– Si ustedes han visto El ángel exterminador de Buñuel, no tienen un referente mejor, o bien
– Más allá de la literatura sólo cabe vivificar los argumentos, o bien
– No seas pelmazo y déjame a solas con mi perplejidad.
La primera se la había dicho a un matrimonio catalán cuyo apellido le sonaba a lata de conservas, la segunda a Mona d'Ormesson cuya pesadez aumentaba con el relente y la tercera a Mudarra Daoiz que atribuía lo sucedido a un extraño montaje político.
– No olvides, duque, que Conesal era el financiero más opuesto al pacto entre los catalanes y los socialistas. Representaba un dinero español y moderno, frente al dinero periférico y extranjerizante de los catalanes.
Alba dirigía su mirada ahora hacia la mesa donde languidecía la airada conversación entre Sagalés y su mujer. Ahora era Laura la que hablaba con vehemencia mientras la más vieja de las jóvenes promesas de la literatura española distraía su mirada por el cansado salón en el que los diseños voluntariamente pueriles se avejentaban por minutos hasta constituir un correlato objetivo dibujado por niños locos y suicidas. La imagen de los niños locos y suicidas ocupó las neuronas de Sagalés mientras su mujer hablaba:
«… y los niños locos y suicidas empezaron a pintar por las paredes las siluetas de los cadáveres de sus madres y roscones de brioche o de mierda de los que salía aroma de anís o peste de heces fecales sangrientas en forma de melena, mientras el coreógrafo les señalaba la ruta hacia el abismo aconsejándoles que avanzaran hacia él de puntillas, para no despertar a los dioses de la compasión…»
– Toda la vida he vivido a tu sombra, ¿recuerdas cuando me chupabas el coño y me decías irónicamente: Te voy a comer las fincas? No has hecho otra cosa. Detrás de tu carrera de premio Nobel sin lectores se han ido todas mis fincas y mi juventud, hijo de puta, joven promesa de nada, yo no soy ni joven, ni promesa, ni nada, sino la borracha que le va riendo las gracias a un genio insuficiente.
«… pero los niños tenían instinto de supervivencia y trataban de agarrarse a los dibujos de los árboles para retardar la caída en el abismo, con la excusa de la extrañeza de los colores, árboles verdes, azules, amarillos, rosas, fucsias y serpientes de boata con ojos de vidrios opacos…»
– Toda la vida martirizándome como un sádico por mi historia con Lázaro y has seguido martirizándome como un sádico hasta que fui a pedirle…
– ¿Te quieres callar? ¿Te quieres morir? ¿Quieres reventar?
De un empujón llevó la mesa huevo frito contra el vientre de su mujer y utilizó la distancia ganada para ponerse en pie e ir al encuentro de Manzaneque del que se apoderó por el procedimiento de pasarle un brazo sobre los hombros.
– Aunque no lo parezca, querido poeta, príncipe de Cuenca, yo leo a los jóvenes, por más que me guste juguetear con su inmaculada inocencia. ¿Qué te parece lo que nos está ocurriendo? Será una excelente materia literaria para dentro de treinta años. Tú vivirás para escribirlo.
– A mí no me va lo rememorativo.
– Porque aún tienes deseos. Luego vivirás años de tensión dialéctica entre la memoria y el deseo y finalmente sólo te quedará la memoria. Será el momento de escribir una novela sobre lo que está ocurriendo, aquí y ahora.
– Puede ser. Pero más que el argumento, a mí lo que me interesa son las estrategias.
– A ver. A ver.
– Las estrategias narrativas, mejor dicho la originalidad de la estrategia narrativa, porque todo está dicho y en cambio hay mucho que hacer en el terreno de la estrategia narrativa. ¿Me sigues?
– Te sigo, maestro.
– No te burles.
Sagalés no supo reaccionar a tiempo. Manzaneque había depositado su cabeza sobre su pecho y refregaba su sien izquierda contra la corbata de seda natural que se movía como aguja de brújula a tenor de las intenciones del mejor novelista gay de Cuenca.
– Es intolerable que te dejes hablar así por tu mujer.
– Forma parte del equilibrio matrimonial. Hoy me insulta ella a mí, mañana la insulto yo a ella. La inevitable guerra de sexos que lleva, como todas las guerras, al borde del abismo y es entonces cuando se precisa la negociación.
Retiró el brazo sobre Manzaneque y con el hombro le forzó a que despegara la cabeza de su pecho. Melancólico pero emocionado, el joven musitó para que sólo Sagalés pudiera oírle.
– Todas las tías son unas pedorras y unas marujas.
Tenían al duque de Alba ante ellos, le costó a Manzaneque recomponerse, pero no a Sagalés que arqueó su mejor ceja para exclamar:
– El duque de Alba, supongo…
El duque enarcó la primera ceja que se prestó a ello y fingió no conocerle:
– ¿Tengo el gusto?
Andrés Manzaneque irrumpió en el diálogo:
– Claro que le conoce, es Sagalés, el autor de Lucernario en Lucerna, una de las novelas más prometedoras de la década.
– ¿De la presente década? Creo recordar incluso haberla leído. La novela naturalmente no transcurre en Lucerna.
– ¿Cómo lo ha deducido?
Era Sagalés quien estaba amargamente interesado.
