– Metelo puede permitirse el lujo de la virtuosa rectitud -replicó Yugurta con aspereza-. ¿No es tan rico como Creso? Entre los dos se han repartido Hispania y Asia. ¡Pero no se repartirán Numidia! Ni tampoco Espurio Postumio Albino, mientras yo pueda impedirlo -dijo Yugurta irguiéndose en el asiento-. Así que, ¿seguro que Masiva está aquí?
– Según Metelo, sí.
– Hay que esperar hasta saber cuál de los dos cónsules va a ser gobernador de Africa y cuál de Macedonia.
– ¡No me digáis que creéis en los sorteos! -replicó Bomílcar con desdén.
– Ya no sé qué pensar de los romanos -respondió el rey, pesimista-. Tal vez lo tengan ya decidido, o tal vez sea preferible creer que el sorteo no es una farsa y se deja en manos del azar. Así que, esperaré, Bomílcar. Cuando conozca el resultado del sorteo, decidiré lo que hay que hacer.
Sin más palabras, volvió a dar la vuelta a la silla y siguió contemplando la lluvia.
En la granja enjalbegada de blanco próxima a Arpinum había habido tres hijos; Cayo Mario era el mayor, luego estaba su hermana María y luego otro varón llamado Marco Mario. Las lógicas expectativas eran que creciesen y ocupasen un lugar prominente en la sociedad de aquel distrito y del pueblo en concreto, pero nadie habría soñado que ninguno de los tres llegase a destinos más altos. Los Mario eran nobleza rural, señores de campo francotes y de buen corazón, destinados, en apariencia, a ser para siempre gentes importantes únicamente en su propio ámbito de Arpinum. La idea de que uno de ellos llegara al Senado de Roma quedaba descartada. Catón el censor ya había suscitado un considerable revuelo por sus orígenes campesinos, y eso que procedía de un lugar tan próximo a Roma como Túsculo, a tan sólo quince millas de las murallas de Servio. Por todo ello, un señor de Arpinum no podía imaginar que su hijo llegase a ser senador de Roma.
No era por cuestión de dinerO, porque los Mario tenían dinero y vivían muy bien. Arpinum era un lugar rico, con un vasto término de muchas millas cuadradas, y la mayor parte de las tierras eran propiedad de tres familias: los Mario, los Gratidiuso y los Tulio Cicerón. Cuando una de estas tres familias necesitaba una esposa o un esposo de fuera, los sondeos no se efectuaban en Roma, sino en Puteoli, donde vivía la familia de los Granio, que era el clan de mercaderes marítimos más acaudalado procedente en sus orígenes de cerca de Arpinum.
La novia de Cayo Mario se había obtenido por compromiso cuando él era todavía un niño, y la muchacha aguardó pacientemente, creciendo en el hogar de los Granio en Puteoli, ya que era siete años más joven que el novio. Pero cuando Cayo Mario se enamoró no lo hizo de una mujer. Ni de un hombre. Se enamoró del ejército, reconociendo en él a un compañero natural, alegre y espontáneo de su vida. Se alistó de cadete al cumplir los diecisiete años y, lamentando que no hubiese ninguna guerra importante en aquel momento, se las compuso para servir constantemente en las filas de los oficiales más jóvenes de las legiones consulares hasta que, a la edad de veintitrés años, le asignaron un destino fijo a las órdenes de Escipión Emiliano en el sitio de Numancia.
No tardó mucho en hacerse amigo de Publio Rutilio Rufo y del príncipe Yugurta de Numidia, pues tenían la misma edad y a los tres los tenía en gran estima Escipión Emiliano, quien los llamaba el "trío terrible". Ninguno de los tres procedía de los círculos altos de Roma. Yugurta era extranjero, la familia de Publio Rutilio Rufo no había formado parte del Senado desde hacía más de cien años y hasta entonces no había conseguido acceder al consulado, y Cayo Mario procedía de una familia señorial del campo. Por aquel entonces, desde luego, a ninguno de los tres le interesaba la política, y lo único que les preocupaba era la carrera militar.
Pero Cayo Mario era un caso especial. Había nacido para militar, pero, sobre todo, había nacido para ostentar el mando.
