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Christie Ridgway

El primer bebé del año

El primer bebé del año (1999)

Título Originaclass="underline" The millonaire and the pregnant pauper

Multiserie: 4º Buscando al heredero

Capítulo 1

El reloj de doscientos años del abuelo resonó parsimoniosamente en el vestíbulo. Michael Wentworth se acurrucó en la butaca de piel de la biblioteca y contó cada áspero gong… siete… ocho… nueve.

«Maldición». Tres horas más hasta la medianoche.

Víspera de año nuevo. La noche de los ligones.

¿Quién podría creer que la noche de todas las noches, en vez de tomar champán y acariciar hermosas mujeres estaba contando campanadas como Cenicienta?

Pero la comparación no era exacta. Cenicienta tenía un saludable temor a la medianoche. Sin embargo, Michael estaba impaciente por recibir el nuevo año.

«Ding dang ding dong». Michael gruñó. En esa ocasión no era el reloj, sino el anticuado sonido del timbre de la puerta principal.

Con el servicio de permiso, había contado con estar a solas toda la noche.

«Ding dang ding dong». El condenado timbre otra vez. Probablemente Elijah, con LeAnne o Val, fingiendo no haber escuchado su mensaje de última hora diciendo que no iba a salir.

– ¡No hay nadie en casa! -gritó, pero se levantó y anduvo hacia la puerta de todos modos. Ni él ni sus amigos aceptaban fácilmente un no por respuesta.

Desabrochándose un botón más de la camisa del smoking para dejar bien claro que no pensaba asistir a la juerga del club Route, Michael llegó al vestíbulo justo cuando el estruendoso timbre sonaba otra vez.

– Ahórrate la saliva, Elijah -refunfuñó, tirando de la pesada puerta de hierro forjado y cristal.

Pero al otro lado no estaba Elijah. Ni LeAnne o Val. Ni nadie que hubiera visto antes. De pie, ante él, se hallaba una mujer con unos gastados vaqueros, una gastada parca y una evidente expresión de conmoción en el rostro.

– Soy Beth Masterson -dijo la mujer, con voz entrecortada, los puños apretados y dos blanquísimos dientes sujetando su labio inferior-. Siento molestarlo, pero voy a tener un bebé.

Michael pensó que las campanas y campanillas habían afectado a su oído.

– ¿Perdón? -preguntó. No había querido encender las luces de fuera y sólo los débiles rayos de luz del aplique del vestíbulo iluminaban el pelo rubio claro de la mujer, que resplandecía como la luna contra su oscura parca.

– Yo… -comenzó de nuevo la joven. Apretó los puños y un perceptible escalofrío recorrió su cuerpo.

– Por el amor de Dios -dijo Michael, tomándola por un brazo y haciéndole atravesar el umbral de la puerta. El escurridizo tejido de su abrigo le hizo sentir frío en las palmas de las manos. Giró el interruptor de la lámpara del vestíbulo para verla mejor.

Ella parpadeó contra la resplandeciente luz.

Ojos azules. Labios azulados por el frío.

– No habrás venido hasta aquí caminando, ¿no? -Michael miró los pies de la joven, acertadamente cubiertos por unas botas de invierno. ¿Se habría estropeado su coche en medio de la carretera?

Ella negó con la cabeza, como si se hubiera quedado muda. Permaneció extrañamente quieta. Al cabo de un momento, la tensión desapareció de su cuerpo.

– He venido en mi coche. La calefacción está estropeada.

– Y has tenido que recorrer todo el sendero desde la carretera -sin saber qué hacer con ella, Michael le indicó con un gesto el pasillo cubierto de mármol que llevaba hasta la biblioteca-. Cuando he oído el timbre he imaginado que serían unos amigos con intención de sacarme a rastras esta noche -había unos doscientos metros de distancia desde la entrada de camino asfaltado hasta la puerta principal.

Ella no se movió, a pesar de que él volvió a indicarle el caminó hacia la biblioteca.

– Eh… ¿puedo hacer algo por ti? ¿Quieres que pida un taxi? ¿Una grúa? -preguntó.

Una llamada de teléfono y podría regresar a su solitaria vigilia de año nuevo.

