– El nombre que has escrito es «Michael», ¿no? -continuó Deborah. Una leve sonrisa curvó sus labios-. Quieres llamarlo Michael Freemont Masterson, ¿no?
Aún aturdido, Michael pulsó el botón de bajada del ascensor. Michael Freemont Masterson. Había salido de la habitación de Beth a toda prisa tras escuchar aquello. Michael Freemont Masterson. ¡Había llamado a su hijo como él!
Esperó a que la rabia, o al menos la irritación, apareciera. Cuando un soltero se veía atrapado en una situación como aquella, lo último que quería era que el bebé recibiera su nombre.
«Adelante, Wentworth», se dijo. «Tienes todo el derecho del mundo a estar cabreado».
Las puertas del ascensor se abrieron y salió al vestíbulo del hospital. El camino hasta el aparcamiento parecía plagado de puestos de periódicos. USA Today. Wall Street Journal. Freemont Springs Daily.
Su mejor amigo, Elijah Hill, estaba comprando el último ejemplar.
Maldición.
– Michael, Michael, Michael.
No hubo ni un segundo de esperanza de que no lo viera. Con vaqueros, sombrero y botas, Elijah era la viva imagen de un ranchero de Oklahoma… precisamente lo que era.
– ¿No deberías estar en el rancho amontonando estiércol? -preguntó Michael. Si no daba pie a su amigo, tal vez podría librarse de algún mordaz comentario.
– El viejo Gus se ha hecho un corte en la mano esta mañana. He tenido que traerlo para que le den unos puntos.
Michael entrecerró los ojos. El viejo Gus tenía las manos curtidas como el cuero.
– Creía que hacíais las curas de primeros auxilios en el rancho.
– Gus necesitaba la inyección del tétanos -Elijah sonrió abiertamente-. ¿Acaso crees que he venido a seguirte a la escena del crimen?
A Michael no le habría extrañado mucho que así fuera.
– Supongo que sin Gus andarás corto de mano de obra. Será mejor que vuelvas a casa cuanto antes.
La sonrisa de Elijah se ensanchó.
– ¿Y perder la oportunidad de felicitarte en persona? Podrías habérmelo dicho. No tenías por qué dejar un mensaje diciendo que pensabas quedarte en casa ayer por la noche.
Michael suspiró.
– Fue un encuentro casual, ¿de acuerdo?
– ¿Te refieres al destino?
Michael volvió a suspirar.
– Me refiero a que fue un simple acto humanitario. Y déjalo ya, ¿de acuerdo? Ya he tenido bastante con aguantar a mi abuelo esta mañana.
Elijah rió y movió el periódico.
– ¿Joseph ya se ha enterado?
– ¿Tú que crees? -preguntó Michael en tono irónico-. Ojalá volviera a Oklahoma para ocuparse de Wentworth Oil Works y me dejara tranquilo con mis asuntos.
Elijah bufó.
– Sólo lograrás que el viejo vuelva a ocupar su despacho dejando el tuyo. Anímate, hombre. La parcela de tierra que compraste junto a la mía está lista y esperándote. Deberías asociarte conmigo para crear el mejor establo de caballos del país.
Michael se pasó la mano por el pelo.
– Por enésima vez, Elijah, te repito que no tengo el dinero necesario para hacerlo. Gracias a mi abuelo, que me hizo aceptar mi salario en Wentworth Oil Works en acciones y a ese pequeño fideicomiso que guarda mi dinero hasta que cumpla treinta años o me case.
Elijah movió la cabeza.
– Puede que casarse no sea tan mala idea, amigo -volvió a alzar el periódico y lo colocó frente a la nariz de su amigo-. Mira los líos en los que te metes siendo soltero.
La foto de Beth que aparecía en portada no estaba mal. Aunque el blanco y negro no favorecía precisamente su palidez, sus delicados rasgos quedaban claramente resaltados. Pero a Michael, el bebé le seguía pareciendo un cacahuete con extremidades.
El bebé.
– ¿Quieres saber cómo lo ha llamado? -preguntó, anticipando de nuevo un arrebato de rabia e irritación-. Le ha puesto mi nombre. Ha llamado al bebé Michael -cruzó los brazos sobre el pecho-. ¿Qué te parece?
