De pronto, Beth se dio cuenta de que Michael estaba demasiado cerca. A pesar de que habían acordado que su matrimonio sería temporal y carente de sexo, en aquellos momentos, con la puerta cerrada y teniéndolo tan cerca, su presencia resultaba intimidatoria.
– Respecto a… respecto a mi habitación… -pensaba aclarar de inmediato que planeaba dormir allí. Evelyn le había mostrado el dormitorio de Michael, que se hallaba al otro lado del pasillo, y ella había sonreído, pero se alejó de inmediato de aquel mobiliario masculino y de la seductora gran cama que se hallaba en el centro de la habitación. ¿Esperaría Michael que compartiera aquella cama con él? ¿«Temporalmente y sin sexo»?
«Aclara de inmediato que no piensas hacerlo».
– ¿Qué es eso? -la voz de Michael la sobresaltó. Se había apartado de la cama y se hallaba junto a un pequeño escritorio. Sobre éste había un montón de revistas Business Week y encima de éstas la edición del día del Wall Street Journal.
Alegrándose de verse momentáneamente distraída de la discusión sobre los arreglos del dormitorio, Beth se sentó junto a Mischa en la cama y le acarició la cabecita.
– Material de lectura con el que tengo que ponerme al día.
– ¿Estás suscrita a esta revista? -Michael frunció el ceño-. Supongo que no sé mucho sobre ti.
Ahora era un buen momento para decirle que todo lo que necesitaba saber sobre ella era que no iba a dormir con él. Punto. Incluso con la promesa de que no habría sexo.
– Asistí a una universidad estatal en Los Ángeles -dijo Beth, en lugar de lo que estaba pensando. Hasta que Evan, el padre de Mischa, uno de los estudiantes del departamento de economía, negó toda responsabilidad respecto al bebé. Al parecer, creía tanto en las estadísticas que no podía aceptar encontrarse en el pequeño rango de error de su método de control de natalidad-. Me faltan tres semestres para obtener el título de contable -aunque tal vez debería haber elegido la especialidad de cuentos de hadas, pensó Beth. Porque a pesar de sus solitaria infancia, o tal vez a causa de ella, había creído en los cuentos de hadas hasta el momento en que Evan dijo que en realidad no la amaba y luego la acusó de haber tratado de atraparlo. Menudo príncipe encantado…
Pero la amargura no era una emoción saludable para una madre soltera. Cuadrando los hombros, apartó de sus pensamientos a Evan y miró a Michael a los ojos con gran calma.
Lo cierto era que su estómago estaba bailando al ritmo de un boogie-boogie, pero no creía que él pudiera notar eso.
– Respecto a lo de dormir juntos… -¿de verdad había dicho eso? Por la sorprendida expresión de Michael, parecía que sí-. Me refiero a los arreglos para dormir.
Michael le prestó toda su atención. Beth no pudo evitar mirar su boca. La había besado, y el mero recuerdo de aquel beso hizo que un ardiente escalofrío recorriera su espalda. Pero la carga de pasión de aquel primer beso sólo había sido un síntoma del júbilo que le produjo a Michael haberle ganado por la mano a su abuelo. Sin embargo, el beso que le había dado tras la ceremonia había sido breve, frío, controlado.
A Beth no le había gustado nada.
– ¿Los arreglos para dormir? -repitió Michael. Metió las manos en los bolsillos de su pantalón y se apoyó contra el escritorio, cruzando un pie sobre el otro. Tranquilo y controlando la situación.
Pero entonces Beth percibió un ligero tic en su mandíbula, como si se estuviera esforzando por adoptar aquella actitud despreocupada. Otro escalofrío recorrió su espalda.
«Dile que no piensas dormir con él».
– Voy a quedarme aquí -dijo, aferrando con la mano el cabecero metálico de la cama-. Aquí con Mischa.
El tic de la mandíbula de Michael se acentuó. Se apartó del escritorio y avanzó hacia ella. Beth agarró con más fuerza el cabecero.
