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Los dedos de Michael buscaron torpemente la cintura de los vaqueros de Beth. Los soltó, le bajó la cremallera, metió la mano bajo sus braguitas y encontró su calor mientras exploraba su boca con la lengua. Ella se arqueó hacia él, gimiendo.

Con la mano libre, Michael le subió el jersey. El cierre frontal de su sujetador cedió fácilmente. Enseguida sintió un pezón endureciéndose contra la palma de su mano, como si él también quisiera un beso.

Beth gimió. Aquel sonido alimentó el fuego en la sangre de Michael, le hizo empujar hacia abajo sus vaqueros y sus braguitas. Luego, en un instante, liberó su poderosa erección de sus propios pantalones. Buscó un condón en el bolsillo trasero, se lo puso y, sin apenas transición, alzó a Beth y la dejó caer lentamente sobre su palpitante deseo. Mientras la penetraba, su cuerpo gritó de placer y sus instintos le dijeron que Beth ya no podría decir que no iba a ser suya para siempre.

Tras alcanzar un jadeante y explosivo orgasmo, la llevó en brazos al dormitorio. Saciado, satisfecho de haberse hecho cargo de todos los detalles, se tumbó junto a ella.

Estaba sumergiéndose en un plácido sueño cuando ella habló.

– Mischa y yo nos vamos mañana.

Michael sintió que algo se desmoronaba en su interior. Repentinamente despejado, se volvió y encendió la luz de la mesilla.

– ¿Qué? -preguntó, tenso, irguiéndose.

– Nos vamos mañana -repitió ella.

Michael negó con la cabeza.

– Te he acariciado -dijo, como si eso significara que no podía irse.

Beth no lo negó. Por supuesto que la había acariciado. La atracción y el deseo nunca había sido un problema entre ellos. No debería haber hecho el amor con él esa noche, pero Michael había acudido a ella, ardiente, y ella había querido saborear por última vez lo que él podía darle.

– Tú y Mischa os quedáis. Vamos a seguir casados.

Michael estaba acostumbrado a conseguir lo que se proponía. Pero Beth sabía que tenía que ser tan fuerte como él. Salió de la cama y trató de no ruborizarse mientras buscaba algo que ponerse. La bata de Michael estaba colgando de una percha del baño. Se la puso y volvió a enfrentarse con él.

– Tú no nos quieres. Este matrimonio fue un montaje para que pudieras librarte de tus responsabilidades.

– Eso era antes -dijo Michael con firmeza.

¿Sería posible que la amara?

– ¿Antes de qué?

– Tú y Mischa necesitáis lo que yo puedo ofreceros. Seguridad. A Josie y al abuelo. Tú quieres eso.

– Pero tú no.

Michael se encogió de hombros.

– Seguiremos casados.

Beth quiso gritar de frustración.

– ¿No te ha dicho nunca nadie que no se pueden sostener dos sandías bajo el mismo brazo?

Michael gimió.

– Ahora no, por favor. Estoy cansado, irritado. No me hagas pensar demasiado.

– Significa que no puedes tenerlo todo. No puedes querer liberarte de responsabilidades y a la vez cargarte con otras.

– ¿Liberarme de responsabilidades? ¿Es eso lo que crees que estoy haciendo con Wentworth Oils?

– No. Sí. No sé -Beth se sentó en el borde de la cama.

Michael golpeó ciegamente una almohada con el puño.

– No tienes ni idea.

Beth sí sabía que quería relajar el enfadado puño de Michael. Abrir su mano y besarlo para alejar los sentimientos que le dolían.

– Pues cuéntamelo, Michael.

– Jack murió.

Beth percibió un matiz de profundo cansancio en su voz.

– Lo sé.

Michael soltó una breve y áspera risa.

– Por supuesto que lo sabes. No estaríamos aquí y nada de esto habría pasado si Jack no hubiera muerto -tras un momento de silencio, se aclaró la garganta-. Nunca quise trabajar en la empresa. Nunca. Pero Jack insistió en que sería una buena experiencia para mí. Prometió que me apoyaría cuando quisiera dejarlo.

– ¿No lo hiciste por tu abuelo?

Michael suspiró.

– Por él también. El abuelo y Jack me convencieron para que lo intentara.

