– Compro y vendo por teléfono. Transformo el mundo gracias al teléfono. ¿Puedes decir tú lo mismo de la literatura?
– Pero ¿quién piensa en la literatura, Hormazábal? ¿Qué tiene que ver esta reunión con la literatura?
Hormazábal se encogió de hombros y volvió a desenfundar su teléfono de bolsillo, pulsó el número deseado y los restantes miembros de la mesa disimularon su interés por la conversación que siguió en la que el financiero hablaba en perfectos monosílabos naturales y cuando acabó volvió a su circunstancia a tiempo de comprobar que el duque no le había quitado la mirada de encima, pero que ahora se veía obligado a retirarla porque el camarero depositaba un plato ante su pecho. Lo olisqueó el de Alba y aplicó una pragmática sanción especialmente dirigida a Hormazábal.
– Esta noche no tiene nada que ver ni con la literatura ni con la gastronomía. Salmón. ¡Qué horror! ¡Qué horterada!
El mejor novelista gay de las dos Castillas acogió con escepticismo el segundo plato. Acercó peligrosamente la punta de su afilada nariz al guiso, dibujó el asco en el rostro y contempló desafiante a los comensales que le interesaban, el pluriganador de premios periféricos, Ariel Remesal, y el editor para bibliófilos, Fernández Tutor. O no repararon en el imperativo de su mirada o ni siquiera repararon en él, porque por más que insistió en imantar silenciosamente su atención no lo consiguió y se vio obligado a exclamar:
– Intolerable.
– Es lo que yo decía.
– En cambio yo no acabo de estar de acuerdo.
– Lo que es intolerable es intolerable y más en este marco y con este anfitrión.
– No veo qué tiene que ver la política editorial de Alfaguara con este marco y con este anfitrión.
– Me parece que no hablamos de lo mismo.
Fernández Tutor puso cara de bibliófilo encuadernado en piel de feto de cabra vieja, mientras Ariel Remesal lanzaba una mirada mandoble al mejor poeta gay de Cuenca, quien trataba de utilizar sus ojos y su nariz para concitar atención hacia el plato de salmón y como no lo consiguiera quiso ayudar a sus desganados interlocutores con alguna pista.
– Odio los animales de granja que conservan el aura de lo que ya no son.
Remesal y Fernández Tutor empezaban a estar gravemente desconcertados.
– ¿Tal vez alguna metáfora postorwelliana?
– ¿Acaso el Gran Hermano dirige el paladar universal del universal supermercado?
Mas como considerara corto el interés de sus desconcertados oyentes o corta su capacidad descodificadora, se levantó y arrojó ostensiblemente la servilleta sobre el plato de salmón sin respetar su almidonada condición inmaculada.
– Me voy a saludar a Sagalés.
– ¿Le conoce usted?
Ni siquiera miró al pactista Fernández Tutor, dispuesto a superar la grave desconexión que habían padecido.
– Me interesa, es uno de los pocos escritores que me interesan.
Y sorteó las mesas como un piloto de rallies peatonales para detenerse ante Sagalés y sin presentarse ni darle tiempo de asumir su nueva situación señalarle el contenido del plato.
– Salmón. El pollo de la posmodernidad. Y pronto la langosta será el pollo del siglo XXI, para vergüenza del inventor de la Langosta al Thermidor. O ¿acaso no estamos asistiendo a un Thermidor alimentario? Desde que han llegado los socialistas al poder sólo sirven salmón en estas verbenas. Con el pastón que tiene el Conesal y nos ofrece un menú de congreso de editores llorones o de reunión de editores supuestamente exquisitos que no van más allá del pollo de granja y de la Coca-Cola descafeinada.
– ¡Salmón! -exclamó Sagalés soñadoramente y añadió-: ¡Salmón Rushdie, el gran escritor perseguido!
Carraspeó la señora Puig.
– ¿Se refiere usted a Salman. Salman Rushdie?
– Salman es Salmón en español. Lo sé bien porque es un escritor que admiro.
– ¿Le gusta a usted como escritor?
– Nada. Me da vómitos y sobre todo detesto su novela Versos satánicos que parece un premio Planeta.
– Cierto, muy cierto.
– ¿No me pregunta usted por qué le admiro si lo detesto como escritor?
– ¿Como luchador?
– Como luchador es un idiota. A quién se le ocurre meterse con el Corán, un librito pseudosagrado de una religión herética.
– Pues no sé.
– Le admiro porque es un atracador de lectores con el cuento de que le persiguen los integristas islámicos y le ha sacado dinero hasta a Margaret Thatcher, a la que jamás se le había conocido una obra de beneficencia, ni personal ni de estado. La señora Thatcher odia la literatura y a los escritores, con la excepción de Kipling en su dimensión imperial. Si la hubieran dejado habría sido capaz de torturar con sus propias manos a la mayoría de pésimos escritores ingleses contemporáneos, mas no por pésimos, sino por escritores. Pero se ha visto obligada a soltar pasta gansa para proteger a un subdito del imperio que es casi negro, ¡qué horror!
– Realmente cualquier salmón es asqueroso pero éste parece el más asqueroso de los salmones.
El vendedor de libros más importante del hemisferio occidental español se sintió aludido porque Manzaneque señalaba precisamente el salmón contenido en su plato ya pellizcado por la punta del tenedor.
– Hombre, no es caviar pero se puede comer. Excesivamente hervido, ése sería el defecto que yo le encontraría y a mí me ha tocado la parte de la ventresca, que si bien es más gustosa, peca de algo grasa y es mucho mejor comerla asada porque así se diluyen las vetas blancas de grasa. ¿Las ve usted?