– Porque cuando se busca un juego de palabras entre Lucerna y lucernario generalmente en la novela no pasa nada en ningún sitio. Creo recordar que es una novela que arranca de la contemplación de un pie a la luz que baja de un lucernario de una ciudad probablemente turca. Burma, según creo.
– Exacto.
– Y ese pie a la luz del lucernario fuerza al protagonista a jugar con el sentido de las palabras imaginando que podría estar en Lucerna.
– Va bien.
– Pero estar en Lucerna o no estar, es lo de menos. Va por ahí la cosa. Muy bellamente escrita. Definitivamente sí, la he leído.
La amargura de Sagalés se había trocado en alivio y agradecimiento.
– No estoy en deuda porque yo he leído todo lo que usted ha publicado y me divierten mucho sus cada vez más distanciadas colaboraciones en El País.
– Debe de ser el único que se divierte leyéndolas. Seguiremos hablando Sagalés y…
– Yo soy Andrés Manzaneque, un escritor de Cuenca.
– Afortunada circunstancia.
Prosiguió Jesús Aguirre su ducal marcha, pero esquivó a tiempo la mesa donde Ariel Remesal y Fernández Tutor parecían hablar de cocina editorial y literaria.
– ¿Has visto al muchachito de Cuenca? Ya se ha pegado a un escritor instalado y al duque. En el origen de todo escritor hay una fase larvaria, parasitaria a la sombra de los ya instalados frente a los que se siente fascinación y prepotencia biológica, que luego se convierten en odio genético. La literatura. La literatura. Lo que ha ocurrido esta noche puede ser una catástrofe. La muerte de Conesal me deja con el culo al aire.
Ariel Remesal propició con el aletear de sus párpados la confidencia que necesitaba emitir el bibliófilo.
– Habíamos empezado un ambicioso proyecto de reunir mil primeras ediciones de obras significadas que Lázaro quería exhibir en la inauguración de su fundación en Salamanca. Me he pasado dos años trabajando en ello y estaba a la mitad de mi tarea.
– La familia continuará la tarea.
– No tengo ni un contrato y no me fío de Alvarito. Detrás de esta aparente sumisión ante su padre hay un Edipo que siente una gran afinidad por la madre, a la que considera una víctima del despotismo de su padre. Y además, Lázaro era muy generoso. Le producía un placer extraordinario presumir de gustos refinados ante la pandilla de advenedizos del nuevo dinero. Con estas garantías, yo podía contratar lo mejor de lo mejor. Cada encuadernación vale un potosí y ya no queda gente tan loca por estas cosas. Estoy a punto de tirar la toalla. Nada vale la pena. Puta suerte.
Estalló en sollozos el bibliófilo. Ariel Remesal sintió vergüenza por la situación.
– Tranquilízate, hombre, no todo está perdido.
– Decididamente éste es un país lleno de enterradores. Fíjate tú en cómo llora desconsoladamente aquel tipo, el bibliófilo, y estoy convencida de que en vida despotricaba del difunto. En España la gente muerta se vuelve buena.
– Es el tema de aquella novela tuya tan bonita, A veces, por la mañana. Es tu novela que más me ha gustado.
La mejor novelista ama de casa no acogió con total agrado el cumplido de su marido.
– No comprendo el porqué de esa preferencia.
– Sé que no te gusta elegir una de tus propias obras.
– Es como si yo te dijera con respecto a nuestros hijos, Dolly me parece que es la que ha salido mejor, lo cual significaría que Alberto y Chon nos han salido mal o no tan bien.
– Una cosa son los niños y otra las novelas.
– Pues a mí me duele que me distingas una novela de otras. Yo las he escrito con el mismo rigor, con el mismo cariño, con toda mi alma.
– Lo sé, Alma, corazón, lo sé. Tú todo lo escribes con toda el alma. Pero yo puedo tener alguna preferencia.
– ¿Alma? ¿Corazón? ¿Qué es esto? ¿Un bolero? ¡No hagas juegos de palabras con mi nombre! Eso es machismo, sexismo y no me vuelvas a decir que alguna de mis obras es mejor que las demás. O es como si yo me fuera a ver uno por uno todos los puentes que has hecho y te dijera, mira este puente bien, pero los demás, pues hay de todo.
– Pero vida, un puente es una obra material, cuya bondad o maldad es objetivable, son cosas. En cambio las obras de arte, y tus novelas lo son, admiten la valoración subjetiva. Qué quieres que te diga, a mí A veces, por la mañana me chifla y en cambio Cal y Canto pues me cuesta, me cuesta porque me parece una situación inverosímil.
– ¿Qué tiene de inverosímil la situación de Cal y Canto?
– Yo nunca he visto a tres viudas en un velatorio del marido de una de ellas contar sus tres vidas y resultar que están condicionadas por el hombre al que están velando.
– Pero es que tú tienes menos imaginación que un borrico y además nunca has sido viuda.
– No te enfades.
– Ha llegado el momento en que un premio Nobel de Literatura se abra paso -exclamó de pronto el premio Nobel de Literatura, la barbilla y las papadas en ristre, puso en pie su delgada y elevada estatura lastrada por el excesivo vientre y se dirigió al lugar ocupado por las autoridades. A su estela se situó Mudarra Daoiz que le iba encimando.