Colleen McCullough
El Primer Hombre De Roma
Traducción: Francisco Martín
Título originaclass="underline" The first man in Rome.
A mí buen amigo Frederick T. Mason,
magnífico colega e inmejorable persona,
con cariño y gratitud.
PERSONAJES PRINCIPALES:
CEPIO
Quinto Servilio Cepio, cónsul en 106 a. JC.
Quinto Servilio Cepio, su hijo
Servilia Cepionis, su hija
CÉSAR
Cayo Julio César, senador
Marcia de los Marcii Reges, su esposa y madre de:
Sexto Julio César, hijo mayor
Cayo Julio César, hijo menor
Julia Maior (Julia), hija mayor
Julia Minor (Julilla), hija menor
COTA
Marco Aurelio Cota, pretor (datos desconocidos)
Rutilia, su esposa; primer marido: su hermano Lucio Aurelio Cota, cónsul en 118 a. JC. (murió poco después)
Aurelia, su hijastra y sobrina
Lucio Aurelio Cota, su hijastro y sobrino
Cayo, Marco y Lucio Aurelio Cota, sus hijos con Rutilia
DECUMIO
Lucio Decumio, encargado de un "colegio" en una encrucijada
DRUSO
Marco Livio Druso Censor, cónsul en 112 a. JC., censor en 109 a. JC. (murió ocupando el cargo)
Cornelia Escipión, su esposa separada, madre de:
Marco Livio Druso, hijo mayor
Mamerco Emilio Lépido Liviano, hijo menor, adoptado de pequeño
Livia Drusa, su hija
GLAUCIA
Cayo Servilio Glaucia, tribuno de la plebe en 102 a. JC., pretor en 100 a. JC.
YUGURTA
Yugurta, rey de Numidia, hijo bastardo de Mastanábal
Bomílcar, su hermanastro, barón
MARIO
Cayo Mario
Grania de Puteoli, su primera esposa
Marta de Siria, vidente
METELO
Lucio Cecilio Metelo Dalmático, pontífice máximo, cónsul en 119 a. JC., hermano mayor de:
Quinto Cecilio Metelo, el Numídico, cónsul en 109 a. JC., censor en 102 a. JC.
Quinto Cecilio Metelo Pío, hijo del Numídico
Cecilia Metela Dalmática, sobrina y pupila del Numidico, hija de Dalmático
RUTILIO RUFO
Publio Rutilio Rufo, cónsul en 105 a. JC.
Livia de los Drusos, su difunta esposa, hermana de Marco Livio Druso Censor
Rutilia de los Rufos, su hermana, viuda de Lucio Aurelio Cota y esposa de Marco Aurelio Cota
SATURNINO
Lucio Apuleyo Saturnino, tribuno de la plebe en 103 y 100 a. JC.
ESCAURO
Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, cónsul en 115 a. JC., censor en 109 a. JC.
Marco Emilio Escauro, hijo de su primera esposa
Cecilia Metela Dalmática, su segunda esposa y madre de:
Emilia Escaura
SERTORIO
Quinto Sertorio, cadete y tribuno militar
Ría de los Marios, su madre y prima de Cayo Mario
SILA
Lucio Cornelio Sila, cuestor en 107 a. JC., legado
Clitumna de Umbría, su madrastra, tía de Lucio Cavio Stichus
Nicopolis, esclava liberta, su querida
Metrobio, adolescente actor de comedias
Al final del libro se incluye un glosario de palabras y términos latinos.
El primer año (110 a. JC.)
No teniendo ningún compromiso personal con los dos nuevos cónsules, Cayo Julio César y sus hijos se limitaron a unirse al cortejo que se iniciaba muy cerca de su casa; era el séquito del primer cónsul Marco Minucio Rufo. Los dos cónsules vivían en el Palatino, pero la casa del segundo cónsul, Espurio Postumio Albino, se hallaba en una zona más elegante. Corría el rumor de que las deudas de Albino alcanzaban magnitudes astronómicas. Nada extraño, pues era el precio del consulado.
