Michael se quedó boquiabierto. Lisa nunca ofrecía nada a nadie. Si él quería café, tenía que salir a servírselo.
Beth sonrió a Lisa, como si hubiera comprendido el honor que suponía su ofrecimiento.
– Una taza de té me vendrá bien para calentarme las manos, gracias.
– Deberías usar guantes -se oyó decir Michael. Luego, en tono aún ligeramente hosco, añadió-: Supongo que puedes sentarte.
Beth acercó el coche del bebé a la silla y ocupó ésta.
¿Cuánto tiempo podía llevarle tomarse el té?, se preguntó Michael. Como mucho, noventa segundos.
Con rápidos movimientos, Beth se quitó la bufanda y la parca.
Michael la miró, sin saber exactamente qué parte de aquella mujer hacía que le resultara tan difícil apartar la mirada de ella. Cada vez que la había visto anteriormente llevaba abrigos, o batas, o mantas. También tenía una larga melena de pelo rubio.
– Te lo has cortado -dijo, estúpidamente.
– Así es más cómodo -Beth se pasó una mano por el pelo. Aunque un poco más largo que el de un chico, realzaba el contorno de su cabeza. También hacía que sus ojos y su boca parecieran más grandes.
Lisa volvió un momento después con una humeante taza de té. Antes de dársela a Beth, fijó su atención en el bebé. Luego miró a la madre.
– Parece mentira que sólo hayan pasado tres semanas desde que diste a luz -dijo, sonriente-. Nadie recupera la figura con tanta rapidez.
Michael volvió a mirar a Beth. No quería, pero había sido culpa de Lisa. Sí; antes, Beth llevaba gastadas parcas y batas de hospital y mantas. Ahora llevaba vaqueros y un ceñido jersey blanco.
– Siempre he sido más bien delgada -contestó, devolviendo la sonrisa a Lisa-. Pero te aseguro que algunas de las curvas son totalmente nuevas.
Ahora fue culpa de Beth que Michael siguiera mirando. Si las curvas eran una adquisición reciente, el parto era el mejor amigo de aquella mujer.
De pronto se dio cuenta de que ambas mujeres lo estaban mirando. ¿Habría hecho algún ruido sin darse cuenta? ¿Habría gemido?, se preguntó, horrorizado.
Carraspeando, volvió a mirar su reloj. No recordaba con exactitud cuándo había llegado Beth, pero era evidente que llevaba allí demasiado tiempo.
Ella pareció captar la indirecta. Tras dar un sorbo, dijo:
– Debo irme. Tengo que volver a la panadería.
– ¿La panadería? -repitió Michael, frunciendo el ceño mientras Lisa volvía a salir del despacho-. Ah, sí. Me dijiste que trabajabas ahí. ¿Has vuelto a trabajar tan pronto?
– Bea y Millie me necesitan.
Una desconocida inquietud recorrió la espalda de Michael.
– Debes descansar. Bea y Millie pueden pasarse sin ti unos días más.
Beth sonrió educadamente mientras dejaba la taza en el borde del escritorio.
– Gracias de nuevo por la cazadora… y por todo lo demás que hiciste por mí.
De pronto, a Michael no le hizo gracia la idea de que se fuera.
– ¿No quieres saber qué pasa con Sabrina?
Beth hizo una pausa mientras tomaba su parca.
– ¿La habéis encontrado? -preguntó.
– Gracias a ti supimos que estaba aquí. Incluso averiguamos dónde -Michael sintió un repentino remordimiento. Debería haber visitado a Beth para comunicarle lo que habían descubierto. Debería haber comprado algo para el bebé. Pero había estado tan empeñado en apagar los rumores que había evitado tener nada que ver con ella-. Pero ha vuelto a desaparecer.
Las manos de Beth se detuvieron en el proceso de subir la cremallera de su parka.
– Oh, lo siento. Espero que la encontréis -metió la mano en el bolsillo y sacó unas llaves.
Michael la imaginó conduciendo de vuelta a la panadería.
– ¿Sigue estropeada la calefacción de tu coche? Podría hacer que alguien…
– Ya está funcionando -Beth se puso la bufanda en torno al cuello.