Michael deslizó la mirada de su rostro a sus pechos, luego a sus vaqueros y a continuación de vuelta a su rostro. Beth contuvo el aliento.
– Será lo mejor -dijo, en un tono suave que contrastaba con la calidez de su mirada y la evidente tensión de sus hombros. Se acercó rápidamente a la puerta-. Por mi parte no hay problema.
Cerró al salir.
Beth soltó el cabecero. Se masajeó la rígida mano y miró el precioso anillo que adornaba su dedo.
Y trató de comprender por qué la despreocupada aceptación de Michael de su proclamación, que debería haber supuesto un tremendo alivio para ella, le parecía ahora una decepción más.
Si la mansión Wentworth era un castillo, decidió Beth mientras bajaba la impresionante escalera a la mañana siguiente, entonces ella era la princesa que había soportado dormir aquella noche con un guisante bajo su colchón.
No había logrado pegar ojo más de un minuto seguido.
Bostezó, arrastrando su fatiga tras sí por el vestíbulo. Durante el desayuno evitaría el café y luego volvería al dormitorio con Mischa para tratar de echar un sueñecito.
La visión de Michael, totalmente despejado y recién duchado, le hizo tragarse su siguiente bostezo.
– Buenos días -saludó él desde detrás del periódico que leía.
– Buenos días -contestó Beth. Había esperado evitarlo bajando temprano a desayunar. Antes de que pudiera buscar una excusa para volver directamente a su dormitorio, Evelyn entró en el comedor con una humeante bandeja.
– Deje que me ocupe del bebé mientras usted desayuna, señora Wentworth -el ama de llaves dejó la bandeja, apartó de la mesa la silla opuesta a la de Michael y tomó a Mischa en sus brazos.
¿Señora Wentworth? Aturdida, Beth parpadeó y se sentó mientras Evelyn volvía a la cocina.
– ¿Café, señora Wentworth?
Beth dio un respingo. Una mujer mayor con un vestido liso y delantal surgió inesperadamente de un rincón con una brillante cafetera plateada en la mano. Tomando el silencio de Beth como una respuesta afirmativa, la mujer llenó su taza de café y a continuación se retiró.
Beth volvió a parpadear. ¿Señora Wentworth? Miró el anillo en su dedo. Por supuesto, señora Wentworth.
El periódico hizo un leve ruido.
– Pensabas que todo era un sueño, ¿no? -por encima del borde del periódico, la expresión de Michael no delató nada-. Pero al despertar has comprobado que eres realmente mi esposa.
Beth cerró la boca audiblemente. Su esposa. Sirvientes. Señora Wentworth. Nada en el Thurston Home para chicas la había preparado para aquello.
– Esposa temporal -dijo, y un papel temporal que pensaba representar ocultándose todo el tiempo posible de los sirvientes y de Michael. Del mundo entero.
Después del desayuno se retiraría a su habitación a echar una siesta. De ahora en adelante comería en la cocina a horas poco habituales-. Esposa temporal -repitió con firmeza.
Michael deslizó la mirada hacia la cocina.
– No dejes que corra el rumor -dobló el periódico y lo dejó junto a su plato-. Sobre todo porque anoche hablé con mi abuelo.
– Creía que ya se lo habías dicho.
Michael sonrió irónicamente.
– Hasta ayer por la noche no pude hablar con él en persona.
Algo en su tono de voz llamó la atención de Beth.
– ¿Y? ¿Cómo se tomó la noticia?
Michael se encogió de hombros.
– Si no supiera lo distraído que está tratando de averiguar con exactitud lo que le pasó a Jack, diría que sospechosamente bien.
La expresión de Michael se tensó visiblemente cuando mencionó a su hermano. Beth no pasó por alto aquel detalle. Con deliberado desenfado, tomó su taza de café y miró el negro contenido. Una auténtica esposa habría tratado de consolarlo. Una esposa de conveniencia mantendría la boca cerrada.
– ¿Y tu renuncia al cargo? ¿También le dijiste que piensas dejar Oil Works?
Michael le dedicó una extraña mirada.
– ¿Te preocupas por mí?