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– ¿Qué? -preguntó Elijah, también asombrado.

– ¿Por qué no íbamos a seguir casados? -dijo Michael, mirando a Beth-. Tengo todo lo que ella necesita. Una familia. Y puedo ser el padre de Mischa.

Elijah volvió a hablar por Beth, que seguía sin poder pronunciar palabra.

– Pero sólo os casasteis por conveniencia, para conseguir que Joseph hiciera de una vez lo que querías.

– Y es una situación conveniente. Estoy casado. Tengo un hijo. Sin líos, sin problemas.

«Sin amor», pensó Beth.

Elijah se pasó una mano por el pelo.

– Pero… pero… eres un soltero empedernido. Eres el playboy de Freemont Springs.

– Tú eres el soltero. Y te cedo el puesto de playboy.

Elijah miró a Beth.

– ¿Lo has oído?

«No podría pedir más», pensó ella. Qué fácil habría sido pronunciar aquellas palabras. Aceptar la oferta de Michael y simular durante toda una vida que eso le bastaría.

Pero Michael no había dicho nada sobre el amor.

– No… no sé qué decir, Elijah.

– Beth -Michael la tomó de la mano y la estrechó cariñosamente-. Quiero seguir como estamos.

Elijah movió la cabeza.

– No entiendo nada. No comprendo qué estás haciendo.

Michael taladró a su amigo con la mirada.

– Puede que no sea asunto tuyo.

– Puede que no me guste ver que estás cometiendo un gran error -replicó Elijah.

Michael ignoró el comentario y se volvió de nuevo hacia Beth.

– ¿No te parece buena idea? Nos llevamos bien. Sabes que es así.

Beth sintió un intenso calor irradiando de la mano que le sostenía Michael. Se llevaban bien. En la cama, la pasión casi los había consumido. Ella lo amaba.

Pero él no la correspondía.

Y si aceptaba su propuesta, nunca lo haría.

– Dime que quieres seguir casada -insistió Michael.

Beth apartó la mano.

– No puedo.

Michael oyó que la puerta del dormitorio de Mischa se cerraba tras Beth. Miró a Elijah con cara de pocos amigos.

– Ha sido culpa tuya.

Elijah bufó.

– Sí, claro.

– Lo has estropeado todo.

– Entonces no deberías haber sacado el tema a colación mientras yo estaba presente. ¿Crees que lo has hecho por pura casualidad? Sin darte cuenta, querías que yo fuera la voz de la razón.

Michael apretó los puños.

– Discúlpame, Sigmund Freud, pero quiero que te vayas de aquí ahora mismo.

Elijah se levantó lentamente.

– ¿Para que puedas volver a presionarla? Ya te advertí que no le hicieras daño.

Michael sintió que el estómago se le encogía.

– Así que todo esto es por Beth, ¿no?

– ¡Claro que es por Beth! -Elijah acercó su silla a la mesa-. ¿Crees que lo que me preocupa es tu trasero? Es ella la que va a sufrir por tu culpa. Está enamorada de ti.

– Eso ya lo sé -espetó Michael.

Elijah movió la cabeza.

– En ese caso, deja que se vaya. Deja que encuentre alguien que la corresponda.

– No puedo hacer eso -dijo Michael con más suavidad-. No puedo.

Capítulo 10

Michael no quiso escuchar más a Elijah. Lo acompañó a la puerta y luego cerró ésta tras él.

Luego comprobó que Beth había cerrado por dentro la puerta del dormitorio. Cuando la llamó, ella le dijo que quería estar un rato a solas. Salió de la casa dando un portazo. Frustrado y cansado permaneció un rato sentado en el todoterreno. Al mediodía fue a un bar donde tomó un par de cervezas mientras veía la televisión.

Cuando volvió a la casa del rancho, la única habitación que tenía la luz encendida era la de Mischa. Encontró a Beth allí, con una manta sobre los hombros, amamantando al bebé. Su corazón empezó a martillear contra su pecho. Cómo la noche anterior, verla alimentando al bebé lo excitó.

La miró al rostro. Su expresión era estudiadamente impenetrable y sus ojos carecían de su habitual brillo. Sintió una desesperada urgencia de estrecharla entre sus brazos.