Así era Michael. Se hacía cargo del negocio familiar porque alguien necesitaba que lo hiciera. Permanecía casado con una mujer porque ésta parecía necesitarlo.

– ¿Y ahora?

Michael miró a Beth intensamente.

– ¿Por qué no iba a dejarlo? ¿Por qué no? Josie lo hizo. Jack se ha ido. Y cuando murió supe que había perdido la posibilidad de que me sacara de allí, como prometió.

– Quieres el rancho con Elijah.

– Y el abuelo, quiera o no admitirlo, necesita volver a ocuparse de Wentworth Oil.

– Así que volvemos a la necesidad, a Michael haciendo lo que otros necesitan.

– En eso estás equivocada. Por una vez, estoy haciendo lo que yo necesito. Cuando Jack murió comprendí que había llegado el momento de vivir mi vida.

– Y encontraste a la vez una forma de ayudar a tu abuelo -le recordó Beth.

Michael miró a lo alto, exasperado.

– Haces que parezca un boy scout. Deberías hablar con Elijah; él te explicaría la clase de insignias que he ganado.

– ¿Por qué no me lo cuentas tú?

Michael extendió los brazos a los lados.

– Soy el soltero favorito de Freemont Springs. ¿No puedes adivinarlo?

Beth se retrajo. Pensar en Michael con otras mujeres dolía. Pero mostró una despreocupación que estaba lejos de sentir.

– Así que has vivido lo tuyo.

Michael se pasó una mano por el rostro.

– No del modo que piensas, Beth. Los boy scouts no somos precisamente tontos. Nunca me he comprometido con ninguna mujer. Nunca he querido atarme.

El corazón de Beth comenzó a latir rápido y furioso. ¿Entonces por qué quería seguir casado con ella? ¿Qué había cambiado? ¿Acaso la amaba? ¿Se lo diría? Tragó para aliviar su reseca garganta.

– Michael…

– Pero ahora las cosas han cambiado -Michael bajó la mirada hacia sus manos-. Está Sabrina. Estás tú.

– ¿Sabrina? Creía que no sabías dónde estaba.

– No lo sabemos. Ese es el problema. Y no pienso permitir que tú vuelvas a pasar por eso.

Beth se pasó una mano por la frente.

– No comprendo.

– No voy a hacerte lo que le hizo Jack a Sabrina -dijo Michael-. Dejó a su hijo y a la mujer que lo quería. Eso no va a volver a suceder.

– Mischa no es hijo tuyo -murmuró Beth.

– Hoy mismo lo he reclamado como mío. Además, lleva mi nombre.

Beth tuvo que sonreír.

– Sólo el nombre de pila.

Michael se encogió de hombros.

– Lo adoptaré.

Tenía respuesta para todo. Como en otras ocasiones, su confianza apabulló a Beth. Tuvo que hacer acopio de todo su valor para decir lo que quería.

– ¿Y… el amor?

El tono de Michael fue totalmente neutro.

– ¿Qué pasa con él?

Beth sintió que el rostro le ardía.

– Tú no…

– No creo en él.

– ¿No? -Beth apretó los puños en el interior de las mangas de la bata de Michael.

– Ya has oído lo que me ha llamado Elijah. Playboy. Para ser sincero, Beth, llevo bastante tiempo disfrutando de mis relaciones con las mujeres. Si existiera el amor, ¿no crees que ya lo habría encontrado?

– Pero…

– Sí, ya te he oído decirle al abuelo que me amabas. Puedes llamar como quieras lo que sientes por mí.

– Pero yo te…

– No hace falta que lo digas -interrumpió Michael-. No es lo que quiero de ti.

Y por eso tenía que irse Beth.

– ¿Es que no comprendes, Michael? -dijo con suavidad-. Eso es todo lo que tengo para ofrecer.

Los refranes de Alice no paraban de pasar por la cabeza de Beth mientras permanecía tumbada en la cama del motel.

«Para evitar el humo, no caigas en el fuego». Ya era demasiado tarde para eso. El deseo por Michael ya la había quemado.

«No puedes devolver a la cáscara un huevo revuelto». Totalmente cierto. El deseo había llegado a convertirse en amor y nada podía hacer que eso volviera atrás.