La punta del tenedor señalaba bien dibujadas vetas blancas contrastantes con el empalidecido color salmón dominante.
– Usted es un posibilista. Sagalés, ¿opina lo mismo?
Ante su insistencia, Sagalés reparó no sólo en que aún seguía allí el joven interpelador, sino que insistía en la interpelación y le concedió una mirada de curiosidad.
– ¿Puede justificar su odio a los salmones?
– Todos los salmones de granja son asquerosos.
Se envalentonó el joven novelista hasta la exageración y se atrevió a apuntar con un dedo a Sagalés.
– Yo soy un gran admirador suyo.
– Tutéame, chico, ni siquiera podría ser tu padre.
– Es que soy de provincias.
– ¿Tu gracia?
– ¿Qué gracia?
– Tu nombre.
– Andrés Manzaneque, de Cuenca y a mucha honra.
– El poeta y novelista, I suppose?
El conquense desmesuró todo lo que tenía en la cara y desde la desencajada desmesura explotó:
– ¿Ha leído mi novela? ¿Cómo sabe que soy poeta y novelista?
– A tu edad y, según sospecho, siendo hijo de la vastedad profunda de las provincias más serias de España, se es poeta y novelista, por este orden.
Porque donde se ponga la poesía que se quite la novela. Te he leído. Yo leo a los enemigos, no soy como ese Nobel concupiscente que desprecia todo lo nuevo. Tu novela es muy buena en las tres cuartas partes primeras, pero luego te acobardas…
La voz de la señora Sagalés se impuso sobre la de su marido para terminar la frase.
– … y no rematas la gran promesa cosmogónica que debe aportar toda novela.
– Me lo has quitado de la boca.
– Siempre se lo quito de la boca para que no se canse, porque les dice lo mismo a todos los escritores noveles, al menos a los de Cuenca.
– Sigue escribiendo, sigue en Cuenca, pero sobre todo sigue soltero -recomendó Sagalés al progresivamente irritado Manzaneque y le dejó plantado a su lado, mientras devolvía la atención a las mesas llenas de poder económico, cultural, político. Un calvo excelentemente diseñado estaba llamando por teléfono en la mesa del duque de Alba. Luego contempló compasivamente al humillado poeta novelista.
– Cuando seamos mayores nos sentarán en mesas donde no habrá derecho a la mala leche, donde nadie estará dispuesto a matar a su padre por una frase brillante y donde nos servirán los mejores pedazos de salmón, de Salmón Rushdie.
– ¿De qué vas por la literatura, tío? Cualquiera diría que tú eres García Márquez.
El mejor novelista gay de las dos Castillas parecía a punto de llorar y Sagalés de reír.
– ¡Qué horror! ¡García Márquez! ¡Ese fabricante de bestsellers! Lo lee todo el mundo.
Manzaneque sobrevoló su mano pálida, delgada, alada sobre la copa de vino, la pinzó con los dedos, la despegó de su aeropuerto blanco, la empuñó como si su apasionada mano fuera a romperla y lanzó el contenido tan blandamente a Sagalés que el líquido se quedó a medio camino sobre el escote cuarteado de la señora Puig.
– Collons [2]! -dijo el señor Puig lanzando la servilleta sobre la mesa, disponiéndose a levantarse, pero a la espera de que su mujer le contuviera el gesto.
– Pepitu, no t'emboliquis. Son escriptors. Ja se sap.
– Escriptors… escriptors… uns poca soltes, és el que son [3].
Un haz de reflector de televisión les enmudeció y recompuso sus gestos preferidos, conscientes de que posaban para la galaxia. El haz se detuvo en Sagalés y la señora Puig le comentó en voz baja:
– ¡Me parece que le han reconocido!
Pero el haz de luz se fue hacia otra mesa y el grupo se quedó desnudo y cansado, conscientes de la necesidad de recomponer la cohabitación. La esposa de Puig, S. A. observó honestamente alborozada que un camarero negro estaba hablando con la esposa de Conesal.
– ¡Qué original, tú! Un camarero negro. Recuérdame, Quimet, que contrate camareros negros para la caldereta de este año en Llavaneras.
La señora Sagalés sondeaba a un camarero blanco sobre la posibilidad de conseguir una botella de whisky.
– Yo sin whisky es que no puedo con el salmón.
Sagalés y la señora Puig partieron hacia los lavabos para curarse las manchas, dividieron sus caminos previa sonrisa de complicidad heterosexual y el escritor hizo caso a la propuesta semiológica de un ángel prerrafaelista sexuado con una verga de caballo reinterpretación posmariscalista y no se equivocó. En el lavabo masculino se encontró a un recién nombrado manager de grupo editorial, de la raza Terminator, orinando con el pene en posición horizontal para que salpicara el pipí convertido en una imaginaria fuente luminosa. Junto a él miccionaba con dificultades un coloreado bebedor de una petaca de plata. No contuvo el gesto el achispado, pero quiso justificarse.
– Justo Jorge Sagazarraz. Naviero especializado en la fabricación de pesqueros dedicados a la pesca del calamar. Es mucho mejor este whisky que el que te ofrecen aquí. Mucho postín y mucha beautiful people, pero no pasan del JB y eso ya es estándar. Eso ya lo bebía hasta Ceaucescu y lo beben los parados. Todos los obreros que yo despido beben JB, porque cuando les despido les regalo una caja. Pagando de mi bolsillo. Soy empresario, una vieja joven promesa de empresario y me jode despedir trabajadores.