Elijah parpadeó, volvió a parpadear, y siguió mirando a Michael, primero con gesto aturdido y luego con evidente diversión.
– ¿Quieres saber lo que me parece? -preguntó, riendo y moviendo la cabeza-. Creo que será mejor que hagas de ella una mujer honesta. Así podremos ocuparnos tú y yo por fin seriamente del Rocking H.
¿Qué diablos le pasaba a Elijah? ¿Casarse con Beth? ¿Y de qué se reía?
Michael sólo necesito un momento para comprender. Lo hizo en cuanto vio su reflejo en el lateral cromado del puesto de periódicos. Aunque su mente racional de soltero decía que debería estar irritado, o enfadado, o incluso indignado, su rostro se hallaba distendido por una sonrisa completamente atontada… ¡como si de verdad se sintiera el más orgulloso de los papás!
Beth dejó a su bebé de casi tres semanas en la cuna tras darle la toma de las cinco y media de la mañana. Un segundo después alguien llamó con suavidad a la puerta delantera. Sería Bea Hansen, que siempre subía de la panadería al apartamento con una taza de café y algún bollo recién hecho. El negocio de la panadería generaba personas obligatoriamente madrugadoras.
La mujer de cabello cano cruzó el umbral con una bandeja de cartón que contenía dos humeantes tazas y dos bollos que desprendían un delicioso olor.
Beth olfateó apreciativamente.
– Me mimas demasiado -sonrió y señaló el gastado sofá que ocupaba una de las paredes del apartamento-. Siéntate.
Bea escrutó el rostro de Beth mientras se sentaba.
– Esta mañana no pareces tan pálida. ¿Ha ido bien la toma de las dos?
– Estupendamente -Beth tomó una taza de café y aspiró su aroma-. Sobre todo ahora que puedo ver el noticiario nocturno en la televisión.
Bea sonrió cariñosamente.
– Recuerdo lo solitarias que pueden ser las noches que hay que dar de mamar.
– Hmm -Beth dio un sorbo a su café. Solitarias.
Bea dejó de sonreír.
– No puedo dejar de preocuparme por ti, querida. Sin marido, sin madre…
– Tengo mi bebé -Beth sabía que eso tenía que bastarle, porque nunca tendría una madre. Y en cuanto a un marido…
– Pero sin familia para…
Beth apoyó una mano en el brazo de Bea.
– Una amiga leal merece más la pena que diez mil parientes.
Bea se encogió de hombros.
– Entonces tienes veinte mil con Millie y conmigo, pero no dejas que te ayudemos.
Beth sonrió al oír aquello.
– ¿Qué quieres decir? Me ofrecisteis trabajo y un lugar en que vivir.
– Te pagamos el salario mínimo por ayudar a atender la panadería y llevar la contabilidad.
– Pero estoy adquiriendo una experiencia que me vendrá muy bien en el futuro -Beth dio otro sorbo a su café-. Y no olvides el desayuno.
– Pero te vamos a echar del apartamento.
Beth hizo un gesto despreocupado con la mano.
– Desde el principio me aclarasteis que la madre de Millie iba a vivir aquí.
– Si al menos… -Bea se interrumpió, movió la cabeza y un familiar y especulativo brillo iluminó sus ojos. Se volvió a mirar la foto del Daily Post que Beth había enmarcado y colgado entre la cuna y su cama-. Sí. Si al menos Michael Wentworth…
Beth sintió que el corazón se le subía a la garganta.
– No empieces con eso ahora -advirtió a la otra mujer. Bea y Millie, dos encantadoras cotillas, inventaban historias donde no las había. Y por algún motivo, disfrutaban imaginando un romance entre Beth y Michael-. Ese pobre hombre sólo me estaba haciendo un favor.
Mientras que la foto y el artículo que la acompañaba había servido para proveer a Beth y al bebé de cajas y cajas de pañales, ropa para bebé y comida, sabía que lo único que había obtenido Michael de la publicidad había sido bochorno. La panadería de Bea y Millie atraía a gran parte de la población de Freemont Springs, y los clientes le habían transmitido sus felicitaciones, además de la noticia de que Michael Wentworth estaba desesperado por recuperar su reputación de soltero.