"Sabe qué hacer y cómo hacerlo", decía Escipión Emiliano, con un suspiro quizá de envidia. Y no es que Escipión Emiliano no supiera lo que había que hacer y cómo, pero es que desde niño había oído hablar a generales en el comedor de su casa y sólo él sabía realmente el grado de espontaneidad que había en sus propias dotes militares. La verdad es que era muy poco. El gran talento de Escipión Emiliano radicaba en su organización, no en sus dotes militares. Estaba convencido de que si una campaña se proyectaba minuciosamente en el puesto de mando, incluso antes de alistar al primer legionario, las dotes militares no contaban mucho a la hora del resultado.
Mientras que en Cayo Mario era un don natural. A los diecisiete años era todavía bajo y delgado, comía con melindres y seguía siendo un niño delicado, mimado por la madre y secretamente despreciado por el padre. Luego, se ató el primer par de botas militares, se abrochó las planchas de una buena coraza de bronce sobre la fuerte camisa de cuero y creció en cuerpo y espíritu hasta ser físicamente mayor que nadie y fuerte mentalmente en valor e independencia. Momento en el que su madre comenzó a rehuirle y su padre a henchirse de orgullo.
En opinión de Cayo Mario, no había una vida mejor que aquélla, en la que se formaba parte integral de la más poderosa máquina militar jamás habida en el mundo: la legión romana. No existía marcha ardua ni lección de esgrima pesada o inútil ni tarea lo bastante humillante que apagase su creciente fervor y entusiasmo. No importaba el servicio que le asignasen, siempre que fuese militar.
En Numancia conoció a un cadete de diecisiete años que había llegado de Roma a unirse a su selecto grupo a petición del propio Escipión Emiliano. El muchacho era Quinto Cecilio Metelo, hermano menor del Cecilio Metelo que adoptaría, tras una campaña contra las tribus dálmatas de los montes ilíricos, el sobrenombre de Dalmático y sería nombrado pontífice máximo o sumo sacerdote de la religión estatal.
El joven Metelo era un auténtico Cecilio Metelo, más aplicado que brillante o con disposición para la tarea, aunque decidido a realizarla y totalmente convencido de que podía llevárla a cabo de maravilla. Aunque la lealtad a su clase impedía a Escipión Emiliano decirlo, es muy posible que aquel jovenzuelo, especialista en todo, le irritase, ya que, poco después de su llegada a Numancia, le consignó a las dulces mercedes del "trío terrible" formado por Yugurta, Rutilio Rufo y Mario. Estós, cuya juventud no dejaba lugar a la compasión, se mostraron tan resentidos como enojados porque les encomendasen aquel testarudo estorbo, y la tomaron con el joven Metelo, si no cruelmente, sí con dureza.
Mientras Numancia resistió y Escipión Emiliano estuvo ocupado, el muchacho apechó con su suerte. Luego, Numancia cayó, fue arrasada y desde el jefe de mayor categoría hasta el recluta de más baja condición recibieron permiso para emborracharse. El "trío terrible" no fue menos, y lo propio hizo Quinto Cecilio Metelo, pues resultó ser el día en que cumplía dieciocho años. Ocasión en que el "trío terrible" consideró una broma estupenda lanzar al homenajeado a una pocilga.
El muchacho salió sobrio del estiércol, maldiciendo y escupiendo.
– ¡Arribistas desgraciados! ¿Quiénes os habéis creído que sois? ¡Yo os lo diré! ¡Tú, Yugurta, un simple extranjero grasiento, indigno de lamer las botas a los romanos! ¡Tú, Rutilio, un buscafavores venido a más! ¡Y tú, Cayo Mario, un simple palurdo itálico que ni siquiera sabe griego! ¿Cómo os atrevéis? ¿Cómo osáis siquiera? ¿Es que no comprendéis quién soy? ¿Os dais cuenta de quién es mi familia? Soy un Cecilio Metelo. ¡Nosotros éramos reyes de Etruria antes de que Roma fuese una simple idea! He aguantado durante meses vuestros insultos, pero ¡ya basta! ¡Tratarme a mí como a un inferior! ¡Habráse visto osadía…!
Yugurta, Rutilio Rufo y Cayo Mario permanecían sentados, balanceando las piernas en la cerca de la cochiquera, parpadeando como lechuzas, impertérritos. Luego, Publio Rutilio Rufo, que era un individuo sin par, capaz de una erudición tan profunda como de una actuación militar sumamente práctica, pasó una pierna por la valla y se puso a balancearse a horcajadas, esgrimiendo una gran sonrisa.