«El amor, el dolor y el dinero no pueden mantenerse en secreto. Se traicionan pronto a sí mismos». Ahí era donde se había equivocado. Cuando le había dicho a Joseph Wentworth que estaba enamorada de Michael, lo había perdido.
Se frotó los ojos y deseó poder dormir en lugar de darle vueltas a la cabeza. Pero no dejaba de revivir el momento en que confesó su amor. Michael se había puesto tenso al oírle decirlo, y ahora ella sabía que fue en ese momento cuando decidió seguir casado.
Debería haberse sentido encantada. Unos meses atrás se habría conformado con ello.
Tal vez debería haberse conformado ahora.
Bajó de la cama y fue a mirar a su hijo a la cuna que le habían facilitado en el motel. Mischa dormía plácidamente.
Dejando a Michael, ¿estaría negándole a Mischa algo que necesitaba? ¿Algo que merecía tener?
Pensó en sus propios padres. En la persona, su padre o su madre, que la dejó en una caja ante la puerta de un hospital en Los Ángeles.
Qué sola debía sentirse esa persona…
Qué sola estaría ella sin Michael…
Pero Michael no la amaba. Michael no creía en el amor.
¿Era eso lo que había hecho posible que aquellas manos la abandonaran ante el hospital? ¿Porque no existía el amor?
Mirando a su hijo dormido, Beth sintió cómo se henchía su corazón.
Quien quiera que la hubiera abandonado ante el hospital estaba equivocado. Michael estaba equivocado. El amor existía. Claro que existía. Y merecía la pena luchar por él.
Había hecho lo correcto alejándose de Michael. Ella y Mischa encontrarían alguna forma de salir adelante. Rompería aquel absurdo acuerdo prenupcial y no aceptaría nada de Michael. No cuando lo único que quería de él era su amor.
El silencio que reinaba en la casa se parecía a la calma que sobrevenía tras una explosión. Michael se había sorprendido y enfadado al comprobar que Beth se había acostado con él esa noche teniendo las maletas preparadas en el armario. No había tardado más de quince minutos en abandonarlo.
No le había dicho a dónde iba. Él se había sentido demasiado irritado como para preguntárselo. Ahora estaba sentado en el sofá del cuarto de estar, escuchando en la oscuridad.
El teléfono sonó. Lo descolgó al instante.
– ¿Beth?
– ¿Se ha ido a bailar sin ti?
Elijah.
– ¿Qué quieres? -preguntó Michael en tono receloso.
– Un par de cosas. Primero, ¿has dado por zanjada nuestra asociación?
Elijah sabía que haría falta más que su ironía para romper una amistad de décadas.
– Tenías razón -se obligó a decir Michael.
Elijah rió.
– No sabes cuánto me alegro de estar grabando esta conversación. Y ahora, hablando en serio, ¿qué ha pasado?
– Se ha ido -Michael notó cómo se le contraía el estómago al decir aquello.
– Bueno, los dos sabemos que eres un bruto, ¿pero por qué ha dicho ella que se iba?
«Porque no la correspondo», pensó Michael. Pero fue incapaz de decirlo en alto.
– ¿Has estado… enamorado alguna vez, Elijah?
– Me conoces desde que tenemos siete años. ¿Has olvidado a Andrea Edwards?
– Pero eso fue en octavo grado.
– Y yo estaba enamorado de ella -el tono de Elijah sonó totalmente sincero.
– Yo nunca he estado enamorado.
– Ya lo sé. Yo también te conozco hace veinte años.
– Entonces, supongo que crees en ello.
– Sí.
Michael apretó los dientes.
– Quiero seguir casado con Beth. ¿No es eso suficiente? Le he dicho que no quería que fuera otra Sabrina.
– Tratas de hacerlo mejor que tu hermano Jack, ¿no?
Michael sintió la rabia revolviéndose en su interior.
– ¡Yo no soy así!
– En ese caso, deberías ser capaz de dejar que se fuera.
Otra emoción se agitaba también en el interior de Michael.
– Tú crees en el amor -dijo, para asegurarse-. ¿Por qué yo no?
Elijah suspiró.
– No lo sé, amigo. Tal vez porque nunca viste a tus padres juntos. Tal vez porque no has encontrado la mujer adecuada.
