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Beth se mordió el labio.

– Pero los deseos no bastan para lavar los platos -susurró a su bebé-. Alice también me enseñó eso.

Decidida a no dejarse abrumar por sus preocupaciones, se pasó una mano por el revuelto pelo. Hacía unos momentos, una enfermera había pasado por allí y le había sugerido que tomara una ducha. Cuando lo hiciera se sentiría como una nueva mujer.

Alguien llamó a la puerta. Probablemente sería la enfermera que había prometido acudir a ayudarla.

– Adelante.

La puerta se abrió y un hombre pasó al interior.

Beth se ruborizó a la vez que ceñía con una mano las solapas de la bata del hospital. ¿No quería sentirse como una nueva mujer? Pues en aquellos momentos lo era. Porque el alto, moreno y atractivo semidesconocido que acababa de entrar había compartido con ella la noche anterior los momentos más íntimos y milagrosos de su vida.

Deseó que se la tragara la tierra.

– ¿Beth?

Ella recordó su voz, profunda, como debía ser la de un hombre. También lenta, como lo eran las de Oklahoma en comparación con la rápida charla de Los Ángeles a la que estaba acostumbrada.

El hombre dio dos pasos hacia ella y alargó una mano.

Beth extendió la suya por encima de la cuna del bebé para estrecharla. Su mente se llenó de recuerdos de la noche anterior. Los oscuros ojos marrones del hombre, serios, pero reconfortantes. Sus dedos aferrándose a los de él como si pudiera extraer fuerza de aquellas manos. Se ruborizó aún más y apartó rápidamente la mano.

– Soy Michael -dijo él, metiendo la otra mano en el bolsillo de sus vaqueros-. Michael Wentworth.

Beth no lo había olvidado. Oyó su nombre la noche pasada, justo después de que el reportero sacara la foto del Primer Bebé del Año. Luego, Michael desapareció. Lo cierto era que ella estaba tan centrada en su hijo que no le había prestado mucha atención.

Hasta ese momento.

Ahora sólo podía pensar en cómo la había visto la noche pasada, en el aspecto que debía tener esa mañana, en cuánto le habría gustado haber tomado aquella ducha media hora antes…

En cómo podía librarse amable y educadamente de él en aquel mismo instante.

Michael casi rió en alto. La expresión de Beth era tan transparente que casi podía leerse lo que estaba pensando.

Quería irse a casa.

Pero aquella damita le debía una explicación y algunos detalles. Era lo menos que podía hacer en pago por la maldita foto que había salido en primera plana del periódico y que había causado más llamadas de las que había recibido en toda su vida.

Le dedicó la sonrisa que había perfeccionado durante el tercer grado en la catequesis de los domingos.

– Sólo te entretendré unos minutos.

Beth le dedicó la misma mirada de sospecha que la señorita Walters cuando le juraba que no había copiado en clase.

– Estaba a punto de… -Beth hizo un vago gesto señalando el baño-. Necesito…

– Necesito que me respondas unas preguntas -interrumpió Michael con suavidad. Alguien había enviado por fax a su abuelo la portada del Freemont Springs Daily Post aquella mañana, y la primera llamada que había hecho había sido para asegurar a Joseph que no había otro heredero Wentworth secreto-. He hablado hoy con mi abuelo y estamos deseando que nos des la información que tienes sobre Sabrina.

Beth se mordió el labio.

– Escucha… ayer estaba en un estado realmente extraño. Limpié el maletero de mi coche, luego la guantera. Encontré treinta y siete centavos en los pliegues del asiento trasero. Luego empecé con mi apartamento.

Michael se fijó en el rubor que cubría el rostro de Beth y no pudo evitar mirarla fijamente. La noche pasada estaba tan pálida… pero ahora el rubor acentuaba sus delicados pómulos. Sus labios también estaban más rojos. El brillo general de su rostro no restaba nada al claro y precioso color de sus ojos.

De pronto se dio cuenta de que había dejado de hablar.

– Lo siento. ¿Qué estabas diciendo? ¿Treinta y siete centavos?

