– ¿Un bebé? -preguntó.
Michael asintió mientras corría a abrir la puerta de pasajeros. La joven se volvió y Michael la tomó en brazos para sentarla en la silla de ruedas. Después, él dio un paso atrás.
«Bien, ahora esto ya no es problema mío».
La silla avanzó, empujada por el enfermero.
– ¡Espera! -se oyó Michael gritar a sí mismo. Recogió la cazadora del coche y, poniéndose en cuclillas ante la joven, rodeó con ella sus piernas.
Ella apoyó una mano en su hombro.
Michael alzó la mirada.
Las brillantes luces del hospital iluminaron el rostro de la joven. Su pelo relució como un pálido y frío fuego, y sus ojos azules, azules turquesa, le produjeron una inexplicable inquietud.
– Gracias -dijo ella, y acarició con un frío dedo la mejilla de Michael.
A continuación, empujada por el enfermero, la silla avanzó hacia la entrada y en unos instantes desapareció tras las balanceantes puertas.
Michael volvió al todoterreno y cerró la puerta. Se apoyó contra el respaldo del asiento, dio un profundo suspiro e intentó relajarse.
Pero no pudo.
El interior del vehículo olía a la mujer. Un tenue aroma, fresco y dulce. Abrió una rendija de la ventanilla para que entrara una ráfaga del frío aire de Oklahoma, pero eso le hizo recordar el dedo de la joven cuando lo había tocado y el brillo de su pelo color luz de luna.
¿Estaría bien?
Giró la llave de contacto y bombeó el pedal del acelerador, esperando ahogar aquel pensamiento en el ruido de los ocho potentes cilindros.
Maldijo a Jack. Su hermano mayor no debería haber muerto a los treinta y cinco años, y menos aún en la explosión causada por un atentado terrorista en una plataforma petrolífera en la costa de Qatar.
Maldijo a su abuelo. Empeñado en conocer los detalles de la muerte de su nieto, Joseph Wentworth había ido a Washington D.C.
Por si acaso, también maldijo a Josie, su hermana recién casada.
Todos ellos habían permitido que las responsabilidades de la compañía petrolífera recayeran sobre sus espaldas.
Después de la muerte de Jack, Michael no había querido saber nada al respecto, pero su abuelo, el viejo manipulador, sabía cómo doblegarlo a su voluntad.
Sólo necesitó mencionar «los pocos años que le quedaban» y repetir varias veces «ahora que Jack no está con nosotros» para que Michael, culpabilizado, volviera corriendo a su despacho en la empresa.
Lo peor era que todos sabían que a Joseph Wentworth aún le quedaban por lo menos veinticinco años de vida activa ante sí, y que a todos les correspondía tomar las riendas de Wentworth Oil Works. Además, si no llegaran a encontrar la respuesta a la muerte de Jack, o al bebé que éste había engendrado antes de morir, Joseph necesitaría Wentworth Oil Works más que nunca.
Y Michael necesitaba librarse cuanto antes de aquella carga. Con Jack muerto y su hermana Josie casada con el ganadero Max Carter, era hora de que él siguiera adelante con su propia vida. Y su propio sueño. Un hombre no podía construir un establo lleno de caballos campeones desde una oficina en un ático del edificio Wentworth.
Giró en dirección a la salida del hospital y miró el reloj. Eran las diez menos cuarto. Por lo menos ya faltaba poco para medianoche. Y a medianoche sería casi el nuevo año, y esperaba que en el nuevo año el abuelo volviera a centrarse en el negocio familiar en lugar de en la tragedia familiar.
Si al menos apareciera aquella escurridiza y embarazada Sabrina…
Embarazada.
La joven, Beth, surgió en su mente de nuevo. Su temblorosa sonrisa y los pequeños puños que la ayudaron a ocultar el malestar que sentía.
Pero aquello no era asunto suyo.
No era su problema.
Debería estar en casa con un vaso de whisky en una mano y una cerveza en la otra, viendo en la televisión la llegada del nuevo año.