– ¿Qué te sucede, cariño? -preguntó, acercándose a la cama.

– No -dijo ella en voz baja, alargando una mano-. Mischa está casi dormido.

Michael se quedó quieto, mirándola, como si temiera perderla de vista. Sus ojeras le preocupaban. En el bar, se había convencido a sí mismo de que su negativa a seguir casada con él se había debido a puro nerviosismo. Creía que podía hacerle cambiar de opinión.

Beth necesitaba lo que él podía ofrecerle. Si volvía a tocarla, a acariciarla, podría atarla a él.

Con exquisita ternura, Beth bajó de la cama y dejó al bebé en la cuna. Michael fue hasta allí y miró al bebé por encima del hombro de su madre. El pelo del bebé empezaba a oscurecerse.

«Se parece a mí», pensó, y no le pareció un pensamiento extraño.

Beth se encaminó hacia la puerta del dormitorio. Michael no la siguió. Ella apagó las luces, pero él permaneció en guardia. Mischa dormía pacíficamente. Lo mismo hacía él a aquella edad, ignorante de que sus padres habían muerto en un accidente en el mar.

¿Habrían estado sus padres junto a su cuna poco antes de morir? ¿Le habrían hecho promesas que no pudieron mantener?

Pero él sí podía hacer algo por Mischa… si Beth aceptaba. La encontró en la cocina, sentada en la mesa de espaldas a él, sosteniendo entre las manos una taza de té.

Michael quiso tocarla, abrazarla protectoramente.

– Beth.

Ella se volvió a mirarlo por encima del hombro.

Michael dijo lo primero que se le vino a la cabeza.

– Mischa es precioso. Tú eres preciosa.

– Oh, Michael -Beth apretó la taza con fuerza, como si necesitara algo a lo que agarrarse.

Él se acercó. Como presintiendo su cercanía, Beth se levantó rápidamente de la silla y se volvió.

– ¿Qué quieres?

Tocarla. Acariciarla. Si lo hacía, ella no podría separarse. Pero había una extraña inquietud en su mirada.

– ¿Tienes hambre? -preguntó Beth al ver que Michael no contestaba.

– No. He tomado algo en el bar. ¿Y tú? ¿Cómo estás?

Beth movió la cabeza.

– Tengo frío.

«Yo podría darte calor. Es lo que ambos necesitamos».

El instinto le dijo a Michael que las palabras bonitas no funcionarían. Dio un paso adelante y Beth se apartó hacia el fregadero. Dejó la taza en la encimera y abrió rápidamente la nevera.

– Pensaba que tenías frío -dijo Michael. La parte trasera del cuello de Beth lo atrajo como un imán. Se acercó silenciosamente.

Beth se irguió, y al volverse se topó de bruces con él.

– ¡Me has asustado!

– ¿Por qué? -preguntó Michael. El corazón le latía locamente en el pecho. No quería andarse con rodeos. Quería estar dentro de ella. Así no podría irse.

– No… no sabía que estabas ahí -Beth se humedeció el labio inferior con la lengua.

Michael sintió que su entrepierna se tensaba.

– Estoy tratando de ser todo lo civilizado que puedo respecto a esto, Beth.

Ella parpadeó y volvió a humedecerse el labio.

Michael pensó en su boca. En su lengua dentro de ella. En esa otra parte de su cuerpo dentro de esa otra parte del de ella. Caliente y húmeda…

Si la tocaba, podría retenerla.

Sus manos encontraron los frágiles hombros de Beth. Sus bocas se encontraron. Ella lo besó como si también tuviera dificultades para mostrarse civilizada.

Michael se apartó, respirando pesadamente. Los ojos de Beth, aún ensombrecidos, habían recuperado en parte el brillo turquesa que revelaba su deseo.

Tomó sus manos y las apoyó contra su pecho.

– Siéntelo -dijo, por encima del rugido de su pulso en sus oídos. ¿Sabía Beth que la protegería de cualquier cosa, de cualquiera… excepto de sí mismo?

Ella extendió las palmas de las manos sobre su pecho. Se puso de puntillas. Su boca se abrió para él.

La civilización se esfumó.