarios, S. A. se había llevado una mano al pecho izquierdo en busca del lugar más próximo al corazón.
– Creo que han matado a Lázaro Conesal.
Incluso Sagalés se sorprendió y cometió el desliz de mirar a su esposa y descubrirla interrogativa y expectante.
– ¿Fabulas, Laura?
– No me mires así que te pareces a Gregory Peck cuando no sabe qué cara poner. No fabulo, querido. Me lo ha dicho un camarero.
– ¿Te lo ha dicho un camarero? ¿Así, por las buenas?
– Hemos adquirido una cierta confianza a lo largo de la noche y he aprovechado que pasaba para preguntarle: Fermín, ¿qué ocurre? Se ha producido una feliz coincidencia o una cariñosa complicidad, porque ha asumido que se llamaba Fermín y me ha contestado como si fuera la cosa más natural del mundo: El señor Lázaro Conesal ha sido asesinado. Me ha servido otro whisky y se ha marchado evidentemente muy atareado.
– Igual se trataba del asesino -apuntó Manzaneque que había seguido a Sagalés y había recuperado la imaginación. La ex joven promesa de la novela española recorrió con la mirada las diferentes mesas y tuvo la impresión de que en todas lo sabían.
Laura había comenzado un duelo de miradas con su marido. Ninguno de los dos estaba dispuesto a bajarla y Laura escupió:
– Eres un imbécil.
Sagalés dio la vuelta a la mesa, se situó ante su mujer y le dio una bofetada seca, violenta, que ella encajó con una sonrisa mientras apostillaba:
– Sigues siendo un imbécil.
– Han asesinado a Lázaro Conesal -les informó en secreto y con la boca ladeada el mejor vendedor de diccionarios del hemisferio occidental español, ajeno al drama matrimonial, recién llegado de fuentes generalmente bien informadas.
Terminator Balmazán explicaba en aquel momento que el mejor auxiliar de un reciclador de empresas literarias era el ordenador en el que se registran las curvas de las ventas de los autores.
– Todo escritor es sus ventas. No sólo estamos en una economía de mercado, sino también en una cultura de mercado y en una biología de mercado. ¿Por qué está ocurriendo lo que ocurre? Porque Conesal, que es un gran hombre de negocios, se ha metido en esto de los libros con demasiada poesía.
Todas las mesas recibían su recién llegado que traía la misma noticia, como una nube cada vez más agrandada sobre las cabezas de todos los pobladores del comedor. Desde su posición, Leguina y Alborch veían cómo la nube se iba extendiendo golosa por el salón.
– ¿Qué hacemos, ministra?
– Tú eres quien tiene el mando. Todavía eres el presidente de la Comunidad Autónoma.
– El jefe superior de policía está en camino, pero la situación evoluciona demasiado de prisa. Habría que decir algo por el altavoz.
– ¿Sin consultar a la familia?
– ¿Dónde está la familia? Este asunto ha dejado de ser privado para ser público. Esta noticia hay que expropiarla.
– Bajo tu responsabilidad.
Leguina asintió trascendentemente y se encaminó hacia la tarima donde los micrófonos esperaban inútilmente el fallo del premio Lázaro Conesal. No pudo andar ni diez metros porque fue interceptado por un reguero de comensales rebeldes que volvieron a despegarse de sus sillas para aproximarse al poder. Ariel Remesal y Fernández Tutor le preguntaban si Lázaro Conesal habia sido envenenado mientras se ponían a su paso flanqueándole, como si la cultura más selecta de España le sirviera de guardia de corps en el instante de la revelación.
– Estamos contigo, Joaquín.
Por fin Leguina, con el hablar amable pero con los gestos cortantes, consiguió subir a la tarima, arrancó el micrófono de la horquilla soporte, se lo aproximó con decisión hasta sus labios y dijo señoras y señores, pero sólo él se oyó a sí mismo. El micrófono evidentemente estaba desconectado y por más que Fernández Tutor repiqueteó sobre la compacta rejilla con un dedito, después con los nudillos, para pasar finalmente a apuñar sin contemplaciones la sorda bellota, el micrófono siguió en su ensimismamiento y Leguina contempló por un momento la posibilidad de dirigirse al público a pulmón libre, no en balde gozaba de una caja torácica privilegiada. Se llenó de aire los pulmones, se acercó al borde de la tarima y gritó: ¡Señoras! y ¡Señores!
– ¡No se oye! -le gritó desde su asiento la mejor novelista ama de casa, ratificada por su marido, el mejor ingeniero de puentes y caminos de su generación. Sagazarraz se subió a una silla y trató de improvisar un discurso en su zona de influencia.
– Cautivo y desarmado el ejército rojo, se han cumplido los últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.
– ¿Qué dice ese imbécil? -espetó el premio Nobel, harto de subir y bajar su abdomen, según las tentaciones de compartir lo que sucedía de pie o sentado.
También el académico Mudarra, a su lado, opinaba que Sagazarraz era un imbécil, mientras su mujer Dulcinea le tiraba de la manga del esmoquin para que no se comprometiera en juicios tan arriesgados y Mona d'Ormesson aplaudía y gritaba agudamente:
– ¡Qué mono! ¡Qué mono!