Las pequeñas manos de la mujer, carentes de anillos, se deslizaron sobre la parca hasta el centro de su cuerpo.

– Lo siento mucho, señor -la joven tragó con visible esfuerzo-. Pero se lo he dicho hace un minuto. Voy a tener un bebé.

Una docena de pensamientos invadieron la mente de Michael. Finalmente, señaló el asiento del vestíbulo.

¿Qué hacía una joven embarazada y sin anillos en el vestíbulo de la mansión Wentworth?

No podía tratarse de la que estaba embarazada de su hermano Jack. La familia Wentworth estaba buscando a Sabrina Jensen. Él había visto su retrato, incluso había encontrado a la melliza de Sabrina, y no se parecía en nada a aquella delicada joven.

Tampoco podía tratarse de algún ligue suyo olvidado. Siempre era muy precavido, y aunque la hubiera conocido en la noche más loca de su vida, nunca habría olvidado su pelo color luz de luna.

De manera que…

La joven tomó con fuerza una muñeca de Michael.

– Creo… -su voz se apagó por un instante, pero enseguida, armándose de valor, dijo-: Necesito ir al hospital, ahora.

Aquello dejó paralizado a Michael.

Aterrorizado.

Había visto parir a bastantes yeguas como para saber que lo mejor era apartarse de su camino.

Tras rechazar dos absurdas sugerencias, llamar al médico de la familia y pedir un helicóptero, la joven le pidió educadamente que la llevara al hospital del condado.

Oh sí, e incluso podían ir en su propio coche.

Él no se molestó en comentar aquella sugerencia. Tras telefonear al hospital para advertir de su llegada, llevó a la joven hasta su todoterreno. Con la calefacción al máximo, la mujer recostada en el asiento del copiloto y su cazadora forrada de piel cubriéndola para proporcionarle calor extra, Michael tuvo por fin unos segundos para pensar un poco en sus propias urgencias.

– Llevo teléfono en el coche -dijo, lazándole una fugaz mirada-. ¿Cuál es el número de teléfono del padre del bebé? Puedo llamarlo de tu parte.

La boca de la joven se tensó cuando trató de sonreír. Se estremeció antes de renunciar a conseguirlo.

– Es el 1-800-HA VOLADO -dijo, haciendo un nuevo y valiente intento de sonreír-. Pero si puedes llamar a Bea y a Millie a la panadería pastelería Freemont para decirles que mañana no podré ir a trabajar…

Su voz se apagó y Michael supo que había sufrido una contracción.

Trató de distraerla.

– Así que la panadería Freemont Springs, ¿eh? No he tomado uno de sus bizcochos desde hace mucho tiempo. ¿Aún hacen esos pastelillos blancos con puntos de chocolate encima? Mi hermana Josie adora los agujeros de sus donuts. ¿Y qué hay de las rosquillas de Millie? Sin duda, son las mejores…

– Ya puedes parar -dijo ella.

Michael volvió a mirarla, y en esa ocasión vio una dulce sonrisa en su cara, no una gran sonrisa, pero era tan real, tan genuina que…

Que no podía esperar a llegar al hospital. Afortunadamente, éste apareció en aquellos momentos ante su vista. Aquella mujer, el cercano nacimiento de su hijo y su sonrisa, no significaban nada para él. Nada, más allá de su responsabilidad de buen samaritano de llevarla a tiempo al paritorio.

Tomó el desvío del hospital y siguió las flechas luminosas hacia la puerta de urgencias.

Mirándola de reojo, vio los blancos nudillos de sus dedos agarrando con fuerza la cazadora de ante que le había dejado. El estómago se le encogió al ver que se mordía el labio inferior.

¿Que demonios podía hacer por ella?

Se sorprendió a sí mismo dándole palmaditas en sus pequeños puños.

Tenía la piel fría. Los frotó cuidadosamente hasta que detuvo el todoterreno frente a la puerta de urgencias.

Protegiendo sus ojos de las potentes luces, saltó del vehículo. Las puertas del hospital se abrieron y un enfermero de guardia les acercó rápidamente una silla de ruedas.