– ¿No puedes quedarte un poco más? -Michael no sabía qué diablos le había impulsado a decir aquello.
Beth ladeó la cabeza y miró el escritorio abarrotado de papeles.
– No me parece que tengas tiempo para una visita más larga.
Michael siguió la dirección de su mirada.
– ¿Eso? No es nada -sólo la atadura que lo encadenaba a Oil Works-. No me has contado nada sobre el niño -miró al bebé, aún dormido. Había engordado y, mientras lo miraba hizo un puchero con los labios, moviéndolos como si estuviera mamando.
– Lo llamo Mischa.
Extrañamente, Michael sintió una punzada de decepción.
– Le has cambiado el nombre -dijo.
Beth negó con la cabeza.
– No, sólo es un apodo. Es la versión eslava del tuyo.
Hizo girar el cochecito hacia la puerta y Michael se fijó en que una de las ruedas estaba ligeramente torcida. No se le ocurrió ningún otro motivo para hacerle quedarse.
– ¿No querías llamarlo Michael? -la estúpida pregunta surgió involuntariamente de sus labios.
Beth se detuvo de espaldas a él y volvió la cabeza para mirarlo.
– Supongo que pensé que sólo había un Michael Wentworth -dijo, antes de salir.
Desde la ventana de su despacho, Michael vio cómo sacaba Beth al bebé del cochecito y lo metía en el coche. Cuando éste ya se alejaba, salió al despacho de Lisa. Ésta se hallaba junto al aparato de fax.
Su secretaria estaba casada y tenía un par de hijos. Recordaba que en cada ocasión se tomó el permiso de maternidad. Más o menos unos tres meses cada vez.
– ¿No se supone que una mujer debe descansar después de dar a luz?
Lisa tomó el fax que acababa de llegar y le echó un rápido vistazo.
– Después de dar a luz, una mujer merece una asistenta y a su madre durante al menos seis meses.
– En ese caso supongo que Beth no debería haber empezado a trabajar ya.
Lisa se encogió de hombros.
– Puede que no le quede otra opción.
Abrigo gastado. Cochecito con ruedas deterioradas. Coche con calefacción averiada.
– No me gusta -murmuró Michael.
– Y esto le va a gustar aún menos, jefe -dijo Lisa, entregándole el fax.
Michael tomó la hoja, pensando aún en Beth y en Mischa. La leyó una vez y volvió a hacerlo.
Joseph Wentworth proponía nombrarlo jefe de Wentworth Oil Works. El antiguo trabajo de Jack.
Maldición.
Arrugó la hoja en el puño. El abuelo pretendía atarlo permanentemente a la empresa y a la familia.
– No pienso permitir que se salga con la suya.
Lisa lo miró con gesto escéptico.
– No sé qué puede hacer al respecto, jefe.
Michael arrojó la bola de papel con precisión en la papelera que había junto al escritorio de Lisa. Su mirada se detuvo en una fotocopia del Daily Post de la foto en la que él había salido. Alguien había escrito algo sobre su cabeza en la foto. No se molestó en comprobar qué decía.
Fantástico. Una visita de tres minutos y las bromas habían vuelto a empezar.
Eso era lo último que necesitaba. Ser nombrado jefe ejecutivo de la empresa y más especulaciones sobre el fin de su soltería.
El fin de su soltería. Michael se quedó petrificado mientras una brillante idea cristalizaba en su mente. De acuerdo, Elijah la había mencionado antes, pero él era el único que podía hacerla realidad.
– Wentworth, eres un genio -susurró para sí-. Con esta idea todo el mundo sale ganando.
Media hora para pensar cuidadosamente en la idea. Diez minutos para llegar a la panadería. Uno y medio para averiguar que Beth estaba en su apartamento y para llamar a la puerta en lo alto de las escaleras.
Sólo un instante más y la puerta se abrió.
Con el frío de enero a sus espaldas y la sorprendida expresión de Beth ante él, Michael fue directo al grano.
– Cásate conmigo -dijo.
Beth miró a Michael, sin fijarse en sus palabras, sólo consciente del gastado albornoz que se había puesto tras ducharse.
¿Encontraría algún placer sádico aquel hombre en ir a verla cuando peor aspecto tenía?