Sin embargo, algo estaba dominando su mente. Su pie pisó con fuerza el pedal del freno, una mano dio un volantazo al coche, y un instante después volvía al aparcamiento del hospital.
Alguna mente despejada del Hospital del Condado de Travis había pintado rayas de diversos colores en el suelo para guiar hasta su destino a los visitantes a través del sospechoso laberinto de pasillos. De camino a la sección de maternidad, Michael llegó cuatro veces a la cafetería y una al ala de psiquiatría.
«No levantes la vista», se dijo para sí, apartando la mirada de la observadora enfermera a cargo de esa zona para volver de nuevo a las rayas de colores del suelo.
Debía estar loco para haber vuelto a buscar a aquella mujer al hospital… No tenía sentido tentar al destino de aquella manera.
Paredes pintadas con cigüeñas en tonos pastel le indicaron que finalmente había encontrado el lugar correcto. Una enfermera con una insignia en la solapa se hallaba de pie detrás de un mostrador. Alzó las cejas y siguió a Michael con la mirada cuando éste entró en la desierta sala de espera. Michael ocupó rápidamente un asiento y tomó una revista deportiva de la mesa.
– Estoy esperando a alguien -explicó a la enfermera-. Me quedaré aquí por si me necesita para algo.
O hasta que recuperara el sentido común y decidiera volver a donde debería estar: su casa.
Segundos después, una pequeña enfermera con aspecto de ratoncillo dobló una esquina y fue como una exhalación hacia Michael.
– ¡Ahí está! -un fuego combativo ardió en sus ojos.
Aquella mirada de fuego hizo que Michael se levantara de inmediato.
– ¿Qué sucede? -preguntó, mirando hacia atrás y a los lados, sintiéndose incapaz de moverse mientras la mujer ratón seguía acercándose.
La enfermera metió un dedo en el bolsillo de la chaqueta de su smoking y tiró de él en dirección al lugar del que venía.
– Un hombre en smoking -dijo con voz estridente-. Han dicho que la ha traído un hombre vestido de smoking.
Sin parar para tomar aliento, la mujer lo arrastró hasta un pasillo enmoquetado con anchas puertas a los lados. Su áspera voz se convirtió de repente en un susurro.
– Lamento fastidiarle la noche, querido, pero vamos hacia el paritorio, donde está a punto de ser padre.
Michael tragó con esfuerzo.
– Pero…
– Pero nada -con una sacudida de su imaginario rabo, la enfermera le hizo pasar a una habitación con luz tenue y música suave-. ¡Mira a quién he encontrado, Beth! -susurró, dirigiéndose a la joven que estaba en la cama.
Beth no respondió. Michael notó que sus manos, apoyadas sobre la manta, se cerraron casi con violencia. Otra contracción. Quiso moverse, adelante, atrás, hacia cualquier sitio, pero la pequeña enfermera lo tenía firmemente sujeto por el brazo.
Un instante después, las manos de Beth se relajaron y su cabeza giró hacia él. Un mechón de su extraño pelo color luz de luna se había pegado a su mejilla a causa del sudor.
Sus miradas se encontraron y Michael sintió que la parte trasera de su cuello ardía.
¿Qué demonios estaba haciendo allí? Aunque Beth llevaba puesto un camisón y estaba cubierta por una manta, algo en el ambiente hospitalario y en la parafernalia médica que los rodeaba le hicieron sentir que estaba atentando contra su pudor.
Sonrió a modo de disculpa.
– Creo que sería mejor…
La enfermera ratón clavó sus diminutas garras en su antebrazo.
– Tengo que ir a ver a otra paciente, joven. No se le ocurra irse antes de que vuelva.
Una vez a solas, Michael volvió a sonreír y miró hacia la puerta.
– Creo que ha habido un error.
La sonrisa de respuesta de Beth fue la misma que Michael había tratado de olvidar a toda costa.
– Lo siento. Creo que han asumido… -respondió con voz temblorosa.
– No te preocupes por eso -Michael empezó a retroceder hacia la puerta. La muchacha estaba en buenas manos. Ya era hora de salir de allí y volver a su solitaria celebración del nuevo año.