No es que a Cayo Julio César le preocupasen las portentosas deudas contraídas en aquel ascenso político, ni parecía probable que sus hijos tuviesen que preocuparse por ello. Hacía cuatrocientos años que un Julio había ocupado la marfileña silla curul, cuatro siglos desde que un Julio había sido capaz de reunir una suma equivalente. Y la familia de los Julios era tan fulgurante, tan augusta, que las oportunidades de llenar sus arcas se habían sucedido de generación en generación, y, sin embargo, cada siglo que transcurría, los Julios se veían cada vez más pobres. ¿Cónsul? ¡Imposible! ¿Pretor, magistratura inmediatamente inferior en la jerarquía? ¡Imposible! No, un modesto y tranquilo puesto en los bancos traseros del Senado era el legado de un Julio de los tiempos que corrían, incluidos los de la rama de la familia llamada César por su profusa cabellera.
Así pues, la toga que el criado personal de Cayo Julio César le plegaba sobre el hombro izquierdo, el tronco y le disponía sobre el brazo izquierdo, era la toga blanca común de quien nunca había aspirado al alto cargo de la silla curul. Sólo sus zapatos rojo carmesí, su anillo senatorial de hierro y la banda roja de doce centímetros sobre el hombro derecho de su túnica diferenciaban su atuendo del de sus hijos Sexto y Cayo, que llevaban zapatos corrientes, un simple sello a guisa de anillo y la estrecha franja roja de caballero en la túnica.
A pesar de que aún no había amanecido, la jornada comenzaba con ciertas ceremonias: una breve plegaria con ofrenda de tortas saladas ante el altar de los dioses en el atríum de la casa, y luego, cuando el criado de servicio en la puerta anunciase que se veían antorchas bajando por la colina, una reverencia a Jano Patulcio, el dios que propiciaba la buena apertura de una puerta.
Padre e hijos salieron al callejón adoquinado para separarse; mientras los dos jóvenes se unían a las filas de los caballeros que precedían al primer cónsul, Cayo Julio César aguardaría a que pasase el propio Marco Minucio Rufo con sus lictores para incorporarse al grupo de senadores que le seguían.
Marcia musitó una plegaria al dios Jano Clusivio, guardián de las puertas que se cierran, para despedir a los criados y asignarles otras tareas. Tras la marcha de los hombres, ella tenía que ocuparse de su propia excursión. ¿Dónde estaban las niñas? Unas risas le dieron la respuesta; procedían de la reducida sala de estar, feudo de las muchachas. Allí estaban sus risueñas hijas, las dos Julias, desayunando rebanadas de pan untadas con miel. ¡Qué encantadoras eran!
Siempre se había dicho que todas las Julias que nacían eran un tesoro por tener el peculiar y afortunado don de hacer felices a sus maridos. Y aquellas dos Julias esperaban impacientes cumplir la tradición familiar.
Julia Maior -a quien llamaban Julia- iba a cumplir dieciocho años. Alta y dotada de grave dignidad, tenía el pelo castaño leonado recogido en moño en la nuca, y sus grandes ojos grises escrutaban el mundo con plácida seriedad. Era una Julia apacible e intelectual.
Julia Minor -llamada Julilla- tenía dieciséis años y medio. Era el último fruto del matrimonio y no había sido muy bien recibida hasta que, ya crecida, su encanto había conquistado el blando corazón de sus padres y de los tres hijos anteriores. Tenía un rostro color miel, y cutis, pelo y ojos eran de una suave gradación ambarina. Por supuesto, las risas eran de Julilla. Ella reía por todo. Era una Julia nerviosa y casquivana.
– ¿Estáis listas, niñas? -inquirió la madre.
Se apresuraron a dar los últimos bocados al pegajoso pan, lavaron delicadamente sus dedos en un cuenco de agua, los secaron con un paño y salieron del cuarto con Marcia.
– Hace frío -dijo su madre, cogiendo unas capas de lana que le ofrecía un criado. Unas capas pesadas y corrientes.
Las dos muchachas hicieron un gesto de desilusión pero no protestaron; se avinieron a abrigarse como gusanos de seda, asomando el rostro entre pliegues de lana. Abrigada de la misma guisa, Marcia formó al reducido séquito de hijas con escolta de criados y abandonó la casa.