– He conocido muchas mujeres buenas.
– Pero no la adecuada para ti. Alguna en la que puedas confiar.
– ¿Confiar para hacer qué? ¿O para no hacer qué?
– Me lo estás poniendo difícil, amigo -protestó Elijah-. Me refiero a una mujer en la que puedas confiar porque quiera a Michael, no a Michael Wentworth, tal vez -sonriendo, añadió-. O una mujer que se ría de ti cuando le hagas preguntas tan tontas.
Michael suspiró.
– Has dicho que llamabas por un par de cosas. ¿Cuál es la segunda?
– Joseph.
El estómago de Michael se contrajo de nuevo.
– ¿Le ha sucedido algo?
– No, no. Pero acabo de recibir una llamada suya.
– ¿Y?
– ¿Te ha dicho Beth que esta mañana ha tratado de sobornarla?
– ¿Qué?
– Sí. Le ha ofrecido medio millón de dólares para que le contara la verdad sobre vuestro matrimonio.
Michael apoyó la cabeza contra el respaldo del sofá y gimió.
– Magnífico. ¿Y cómo es que te ha llamado Joseph para contártelo?
– También ha tratado de sobornarme a mí. Esta mañana no consiguió nada de Beth.
Michael suspiró.
– Parece que lo has perdido todo, amigo -dijo Elijah.
– ¿No sabes cómo hacer que un tipo se sienta mejor? -dijo Michael en tono irónico-. ¿Por qué has dicho eso?
– ¿No crees que ahora Beth acudirá corriendo a tu abuelo? Ahora que no tiene un matrimonio, puede que necesite el dinero.
Capítulo 11
Michael sabía que había cosas peores que verse recluido en una pequeña casa ranchera en medio de la nada, pero en aquellos momentos no se le ocurría nada. De manera que, tres días después de que Beth se fuera con Mischa, y la tarde que recibió por correo su copia del acuerdo prenupcial hecha pedazos, decidió retomar su anterior vida.
Llamó a Elijah. Quedaron en el club Route esa misma noche, la noche anterior al Día de San Valentín, una fecha tan buena como la otra, incluso mejor, para un playboy reclamando su terreno.
Se encontró con Elijah esa tarde a las ocho. La vida nocturna de los clubs no solía ponerse en marcha hasta más tarde, pero Michael había querido escapar del silencio de la casa cuanto antes.
– Lo vamos a pasar bien esta noche -dijo, forzando una sonrisa-. Nuestros problemas van a desaparecer.
Elijah lo miró con gesto escéptico.
– Lo que tú digas, colega -señaló un rincón del local-. Tenemos una mesa allí.
Elijah sabía cómo ayudar a un amigo que lo necesitaba. No sólo tenía una mesa reservada, sino que además había dos bellas mujeres que Michael no conocía esperándolos en ella. Una de ellas parecía menor de edad, pero Michael averiguó pronto que había cumplido los veintiuno y que era la hermana de un antiguo compañero de clase. Cuando el grupo del local empezó a tocar, la sacó a bailar.
– ¿No estabas casado? -preguntó la joven, Randi.
Se había presentado así. «Randi, con i latina».
Michael tensó los hombros para no dejarle acercarse.
– No salió bien -contestó-. ¿Te importa que hablemos de otra cosa?
– No, no me importa -Randi, que decía ser la jefa de animadoras del equipo de la universidad local, tenía una boca perfecta para mascar chicle y hacer pompas-. ¿Sobre qué, por ejemplo?
«Sobre cómo estará hoy Mischa», pensó Michael. «Sobre mi anillo de casado, que parece pegado a mi dedo».
Suspiró.
– ¿Te importa que dejemos de bailar? La verdad es que no me apetece demasiado.
Randi no protestó cuando la acompañó de vuelta a la mesa. Luego, Michael trató de dejar a Elijah y a sus amigas para ir a jugar al billar, pero Elijan lo sujetó por el brazo y le hizo sentarse.
– Estás damas han sido lo suficientemente amables como para acceder a quedarse con nosotros -dijo con firmeza-. Lo menos que puedes hacer es mostrarte sociable.