– ¿Qué está diciendo? -interrogaba Beba Leclerq a sus compañeros de mesa inútilmente en el caso de su marido hundido en su doble condición de Pomares amp; Ferguson, pero no así en lo que respecta a Regueiro que tenía la respuesta intoxicadora adecuada.
– Creo que hay una amenaza de bomba etarra, pero no conviene difundirlo. Puede ser una falsa alarma. Que no cunda el pánico.
– Por Dios -rechazó Hormazábal, al tiempo que le tendía su teléfono para que escuchara.
– Te lo juro. Acaba de decirlo Tele 5 en esas noticias breves que da de vez en cuando. Han asesinado a Lázaro Conesal.
Una voz femenina creía estar comunicando la noticia a Hormazábal, pero era Regueiro Souza quien escuchaba porque había seguido un calvario de mesa en mesa arrancando teléfonos de las manos de sus propietarios para escuchar brevemente lo que hablaban y aunque suscitó más de una ofendida reacción había conseguido llegar a su mesa original intocado y a tiempo para quitarle el aparato al asesino de la Telefónica. Prosiguió la conversación por su cuenta y riesgo.
– ¿Se tiene alguna pista sobre las circunstancias del asesinato…?
– ¿Con quién hablo?
– Conmigo.
– Pero usted no es el señor Hormazábal.
– Soy Celso Regueiro Souza.
– Por favor, ¿quiere decirle al señor Horrnazábal que se ponga?
El asesino de la Telefónica se llevaba el dedo a la sien y comunicaba a la otredad de la mesa que Regueiro Souza había enloquecido, pero la mesa estaba por la noticia de la llegada del jefe superior de policía, confirmada por la irrupción en el comedor de Álvaro Conesal, quien tras cambiar breves frases con las autoridades provocó la brusca salida del salón de Leguina y la ministra a la cabeza en dirección desconocida. No era otra que la sala de encuentros de los guardias de seguridad, adjunta a la del control telemático del hotel y allí el jefe superior de policía escuchó las explicaciones de Álvaro Conesal, del presidente de la Comunidad Autónoma, de la ministra y del jefe de personal, secundados por el silencioso mirón que se había autollamado Carvalho y por un joven inspector, incoloro, inodoro e insípido, Ramiro, apellido, sí, apellido, nombre no, mi nombre es Antonio, Ramiro parece un nombre pero es un apellido, Antonio Ramiro, eso es. Antonio Ramiro, tomaban nota los periodistas que habían conseguido detener al grupo ante las puertas de la sala de encuentro.
– Quizá sería conveniente que la señora ministra permaneciera aquí. Un hombre muerto no es… No tuvo tiempo el jefe superior de policía de situar el predicado negativo en la frase porque la ministra le enseñó la dentadura y aunque parecía una sonrisa, el jefe superior de policía comprendió que no era sonrisa amiga. Así que la comitiva encabezada por Álvaro y el jefe policial y compuesta por la ministra, Leguina, Carvalho, Antonio Ramiro y el jefe de personal que se había presentado como Jaime Fernández volvió a salir al hall selvático y se subió a uno de los ascensores donde el botones les dedicó una gestualidad rutinaria en contrapunto con la gravedad de los viajeros. A medida que ascendía el ascensor la selva se iba convirtiendo en un aquelarre de bonsais, en una chuchería de la imaginación y las luces indirectas dotaban a las escasas personas que atravesaban el hall de un aspecto de figurantes difusos en una película de ciencia ficción elucubrada por un programador. Álvaro abrió la marcha y empujó con decisión la puerta que llevaba a la suite permanente de la que su padre disponía en el hotel. Carvalho enumeró a vista de paso ligero lo caro que era todo lo que amueblaba el vestíbulo, el living comedor y aún cavilaba sobre la imposibilidad de establecer un cálculo posible cuando la comitiva se encontró ante la evidencia del dormitorio. Lázaro Conesal era un garabato humano vestido con un pijama de seda, con la espalda arqueada, como tratando de despegarse de la cama, y la coronilla y los talones luchando en sentido contrario. Tenía las facciones oscuras y los músculos de la boca componían una sonrisa espantosa, hasta tal punto lo era que los ojos desorbitados expresaban el miedo hacia la propia sonrisa. Tenía la mandíbula agarrotada, como si la muerte le hubiera sorprendido en pleno ataque de indignación y como contraste, como si no fuera consciente de la pose horrorosa del muerto, su mujer le acariciaba un pie desnudo, sentada en el borde de la cama.
– Que nadie toque nada. ¿Ha tocado usted algo?
El hombre que tenía la cabeza recosida por injertos de cabello trató de justificarse.
– Como médico del hotel, cuando he sido requerido he tratado de averiguar qué había sucedido y algo he tocado el cadáver, pero casi en seguida me he dado cuenta de lo que había pasado.
– ¿Quién ha descubierto el cadáver?
– Podría decirse que yo, bueno, yo no venía solo, porque parece ser que el señor Conesal cuando empezó a sentirse terriblemente mal llamó por teléfono y se puso ese barman negro que se llama José Simple.
– Simplemente José -auxilió Carvalho para irritación del jefe superior de policía.
– ¿Cómo va a llamarse alguien Simplemente José? Prosiga su relato, doctor.
– Me llamó el negro y juntos subimos lo antes posible para contemplar el espectáculo. Después avisamos a don Álvaro que estaba en el comedor. Cuando nosotros llegamos, el señor Conesal ya estaba muerto.