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Amnistió el libro sobre Buenos Aires y trató de imaginar el viaje, la llegada, la recuperación de una ciudad en la que apenas estuvo unas horas velando por la seguridad de Foster Dulles ¿o era de Dean Rusk?, en uno de sus encuentros con el presidente Frondizi, siempre con la frustración de no haber podido ir a Corrientes… «Corrientes, tres, cuatro, ocho, segundo piso ascensor, no hay portero ni vecinos…» Un tango. Un tango sobre nidos de sexo en los que habitan perros de porcelana para que «… no ladren al amor». Cada vez que la palabra amor aparecía en el techo de aquél su destartalado y descuidado living, se le venía encima como una lámpara de goznes oxidados y cansada ya de no dar luz. La ausencia de Charo le permitía contemplar la progresiva destrucción de su entorno sin remordimientos. «Pepe, las casas hay que cuidarlas, de lo contrario se nos caen encima.» Tanteó a su izquierda en busca de la botella de vino tinto, Rioja Alta, 904, se llenó un vaso asaltado por las claridades de la fogata y bebió con sed, como si hiciera semanas que no bebía vino tinto Rioja Alta, 904. La noche complica la soledad. Musitó y se quedó a la espera de una asociación de ideas o recuerdos, pero sólo sonó el teléfono y sólo era Biscuter. Sólo Biscuter.

– Jefe, le han llamado de Madrid. Le espera un avión privado en el aeropuerto de El Prat y fije usted las condiciones.

– Pero ¿qué me estás diciendo, Biscuter?

– Al pie de la letra, jefe. Le ponen un avión en El Prat y de momento le pagan doscientas mil por la molestia de ir y venir a Madrid. Aquí tengo el nombre del cliente: Álvaro Conesal y el del avión.

Silabeó con cuidado porque era un nombre extranjero:

– Pe-re-la-chés.

– Pero ¿no aprendiste el francés cuando robabas coches en Andorra y cuando fuiste a París a aquel curso sobre sopas?

– Cierto, jefe, pero si lo deletreo es por usted.

– Alvarito Conesal. ¿Qué le pasa a ése?

– Es el hijo de su padre.

– Suele suceder.

– ¿No lee los diarios?

– Ni siquiera los quemo.

– Hosti, jefe, pues sí que está en la luna. Este Conesal es el hijo de aquel otro Conesal, «el millonario de acero inoxidable».

– Hay metales más peligrosos.

– Es ese tío que tiene más pasta gansa que todos los demás millonarios juntos y la ha ganado en diez años. Doscientas mil pesetas por ir y venir a Madrid. Allí asistirá a una cena donde se concede un premio literario. Si una vez allí acepta el trabajo habrá pasta gansa.

– ¿Pagada la cena?

– Hosti, jefe. Claro.

– Menú.

Pero no, no valía la pena pedir el menú de una cena donde se concede un premio literario. En ésas circunstancias la gastronomía es lo de menos y sería una grosería que la cena fuera más buena que la obra premiada.

– Que sean trescientas mil y no bajes de doscientas cincuenta mil. Ni siquiera si te prometen que la cena es en Horcher o en Zalacaín o en Jockey.

– Es en un hotel, jefe.

– Me lo temía. Además quiero la garantía de que no es obligatorio leer la obra ganadora.

Dos horas después estaba en el aeropuerto de El Prat y era conducido en una furgoneta hasta las pistas de los aviones privados donde le esperaba un aparato que en efecto se llamaba Père Lachaise. Nada parecido a las avionetas particulares que alguna vez había utilizado en América Latina para breves recorridos. Recordaba un viaje entre Santo Domingo y Sosúa en los tiempos en que estaba tratando de derrocar a Bosch en beneficio de Balaguer, a pesar de que había tratado fugazmente a Bosch en un congreso de rojos en el que le había infiltrado la CIA. Bosch presumía de ser casi catalán: «Tengo una "tieta" que se llama María, por allá, por Vilanova i la Geltrú.» El hombre tenía razón en esto y en planteamientos políticos, pero lo derrocaron los americanos con la ayuda de Carvalho, aunque él se negara a presenciar el momento estricto del derrocamiento: ojos que no ven corazón que no siente y al fin y al cabo la inteligencia de todo progresista latinoamericano se demuestra asumiendo que está condenado a perder. Las derechas siempre son más inteligentes. Pero el avión que le esperaba era un transoceánico pequeño y se llamaba Père Lachaise, sorprendente nombre de cementerio, aunque fuera un cementerio literario, para un aparato colgado del cielo.

Tampoco el piloto del avión se parecía a aquel oficial dominicano golpista disfrazado de civil, ni la avioneta era aquel miserable artefacto que había atravesado la isla de sur a norte como si la moviera un aeromodelista asmático. Carvalho penetró en un Douglas transoceánico amueblado, al que sólo le faltaba una piscina cubierta y el piloto parecía graduado en Ciencias Aéreas Exactas aunque hablaba como un piloto de Iberia venido a más.

– Ahí, donde usted se sienta, lo han hecho antes jefes de Estado.

– ¿El jefe los pasea?

– El jefe los lleva por donde él quiere.

– ¿No ha arrojado nunca a ninguno sin paracaídas?

– No se dejan.

– ¿Y con paracaídas?

– Tampoco.