Beth volvió a morderse el labio.

– Es debido al embarazo. Había leído algo al respecto, pero no me di cuenta de que me estaba pasando a mí. Estaba preparando el nido.

Michael arqueó las cejas.

– Estaba dejándolo todo preparado -explicó ella-. Sentía una necesidad compulsiva de limpiarlo todo, de dejarlo todo resuelto. Conozco a dos personas que cumplen años en marzo. Ayer sentía un impulso irrefrenable de mandarles unas postales.

Nada de aquello estaba acercando a Michael a la información sobre Sabrina. Y lo cierto era que no quería saber nada más sobre ella. Ni sobre los amigos que cumplían años en marzo, ni sobre su instinto de anidar, ni sobre la intrigante forma de su rosada boca.

– Pero sobre Sabrina…

Tres mujeres entraron de pronto en la habitación, interrumpiéndolo. Dos llevaban batas de maternidad y una un traje de calle. Michael las miró con irritación y en seguida se dio cuenta de que conocía a dos de ellas.

– Hola Deborah. Hola Eve -había salido con Deborah, la del traje, dos años atrás. Eve había sido su cita en el último Halloween.

– Hola Michael -saludó esta última, mirándolo con curiosidad.

– Creíamos haberte visto entrar, pero no estábamos seguras de que fueras tú -dijo Deborah.

El sentimiento de desasosiego volvió a apoderarse del estómago de Michael.

– Sólo he pasado a hablar con la señorita Masterson.

– La «señorita» Masterson -dijo Deborah, dejando escapar a continuación una tonta risita-. Ja, ja. Hemos visto la foto del periódico.

Michael recordó de pronto por qué había dejado de salir con Deborah. Ja, ja. Una mirada a Beth le bastó para comprobar que se sentía tan incómoda como él con aquella conversación.

– ¿Habéis venido a hablar conmigo o con la madre del bebé? -preguntó.

Las tres mujeres parecieron avergonzadas.

– He venido a recoger unos papeles del hospital -contestó Deborah, volviéndose a continuación hacia Beth-. ¿Has rellenado todo lo que te di?

Michael se pasó una mano por el pelo mientras Beth recogía unos papeles de la mesilla de noche. Aquel encuentro en la habitación del hospital iba a disparar los rumores en Freemont Springs. Aunque, después de lo de la foto, no iba a hacer falta mucho para alentarlos.

Unos momentos después, las tres mujeres salían por la puerta. Michael ni siquiera esperó a que ésta estuviera cerrada para ir directo al grano.

– ¿Y Sabrina? -cuanto antes obtuviera la información, antes podría salir de allí para empezar a recuperar su reputación de soltero-. Te prometo que me iré en cuanto me digas lo que sepas sobre ella.

Beth se apoyó contra la cama.

– La semana pasada vi en un periódico de Tulsa la foto y el artículo sobre su búsqueda. No supe qué hacer… -se encogió de hombros-. Pero anoche decidí que debía contar lo que sabía.

Michael contuvo el aliento. Aquella podía ser la información que su familia necesitaba para encontrar a la madre del futuro hijo de su hermano.

– ¿Y? -dijo, animándola a seguir.

Beth dudó, se mordió el labio y, finalmente, pareció tomar una decisión.

– Sabrina está aquí, en Freemont Springs. O al menos estaba aquí hasta hace dos semanas. Asistimos juntas a algunas clases de parto.

¡Estaba allí!

– Gracias, Beth -un torrente de alivio recorrió a Michael-. No sabes lo que esto significa para nosotros… para mi abuelo -una sonrisa distendió su rostro-. Podría besarte por esto.

– Y tal vez por esto también -dijo Deborah, a la vez que se asomaba por la puerta entreabierta.

La sonrisa se esfumó del rostro de Michael.

– Sólo estaba comprobando el certificado de nacimiento de tu hijo, Beth -continuó Deborah-. Tu escritura está comprensiblemente temblorosa esta mañana.

Michael miró de Deborah a Beth, cuyo rostro se había ruborizado repentinamente.