Luego el avión despegó como si se despidiera de una pista de satén y voló con amortiguadores celestes o tal vez se lo pareciera a Carvalho porque le sirvieron un excelente malta que le era desconocido, Scapa, tan bueno y ligero que parecía un whisky del Más Allá. Leyó en la etiqueta de la botella que era el whisky preferido de la Royal Navy, establecida en la isla Scapa, de las Hébridas, en una base naval. Los canapés eran de caviar iraní o de jamón de Jabugo y en la botella del Moutton Cadet constaba que era un regalo del alcalde de Burdeos, Chaban Delmas. El vino se le sirvió en copas de cristal con el escudo grabado de la ciudad del Garona y el nombre de Lázaro Conesal a manera de lema urbano sobre el sky line bordelés. ¿Burdeos? ¿Una ciudad? ¿Un vino? ¿Sólo eso? También la novela de una escritora que vagamente recordaba se llamaba Soledad, ¿Soledad qué? Recordaba su rostro, excelente para ser entrevisto tras la ventana de un país con claridades norteñas. Soledad Puértolas se llamaba la interfecta. Había tardado en recuperar el nombre completo, como si la escritora se resistiera a correr la misma suerte del libro que había ardido en la chimenea de Carvalho, mientras su rostro de dama renacentista lo posdibujaban las puntas azuladas de las llamas. Repitió una ración de Scapa y lo paladeó con satisfacción. Todo estaba en su sitio. Por fin había encontrado a un rico que no escondía su riqueza y la repartía con los detectives privados. Las dos azafatas eran oceánicas, más que asiáticas, aunque Carvalho contuvo la grosera tentación de preguntarles si eran filipinas o de cualquier otra Polinesia. Dos preciosidades portátiles que le hablaban mediante ronroneos de gatas constipadas.

Receptor de tantas delicias, el viaje se le hizo corto y sin caer en la ordinariez de exteriorizar su entusiasmo preguntó al piloto que se le cuadraba muellemente, como uno de los mejores mayordomos ingleses interpretado de John Gilgud para arriba:

– ¿Para cuándo la vuelta? Me encanta viajar en este zepelín.

Al piloto le habían dado instrucciones de que fuera tolerante con los detectives privados pobres y le respondió con una sonrisa de militar afeminado, la única manera de que le saliera una mueca amable. El avión tenía su espacio sobre la pista de Barajas y al pie de la escalera le esperaba un Jaguar brillante y su chófer vestido de almirante de la marina suiza, que aseguró llamarse simplemente José. Luego, ya sentado en los amplios asientos traseros tapizados de piel beige, le asaltó el mueble bar forrado de cristal y en su centro una botella de Springbank 12 años, el mejor Single Malt de este mundo. Los cubitos de hielo parecían tallados por un diseñador de firma y además recién llegados del Polo más caro, sin duda el Polo Sur. Carvalho bebió la pócima largamente, con los ojos cerrados y un éxtasis interior que casi le hacía llorar. Estar en el cielo debía de ser algo parecido. Un recorrido sin paisajes que sancionar, en un Jaguar, bebiendo un Single Malt como aquél, en un vaso de cristal del que salían destellos de lujo, casi haces de luz.

Reprimió la tentación de quedarse con la botella cuando, detenido el coche, el chófer le abrió la portezuela instándole a salir a una zona de la Castellana que no tenía en la memoria, modificada manhatanianamente por un bosque de rascacielos acristalados que semejaban macroformaciones cristalográficas del Kripton de un superman manchego. No contó los bedeles, azafatas, mayordomos, secretarias que le fueron abriendo puertas en el interior de aquella amadrugada torre de Babel, hasta que se encontró en un despacho donde inmediatamente echó en falta el hoyo de golf, habida cuenta de que el joven que le esperaba más parecía vestido para juguetear en su despacho sobre la moqueta verde que para recibir detectives privados. Tal vez le han robado el hoyo, los palos, la pelota y quiere que se los encuentre. Era un joven alto, voluntariosamente deportivo, aunque algo en su esqueleto denunciaba que no había hecho demasiado deporte o tal vez esa lejanía la insinuaban sus facciones poéticas y un chaleco de cashmire casi ingrávido compensando el exceso del aire acondicionado con programa de junio, sobre unos pantalones tejanos cuidadosamente ensuciados. Sin duda escribía versos hasta entrada la noche y en invierno ayudaba a su padre a arruinar a la competencia. No cometió la banalidad de preguntarle: ¿Se preguntará usted para qué le he hecho venir?, sino que le mostró un sillón para que se sentara y él depositó su pequeño culo en el canto de la mesa de madera carísima. Carvalho ojeó los títulos de algunos libros encastados entre los lógicos diccionarios enciclopédicos de despacho: Butamalón de Eduardo Labarcz, Entre los vándalos de Buford, Del amor y otros demonios de Gabriel García Márquez, Cambio de Bandera de Félix de Azúa, una colección completa de Ajoblanco, otra de El Europeo, libros de autores más enigmáticos para Carvalho que todos los demás y sin duda alguna igualmente quemables: Mañas, Loriga, Gopegui. Belén Gopegui. He de quemar un libro de esta chica, pensó Carvalho, excitado pirómano ante la simple eufonía del nombre y el apellido. Parecían libros leídos, pero el mozo golfista y lector le estaba hablando.